Resistir a pesar de todo

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COMBUSTIONES

«Stephen Sondhein era dueño de un estilo y de una voz reconocibles y elásticas»

 

En su columna semanal, Julio Valdeón recuerda el legado de Stephen Sondhein y pasea por una Nueva York que, cada vez, se parece menos a lo que fue.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Algunas tardes sospecho que la columna opera como parapeto frente a la muerte. Escribimos de política, deporte, corazón o guerras solo cuando no hay gente a la que enterrar. El último al que sepultamos en cuatrocientas palabras respondía al nombre de Stephen Sondheim. Tal vez no les suene, pero no hay fulano más reverenciado entre los amantes del musical. Conocen sus letras con la devoción del creyente que repasa los textos sagrados. No en vano escribió muchas de las letras y partituras más icónicas de Broadway. Suyas son las canciones de Sweeney Todd, Sunday in the park with George, Into the Woods, Assassins, Passion… Trabajó con mitos como Leonard Bernstein, con quien forma una dupla imbatible, bueno, triunvirato, porque no conviene olvidar al prodigioso coreógrafo Jerome Robbins, para alumbrar un mito, West side story.

Yo, que no destaco exactamente por mi reverencia o su conocimiento enciclopédico del género, reconozco que sus obras rara vez sonaban impostadas o cursis. Derrochaba sofisticación e inteligencia. Era dueño de un estilo y de una voz reconocibles y elásticas. Sabía adaptarse a las necesidades del libreto, complementarlo, enriquecerlo. Sus propias canciones, como gustaba de reconocer y recuerda Bruce Weber en el New York Times, funcionaban como obras de teatro dentro de la obra de teatro mayor, en un inacabable juego de muñecas rusas solo al alcance de un tipo inteligentísimo y desbordado de talento, que nunca cedía al tedio ni permitía que lo acorralara la facilidad.

Escucho ahora sus canciones mientras leo que la gente, la buena gente que todavía resiste en Manhattan, Queens, Brooklyn, acudió a celebrar su vida y su obra al Marie’s Crisis Cafe. Qué gran noticia, saber que todavía resiste y sigue abierto el bareto diminuto, sucio y cutre, viejísimo, con lucecitas navideñas de esas que tanto les gusta dejar durante todo el año por las paredes de los bares más necesarios de una Nueva York que se nos muere. El Marie’s está en el Greenwich Village, rodeado de franquicias absurdas, escaparates carísimos y tiendas de yogures helados. Lo frecuenté durante años. Con su pequeño piano y sus parroquianos educados, amables y ligeramente frikis. Como cualquiera de nosotros, vaya, pero en su caso devotos del musical. Los imagino cantando “America”, “Tonight” o “Sooner or later” la otra tarde y me pregunto cuánto resistirá el pequeño Marie’s Crisis, ahora que ya no existe el Banjo Jim’s al lado de Tompkins Square, el Lakeside Lounge en Avenue B, el Lenox Lounge junto a la 125, tan cerca de nuestra vieja casa en Harlem, el St. Nick’s en Sugar Hill… Ecos de una Nueva York ahogada por la gentrificación, la tontería y el dinero, acuartelada entre recuerdos, perdida o exiliada, y que apenas encuentra ya razones y, sobre todo, fuerzas, para defender lo mejor de sí misma.

Anterior entrega de Combustiones: Cuando Bruce era el rey.

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