Gold (2001): el disco dorado de Ryan Adams

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VEINTE ANIVERSARIO

«Si la intención del artista era crear un clásico moderno, lo consiguió»

 

Fernando Ballesteros recupera uno de los discos más interesantes de 2001: el Gold de un Ryan Adams que estaba, por entonces, en estado de gracia. Tanto, que estuvo a punto de ser un disco doble. Esta es su historia.

 

Ryan Adams
Gold
LOST HIGHWAY RECORDS, 2001

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Siempre he tenido a Ryan Adams como a un artista muchas veces genial, aunque a veces no tomó las mejores decisiones. Por eso era frecuente referirse a su carrera como un camino marcado por los altibajos. Pues bien, comparado con lo que está viviendo durante los dos últimos años, aquellos momentos bajos le hubieran parecido el paraíso al Ryan olvidado y repudiado de 2021.

Su caso es el de un artista caído en desgracia. La película de los hechos es la siguiente: el New York Times publicó, a comienzos de 2019, un artículo en el que siete mujeres le acusaban de conducta sexual inapropiada y abuso de poder. Su exmujer, Mandy Moore, y la joven cantante Phoebe Bridgers estaban entre ellas. Otra chica denunciaba haber sido acosada por Ryan cuando aún era menor de edad. El retrato de Adams que arrojó todo aquel proceso fue el de un hombre manipulador, controlador, incapaz de soportar un no, amenazador e inestable emocionalmente. Un retrato demoledor, como las consecuencias que ha tenido.

2019 iba a ser el año de su vuelta a lo grande. De hecho, ya había anunciado el lanzamiento de tres elepés —como había hecho quince años atrás—, pero todo se torció, quien sabe si de forma definitiva. Tras las denuncias, y después de pedir disculpas y reconocer errores, la industria le ha dado la espalda. Ryan ha sido cancelado; la edición de sus discos también. En realidad, dos de ellos, Wednesdays y Big colors, fueron autoeditados pero no han tenido apenas respuesta. Han pasado casi de puntillas, fuera del círculo de especialistas y fans más incondicionales

 

El niño mimado del rock americano

Hasta llegar a este punto crítico, Ryan Adams había dado sobradas muestras de un carácter, en el mejor de los casos, complicado, y una toma de decisiones sobre su carrera digamos que discutible. Porque en 2001, cuando se editó Gold, él era el niño mimado del rock americano. El futuro era suyo. Un año antes había abandonado Whiskeytown para lanzarse en solitario con el impactante Heartbreaker. El siguiente paso iba a ser Gold, y si la intención del artista era, como ha dicho en alguna que otra ocasión, crear un clásico moderno, solo podemos certificar que lo consiguió. Vaya si lo hizo.

En su reválida como solista, Ryan Adams pasa por su filtro a todos los clásicos, los grandes nombres de este invento que a uno le puedan venir a la cabeza. Tomar el legado de los clásicos como base, casi inspiración, para crear algo nuevo y que conserve esos aromas, está solo al alcance de los elegidos. Si te esfuerzas, puedes encontrar en estos surcos algo de Petty, de Dylan o de Neil Young, pero, sobre todo, está el genio creador de un compositor de canciones, sobrado de personalidad y en absoluto estado de gracia.

La crítica contaba con motivos más que suficientes para seguir cubriéndole de elogios y el público tenía que crecer por fuerza ante el potencial comercial que despliegan canciones como la inicial “New York, New York”. Rabiosamente pop, es toda una declaración de amor a una ciudad que estaba a punto de vivir sus días más trágicos. De hecho, los atentados le dieron un nuevo sentido a la canción. Adams la compuso para una persona, pero lo vivido aquellos días le dio un nuevo significado y se convirtió en un himno a la ciudad. En este escenario plagado de símbolos cabe recordar que la grabación del clip, el 7 de septiembre, fue la última en la que aparecen en pie las Torres. Se trataba de un plano desde abajo del puente de Booklyn en el que aparecía el skyline desde el amanecer hasta el final del día.

 

Sonar como el rock clásico

El sonido que le dio a todo el trabajo el reputado Ethan Johns viste a la perfección las magníficas composiciones de Adams. En su primer encuentro Ryan fue claro: le dijo al productor que quería crear algo que fuera «como la radio de rock clásico, donde escuchas a Van Morrison y luego a los Rolling Stones y más tarde a Otis Redding». Y es que lo que aquí encontramos son canciones que trascienden etiquetas. Si alt-country había sido una de las que le había acompañado desde sus tiempos en Whiskeytown, aquí va más allá. Mucho más. Los arranques en la muy pegadiza “Firecracker” o la stoniana “Walkin blues de Tina Toledo” aceleran el pulso en un disco que dibuja un paisaje general en el que predominan las guitarras acústicas y la sensibilidad de temas emocionantes, como “Answering bell” o la deliciosa “La cienega just smiled”, preferida del disco para el que firma estas líneas. Pero también están la bella angustia de “Wild flowers”, el despliegue de fuerza que remite a Neil Young de “Enemy fire”, la gigante y extensa “Nobody girl” o la palpitante “Gonna make you love me”.

 

Un doble disco frustrado

En cuanto a la temática de los textos, pues amor, relaciones rotas y mucha habilidad para jugar con las imágenes que terminan dándole forma a un álbum que parece concebido como un viaje por los Estados Unidos, presentes desde su portada, a través de las carreteras de la historia de su música popular. Ese viaje aparece de forma explícita en el final de trayecto que supone «Goodnight, Hollywood Blvd». La belleza de canciones como “Somehow, someday” o la muy versionada “When the stars go blue”confieren a este álbum la categoría de obra mayor y Ryan, sabedor de lo que tenía entre manos, intentó que Gold fuera un disco doble. Sin embargo, su propósito, chocó con la decisión de los que mandaban en su sello, Lost Highway, que optaron por un disco sencillo de 16 canciones, cuyas primeras 150.000 copias fueron acompañadas por un disco extra que contenía otras cinco. La obra llegó a las tiendas el 25 de septiembre y, veinte años después, sigue siendo el mayor éxito de la carrera de Ryan Adams.

El Ryan Adams de 2001 era imprevisible en directo, capaz de largarse a mitad de la noche porque algo le había sentado mal o de conjurar todos los grandes espíritus del rock and roll y regalar a sus fans una ceremonia de altos vuelos que —cito palabras de un testigo de aquellas grandes noches— te llevaban a imaginar cómo habría sido una noche con los Stones en 1971.

 

Un artista prolífico

Sus siguientes pasos fueron discutibles y algunas decisiones sobre su carrera no le han beneficiado. Ryan demostró desde sus comienzos que era un artista muy prolífico. De hecho, en aquel mismo 2001 y con su primera banda ya disuelta, se ocupó de las grabaciones de su último disco, Pneumonia, que permanecía inédito y que, de su mano, terminó saliendo al mercado en el mayo. El disco era, de largo, lo mejor que editó con ellos. En cuanto a su carrera solista, después de Gold y con todos los ojos pendientes de su siguiente movimiento trabajó en varios proyectos, sesiones que no vieron la luz, al menos como lanzamiento oficial, de las que se aprovecharon algunos cortes para Demolition (2002), algo así como un aperitivo compuesto de sobrantes, a la espera de la verdadera continuación de su segundo elepé.

Lo que sucedió a continuación ilustra bastante bien muchas de las claves que han marcado su carrera. Él llegó a su sello con Love is hell, pero sus jefes rechazaron la grabación porque consideraban que aquella oscuridad tranquila no respondía a las expectativas comerciales que habían depositado en él. Su respuesta fue entregarles Rock n’roll (2003). Si querían estribillos y rock, lo iban a tener y en grandes dosis. Ahora bien, lo que en Gold era acercarse a los clásicos, pero con su sello y personalidad dominando el cotarro, aquí eran meros ejercicios de estilo; por momentos, casi una broma. Un guiño a los Strokes por aquí, algo de rock de radiofórmula más adelante, o “So alive”, que suena a parodia de U2, por si lo anterior no había sido suficiente. Había rock and roll en aquellos surcos, pero el álbum podría haberse titulado Tu estilo me suena.

Ni Rock n’roll ni Love is hell, que se editó inicialmente como dos epés en 2004, respondieron a lo que se esperaba en los despachos. Hubo que esperar a 2005 para escuchar un digno sucesor de Gold. Aquel fue su año más prolífico: hasta tres discos editó un Adams que compatibilizaba su inspiración con una autoestima que le llevó a pensar que todo lo que escribía merecía llegar a las estanterías de las tiendas. Quizá se pasó de frenada. Es posible que hubiese bastado con Cold roses, que era un disco simplemente excelso. Jacksonville City Nights, todo hay que decirlo, era también notable, pero 29 estaba muy por debajo. Siguió grabando discos con su banda, los Cardinals, donde destacaba la figura del enorme Neal Casal. Trabajos como Easy tiger o Cardinology que dejaban testimonio de su enorme talento, pero también esa cierta sensación de que su momento para ser una gran estrella había pasado. Y tal vez fuera porque él lo quiso así. Siempre dijo —a pesar de que algunas actitudes lo puedan llegar a desmentir— que no quería ser una estrella, que esperaba que no se lo ofrecieran porque iba a decir que no. Quién sabe, igual lo que algunos hemos llamado trayectoria errática fue para él una decisión meditada.

Autor de una discografía en la que uno puede sumergirse durante horas y horas, su obra adolece de cierta irregularidad que no impide que saboreemos con mucho gusto los momentos en los que la genialidad vuelve a aparece, porque siempre hay buenas canciones en sus discos o una obra sólida y a la altura bajo el brazo. Ashes & fire es una buena muestra de lo que es capaz de hacer un hombre que en 2015 volvió a sorprendernos a muchos con la edición de 1989, cuando grabó íntegramente el disco multiplatino de Taylor Swift. Lo que salió de allí es una maravilla, le dio una nueva y mejor vida a unas canciones que algo debían tener, aunque yo no se lo viera, y que él se encargó de multiplicar.

Aquella fue su última gran obra. Prisoner (2017) no llega al notable y cuando todo estaba dispuesto para que 2019 se convirtiera en otro de sus años locos y prolíficos, como aquel lejano 2005, llegó el ostracismo. Su compañía, por todo lo que hemos contado más arriba, decidió no publicar los tres discos previstos. Se vio en la calle, sin nuevas canciones y sin giras. La única opción fue la autoedición, pero ya hemos dicho que Wednesdays y Big Colors, trabajos que palidecen ante sus grandes discos, casi no han tenido eco. Apenas hay noticias suyas y las señales que ha lanzado a través de redes sociales son alarmantes. Se define como mercancía dañada, da detalles de sus problemas y, aunque anuncia que tiene varios proyectos entre manos, incluso discos ya grabados y prestos para ser publicados, la pregunta hoy no es si Ryan va a vivir otro 2001 con el mundo pendiente de cualquier cosa que haga, sino si habrá una segunda parte de una carrera que hoy parece cancelada, quién sabe si de forma definitiva.

Anterior entrega: Is this it (2001), el controvertido y exitoso debut de los Strokes

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