White blood cells, de White Stripes

Autor:

VEINTE ANIVERSARIO

«Todo cabe en este tercer disco, su gran obra. O al menos la que les abrió nuevas vías que iban a saber explotar en el futuro»

 

Se cumplen veinte años de White blood cells, uno de los discos más importantes de White Stripes. Fernando Ballesteros se sumerge en él para explicarnos la grandeza de las dieciséis canciones que componen este tercer álbum de la banda.

 

White Stripes
White blood cells

SYMPATHY FOR THE RECORD INDUSTRY, 2001

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Vamos a volver a viajar, mentalmente, a 2001. Los nuevos tiempos ya estaban pasando su factura a la industria del disco que empezaba a verse sacudida. El panorama, como dijimos cuando hablamos del Is this it de los Strokes, no era el mejor para el rock y las guitarras. En ese paisaje, la irrupción de una propuesta como la de White Stripes contribuyó poderosamente a cambiar el tablero de juego, además de volver a poner en el mapa del rock and roll a la ciudad del motor.

Michael Azerrad recoge en Come as you are, su extraordinaria biografía de Nirvana, unas palabras de Steve Fisk en las que el productor de los de Seattle decía que «cuando la música se vuelve lo suficientemente mala, surge una oportunidad inesperada y suena la flauta». Sin entrar a comparar la situación de 1991 con la que se vivió diez años más tarde, y sin tomar su apreciación sobre el éxito del grupo de Cobain como una verdad absoluta, sí que me permito recuperar lo apuntado por Fisk para recordar que 2001 también estaba pidiendo a gritos que alguien llegara al rescate.

Con este panorama, una propuesta tan austera y, a priori, tan poco comercial como la de Meg y Jack se llevó por delante muchos muros. Un guitarrista y cantante sobrado de talento, un músico de esos que dan la impresión de ser auténticas enciclopedias del rock and roll y una batería muy limitada en la técnica, pero tremendamente efectiva, formaban una banda que se empeñaba en demostrar que, con los mínimos ingredientes, se puede cocinar un plato muy suculento y con sabores muy conocidos. Porque la propuesta de los White Stripes miraba al pasado sin ningún complejo.

Lo hacían enarbolando la bandera del «menos es más»: voz, guitarra y batería, no les hacía falta más. Es muy difícil encontrar un trabajo con menos ornamento que este White blood cells, por lo demás, un disco que integra canciones escritas en los meses anteriores a la grabación con otras que venían de tiempos pasados, incluso de aquellos en los que Jack daba sus primeros pasos y los White Stripes, aún, ni existían.

 

Solo canciones propias

Después de sus dos primeros envites, en los que las canciones propias convivían con versiones de Robert Johnson, Bob Dylan, Son House o Blind Willie McTell, los White Stripes decidieron que en el tercer disco solo iban a incluir composiciones firmadas por ellos. Los 16 temas de White blood cells se registraron en los estudios Easley-McCain de Memphis. Todo se grabó muy rápido, casi sin tiempo para pensar en lo que estaban haciendo. El disco, desde luego, no iba a pecar de sobreproducción. Fue una carrera al sprint y, aunque suene a tópico, no deja de ser cierto que esa espontaneidad se transmite desde el primer corte hasta el último. Jack, más seguro de sí mismo, era partidario de hacerlo todo por la vía rápida, y en ese empeño terminó convenciendo a una Meg bastante más dubitativa.

A estas alturas, la banda ya había desarrollado su personalidad en un crecimiento gradual y con paso firme. Su álbum de debut no apuntaba a tantas direcciones. El blues rock primitivo dominaba aquellas canciones, pero la evolución de la pareja, que en este punto aún lo era en lo sentimental, era continua y De Stijl, su segundo paso discográfico, lo confirmaba. Si ese elepé les llevó más allá de los límites de Detroit, el tercero les catapultó hacia otros públicos, traspasando las fronteras de Estados Unidos. Es más, como les ocurrió a los Strokes con su debut, el tercer asalto de White Stripes tuvo muy buena acogida, primero en el Reino Unido y más tarde en su tierra.

Apenas una semana les bastó a Jack y Meg White para grabar las dieciséis piezas de White blood cells. El dúo se mueve con soltura por terrenos garageros, pero no le hace ascos al pop ni al country. Todo cabe en este tercer disco, su gran obra. O al menos la que les abrió nuevas vías que iban a saber explotar en el futuro.

La fiesta se abre con “Dead leaves and the dirty ground”, que nos da la bienvenida explorando, a golpe de riffs, su cara más garage. No voy a ser nada original, pero si me tengo que quedar con una canción de este disco, esa es ”Fell in love with a girl”, un tema radiado con frecuencia que se convirtió en un éxito, primero, en la avanzadilla que suponen —o suponían, que ahora todo ha cambiado— las radios universitarias. Breve, rápida, coros contagiosos, la voz de Jack, su descuido… todo es perfecto en este latigazo punk al que es imposible resistirse y que vino acompañado por un curioso vídeo hecho con bloques de Lego. Todo cuadraba para que la MTV les acabara queriendo mucho.

Igual que hacen en “I think I smell a rat”, desbordante de energía, “Hotel Yorba” los muestra, de nuevo, vistiendo con orgullo y garbo su traje más revoltoso y luciendo querencia punk. Se trató del primer single del disco y recordaba al más que modesto hotel de Detroit en el que, cuando era un niño, Jack escuchaba que se habían alojado los Beatles. Aquella leyenda inspiró una canción que se ha quedado con nosotros para siempre y que, de vez en cuando, te viene a la cabeza y es imposible dejar de tararearla.

La nostalgia de la infancia está presente también en el texto  de “We’re going to be friends”, que les captura en su lado más amable, dulce y folk, que los White tampoco le hacían ascos a las raíces y eran capaces de parir piezas deliciosas como esta.

“The union forever”, igual que la inicial, nos envuelve en riffs, una sensación que reviviremos en “Offend in every way”, mientras que “Aluminum” es la más juguetona y psicodélica del lote. Y hay más: está el comienzo tranquilo de “I can’t wait”, que gana en intensidad y riqueza con los giros vocales de Jack y una certeza: el nivel no desciende hasta el último segundo del elepé. Porque no hace falta que enumeremos todas las canciones del disco y no hay espacio para entrar en detalle, pero sí una sensación: que aquí no sobra ni un segundo y el nivel no baja en ningún momento. Quizás porque al Jack White de 2001 le valía todo para sus White Stripes, por eso nos parece tan natural estar escuchando ecos zeppelianos y pasar como por arte de magia a reconocer una forma de entonar o una guitarra punzante que nos remite a los mismísimos Pixies. Y todo eso ocurre con una pasmosa naturalidad.

A los creadores abiertos de mente, a esos que escriben canciones muy diferentes entre sí, incluso de estilo, suele ocurrirles que su proyecto principal no admite todo lo que sale de su pluma. Algunas veces, el artista se lía la manta a la cabeza y decide que, si le gusta a él, vale para su grupo, y el invento se resiente, por ejemplo, por falta de consistencia. En ocasiones hemos leído a un compositor de canciones explicar que tiene varias canciones en el cajón y que no les da salida, que las aparca, las desecha o las cede a otra marca porque no las ve dentro del catálogo de su grupo. Pues bien, a Jack no le pasó ni una cosa ni otra. A él le cuadró todo lo que estaba en su cuaderno. En White blood cells encajó todo a la perfección y la cosa fluye que da gusto. Y es ahí donde radica buena parte del álbum.

 

De los mejores discos de la década

El disco se vendió muy bien y fueron muchas las publicaciones que situaron el nombre de White Stripes entre lo mejor no ya de 2001, sino de la década. La portada parecía profetizar, en gran medida, lo que iba a pasar con ellos en los siguientes meses. Meg y Jack aparecen apoyados en una pared junto a unas sombras, siluetas negras de reporteros ansiosos por acceder a ellos que simbolizan a la perfección la atención que casi de inmediato iba a recibir el grupo.

Esa atención de los medios, y el éxito, vinieron acompañados de especulaciones y una duda muy repetida entre los fans: ¿eran hermanos o pareja? En realidad eran expareja, se habían casado antes de la publicación de su debut y cuando sacaron al mercado su segundo trabajo ya estaban separados. En lo sentimental, porque en lo artístico les quedaba un largo recorrido por delante.

Entre todos los grupos que saltaron a las portadas de la prensa especializada en aquellos comienzos de siglo, a los que se señaló como los regeneradores de las guitarras, Jack y Meg tenían la personalidad más marcada. Eran diferentes en sonido y estética. Si lo que sonaba era sencillo, lo que se veía tres cuartos de lo mismo: negro, rojo y blanco. No necesitaron más colores para conformar una estética que también les distinguía del pelotón de coetáneos.

A diferencia de otros compañeros generacionales, su discografía no se resintió con el paso del tiempo y supieron responder a un éxito como el de White blood cells con un trabajo, Elephant, también sobresaliente, con el que siguieron conquistando nuevos mercados. Antes de embarcarse en ese cuarto disco firmaron por V2, pero la grandeza de su nuevo sello no cambió su forma de hacer las cosas. Por eso despacharon una obra en la que mantienen bien vivas sus señas de identidad sin mostrar ninguna querencia por sonar más comerciales. “Seven nation army” abría aquel elepé y, en fin, qué les voy a decir: hoy, en 2021, mi cabeza ya la asocia más a una grada de fútbol que a un single pop efectivo, más allá del cual los White volvían a dar buena cuenta de su talento. Porque en “Elephant”, además del superhit, abundaban las grandes canciones.


Últimos trabajos

Get behind me Satan (2005) no bajaba mucho el nivel y aportaba alguna que otra novedad, pero la impresión es que no llegaba al nivel de sus predecesores y que el grupo estaba demasiado cómodo para lo que nos tenían acostumbrados, atravesando un carril del que no parecían querer desviarse. En Icky thump (2007) lo que se transmitía era que ya no deseaban ni tocar el volante, y eso se antojaba incompatible con una mente inquieta como la de Jack. A lo lejos, los fantasmas.

Y las sospechas se convirtieron en realidad. Con Jack metido en mil proyectos ajenos al grupo de su vida, la llama se fue apagando y, en 2011, una década después de su gran explosión mundial, la banda anunció su disolución. Antes, Jack había montado The Raconteurs junto a Brendan Benson, un sobresaliente autor de canciones pop vitaminadas, y la sección rítmica de Greenhornes, Jack Lawrence y Patrick Keller. Con ellos ha editado tres notables discos de rock, preferentemente setentero. Lawrence también estuvo en Dead Weather junto a White, Alison Mosshart de The Kills y Dean Fertita de Queens of the Stone Age. Además, tenía su propio sello, rescató y relanzó artistas del pasado a los que admiraba. En definitiva, la lectura era que los White Stripes ya no eran su prioridad. Los augurios se cumplieron cuando el 2 de febrero de 2011, después de su período más largo sin grabar ni girar, la banda confirmó su separación.

Al año siguiente, el prolífico Jack debutaba en solitario con Blunderbuss, al que siguieron Lazaretto en 2014 y Boarding house reach, su último álbum, en 2018. En todos ellos se constata que el sello Jack White es garantía de calidad, y la cosa no para: las últimas noticias que hemos recibido del de Detroit hablan de un doble lanzamiento en 2022. La experiencia nos dice que merece la pena que permanezcamos atentos a lo que tenga que decirnos, sea de la forma y en el tono que sea.

Anterior entrega: Gold, el disco dorado de Ryan Adams.

Artículos relacionados