Sasami quiere hacer rock de tíos

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COMBUSTIONES

«Debe saquear las influencias que le apetezcan. Tiene que expresarse en el estilo que le plaza. Y no pedir permiso a nadie»


La propuesta de la compositora Sasami parece desconcertar a unos cuantos en la industria. La naturaleza de su música, según dicen, choca frontalmente con su origen asiático, con su condición de mujer y con lo que «cabría esperar de ella». En su columna semanal, Julio Valdeón desmonta estos prejuicios, derribando barreras reales y psicológicas.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Sasami tiene nuevo disco, Squeeze. Sasami tiene 31 años. Empezó a estudiar piano con cinco. Vive en Los Ángeles. En las fotografías que le ha hecho Luisa Opalesky para el New York Times viste un corsé blanco, unas medias rojas, botas de cordones y pañuelo en la cabeza. También lleva un cuchillo jamonero y se ha pintado tres rayas negras que brotan de cada ojo como tres zarpazos. Su padre era de origen caucásico. La familia materna abandonó Corea tras la ocupación japonesa durante la II Guerra Mundial.

Squeeze bebe en el metal y combina sus inclinaciones por la confesión cantautoril con la ferocidad de unos arreglos y una distorsión directa al cuello. Hasta aquí, todo perfecto. Pero atención al titular del Times: «Sasami quería apropiarse de una música masculina y blanca. Aterrizó en el metal». Y luego: «Sasami viene de la música clásica, pero mientras estuvo aislada por el Covid estudió sobre la apropiación cultural negra y aprendió sobre asuntos como el blues y el minstrel». «Mi conclusión», dijo en una entrevista en el patio de su casa en el noreste de Los Ángeles, «fue que quería apropiarme de la música masculina blanca». Específicamente, eligió el metal. «Es un espacio tan masculino, cis y blanco», agregó, mientras bebía té en una mesa de picnic, en una brillante pero fría tarde de enero.

Total, que Sasami quería hacer rock duro; pero es chica, con ancestros asiáticos, y claro, se puso a estudiar, no fuera a meterse en un jardín vedado. Y a ustedes no sé, pero a mí me provoca una mezcla de infinita desazón y pasmo absoluto esta obsesión por la maldita identidad y este querer ceñirse a los teóricos cánones, y el preguntarse por si uno puede, o no puede, o debe, o no debe, tocar según qué cosas en función de la genitalidad con la que llegó al mundo, la pigmentación de su epidermis o etc.

Me abruma, digo, porque yo, como Martin Luther King Jr., todavía creo que el ideal democrático tiene mucho que ver con que los niños sean juzgados, no por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter. Sasami lo que tiene que hacer es tocar sin preguntarse ni un segundo si molesta, o encaja, o corresponde. Debe saquear las influencias que le apetezcan. Tiene que expresarse en el estilo que le plaza. Y no pedir permiso a nadie. Sin encomendarse a más código que el de su sacrosanto derecho a escribir, componer, cantar y bailar cómo le salga del amplificador. Con sus mejores armas y su talento al servicio de las canciones. Digan lo que digan los censores del culo ajeno, los agrimensores del estilo, los comisarios de la identidad, los guardianes de la ortodoxia, los capataces del estilo y los patrulleros del cementerio, porque de ellos será la pureza, siempre muerta, mientras las Sasami del mundo no reconocen más dioses que los del rock and roll, sin pasaportes o visados, certificados o aduanas.

Anterior entrega de Combustiones: Algo pasa con Rosalía.

 

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