Ragged glory: cuando Neil Young recuperó la gloria perdida

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30 ANIVERSARIO

«Con David Briggs a los mandos, emerge el Neil más cañero, el de las canciones robustas e incontestables»

 

Fernando Ballesteros anda rastreando los mejores discos que nos dejó el año 90. Aquí se topa con un Neil Young que no andaba muy fino pocos años atrás, pero que supo reconducir su carrera con un disco incuestionable: Ragged glory.

 

Neil Young
Ragged glory
REPRISE RECORDS, 1990

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Neil Young no pudo tener una entrada más brillante en la década de los noventa. Atrás habían quedado los ochenta y sus peliaguados juegos malabares con los estilos. Ragged glory significaba un nuevo comienzo que iba a volver a situarle en primera línea. Tanto, que los chavales de la nueva generación, los que iban a mandar en el rock en los años siguientes, le adoptaron como una especie de padrino, un maestro al que reverenciaban.

También es cierto que no se pasó del desastre de sus peores discos a esta cumbre en su extensa discografia sin solución de continuidad. Antes de este álbum, Neil ya había ido dando muestras de recuperación. This note’s for you, lo primero que editó tras marcharse de Geffen, y especialmente Freedom, servían para refrescar la memoria a los más olvidadizos: estábamos ante uno de los grandes. 

Pero lo que en Freedom son indicios materializados en buenas canciones, en su siguiente elepé son certezas. Todo lo apuntado cobra forma en Ragged glory, un extraordinario trabajo en el que vuelve a jugar en casa, en el campo que él domina a la perfección. Los Crazy Horse vuelven a ser reclamados y con ellos retorna el mejor Young. Con David Briggs a los mandos, emerge el Neil más cañero, el de las canciones robustas e incontestables. Canciones en las que el hard rock convive con el espíritu campestre y unos coros que enriquecen las composiciones para ofrecer un conjunto sin fisuras.

 

Erráticos setenta

Para entender lo que había sido buena parte de la década de los ochenta para Neil Young basta recordar que, en 1983, la industria de la música asistió a un episodio inédito: su sello, Geffen, le llevó ante los tribunales acusado de entregarle trabajos anticomerciales. Le reclamaban una indemnización de tres millones de dólares. La culpa la tenían elepés como Trans y Everybody’s rockin.

Claro, David Geffen había fichado a un artista de éxito, toda una garantía, sin sospechar que el Young que aterrizaría en la discográfica iba a ser el más errático de toda su larguísima trayectoria. Pocos artistas grandes en los 70 vivieron buenos momentos en la década siguiente, pero es que lo del admirado Neil fue exagerado. Electrónica, hard rock, rockabilly… aquellos eran ejercicios de estilo fallidos, y Geffen se tiraba de los pelos. Hasta que perdió los nervios y decidió que «a los tribunales con él». Aquella historia terminó sin juicio, eso sí. Neil accedió a un acuerdo por el que se bajaba el contrato. Seguiría disfrutando de libertad para crear, pero lo haría a cambio de la mitad del sueldo.

 

Una obra maestra

Pero estábamos dándole la bienvenida a la nueva década y nuestro artista lo hacía con un disco que termina como empieza y, entre medias alcanza una velocidad de crucero homogénea, coherente. Digámoslo ya, se trata de una obra maestra. ¿Una más en la carrera del canadiense? Pues no, no una más, posiblemente la más grande. A ver, no discutiría con quien me diga que su mejor disco es Harvest o Tonight’s the night o, en fin, pueden poner aquí diez títulos diferentes y a mí me va a parecer bien (Eduardo Izquierdo escogió cinco en esta interesante lista), pero, por encima de todos ellos, el que firma esto coloca Ragged glory. Tengo diez poderosos motivos para respaldar esta decisión. Diez canciones como diez soles.

Despuntan desde el primer segundo. La base de «Country home» es country, la melodía es brillante y repetitiva y el guitarreo que la envuelve es mágico. En un disco marcado por las composiciones largas, aunque «White line» es corta y directa, y «Fuckin up» es una de las cumbres del trabajo, una canción esculpida en un riff de piedra de la que Pearl Jam tirarían en sus directos en el futuro, en una relación entre maestro y alumnos que daría más frutos.

Pero no adelantemos acontecimientos. Mejor sigamos escuchando y nos toparemos con «Over and over», que nos vuelve a hacer esbozar una sonrisa de satisfacción. Pueden hacer la prueba una vez más: ese tema transmite felicidad, así de simple. Ocho minutos en los que nos introduce de lleno una guitarra de las que se adhieren al cerebro y de los que ya no queremos salir. Vamos, que muchos quisiéramos quedarnos a vivir en esos coros. 

Y como la cosa va de viajes largos, pues allá van los diez minutos de «Love to burn», que podrían ser un resumen más que perfecto de lo que encierran los surcos de esta obra. La versión de «Farmer John» es puro blues, seco, sin artificio y «Mansion on the hill» es otro de los números detacados del sobresaliente lote. «Days that used to be» tiene un aire dylaniano que no es casual: el propio Young ha confesado, en más de una ocasión, que se inspiró en el de Minesota. «Love and only love» son otros diez minutos de guitarras, improvisación y coros majestuosos y «Mother Earth (natural anthem)» indaga en la vena ecologista del canadiense, guitarras que saturan tanto que no admiten compañía. Para este trayecto final de la gloriosa y furiosa excursión, las seis cuerdas reclaman todo el protagonismo. Hemos llegado a la meta.

Las composiciones son brillantes y la interpretación, rebosante de pasión, es majestuosa. No podía ser de otra forma cuando se juntan Billy Talbot en el bajo, Ralph Molina y su batería y la guitarra de Poncho Sampedro. Tres fuerzas de la naturaleza al servicio del jefe para ofrecer un sonido que golpea y deja huella.

 

Un maestro reivindicado

En curioso, porque Ragged glory lo rubricaba un artista con dos decenas de trabajos a sus espaldas. Muchos, a esas alturas, son auténticos dinosaurios. Algunos compañeros generacionales, en el año 90 del siglo pasado, no eran ni la sombra de lo que habían sido y editaban trabajos menores con más pena que gloria. Frente a ellos, Neil aparecía reivindicado por los elementos más jóvenes y pujantes de la escena rockera. Ya saben, por poner algún que otro ejemplo, que los Teenage Fanclub siempre le han tenido en un pedestal, y uno diría que J. Mascis dedicó muchas de sus ociosas tardes —no puedo dejar de imaginar al Dinosaur Jr siempre tirado en un sofá— a escuchar al maestro. Y eso por no hablar de los chicos de Seattle.

Es muy conocida la admiración que Kurt Cobain sentía por él. Posiblemente, a lo musical se unía la forma que tuvo siempre Neil de lidiar con el éxito y hacerlo compatible con su ética de artista insobornable, una asignatura que da la impresión de que siempre creyó tener pendiente el líder de Nirvana, y que se intuye gran causa de los males que se lo terminaron llevando de aquí tan pronto. Precisamente, en la hora del adiós al icono de su generación aparecía el autor de este disco. Porque cuando Kurt se quitó la vida en 1994, dejó una carta en la que se podía leer la frase: «Es mejor quemarse que apagarse lentamente», un verso de la canción «Hey hey, my my (Into The Black)” de Young. Años después, en su autobiografía (Mi vida al volante, Malpaso, 2015), el canadiense reveló que leer esa carta y esa frase en concreto le dejó marcas. La nota le tocó la fibra sensible. De haber sabido lo que pasaba por la cabeza de Cobain y lo importante que era para él, habría tratado de ponerse en contacto con el líder de Nirvana para ayudarle. 

Con Pearl Jam la cosa fue más fructífera y meramente artística, y nos deparó hasta un disco. Meses después de la muerte de Kurt, comenzaban en Seattle las sesiones de grabación de Mirror ball. Entre enero y febrero se registraron las canciones del disco en el que ambos unieron sus fuerzas y Pearl Jam se convirtió en la circunstancial banda de acompañamiento de Neil. Aquellas fueron cuatro sesiones de grabación en las que se gestó una obra concebida para eso, para ser grabada prácticamente en directo. Y ese espíritu es el que se recoge en sus canciones, posteriormente presentadas en directo en una unión artística que le hizo muy bien a ambas partes. 

Da casi vértigo pensar que Neil Young era todo un veterano hace treinta años. Ha pasado el tiempo, qué narices. Es que ha pasado más desde Ragged glory a la actualidad que el que había transcurrido desde su debut hasta este disco y el tío Neil sigue en forma, grabando, revisando archivos y dejando a sus fans más que satisfechos. Del último, Colorado, da buena cuenta el compañero Julio Valdeón en este Combustiones. Visto lo visto, parece que Neil gastó todo su cupo de errores y pasos en falso en los ochenta. Desde entonces, su carrera es poco menos que intachable. Dentro de treinta años, si esto del rock and roll sigue existiendo, eclosionará una nueva camada de grupos que lo ponga todo patas arriba y reivindicarán la obra de Young. Su legado es eterno y en esa inmensa obra, su disco del 90, brilla como uno de los mejores que se han grabado en la Historia. 

Anterior entrega: Nick Cave and The Bad Seeds: The good son.

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