In utero (1993), de Nirvana: El primer paso de un nuevo camino que no pudo ser

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TREINTA ANIVERSARIO

«El disco es el resultado de un proceso de lucha de su autor con sus demonios, una confesión de una persona que, con todo el mundo mirándole, decide mirar a su interior»

 

Tras el revuelo que causó Nevermind, Kurt Cobain y los suyos se dispusieron a dar vida a su tercer álbum. Un reto complicado al tener que superar expectativas, pero del que salió un disco redondo, aunque crudo, que traería consigo la despedida, In utero. Sobre él regresa Fernando Ballesteros.

 

Nirvana
In utero
DGC RECORDS, 1993

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Grabar la continuación de un disco que ha vendido millones de copias y que te ha convertido en el grupo más popular del planeta, y en la punta de lanza de una generación de nuevos grupos que revolucionaron la industria, tiene que ser una tarea titánica. Si encima eres Kurt Cobain y esa fama ha supuesto todo un terremoto en tu interior, si vives con la eterna dialéctica y la tensión de querer que tu grupo haga las mejores canciones y llegue a todo el mundo, pero también con la firme intención de permanecer fiel a tu férrea ética punk, entonces, la cosa se complica aún más. El caso de Kurt Cobain es así de complejo. O mucho más, porque le hemos admirado y, en la distancia, hemos tratado de comprender lo que pasaba por su cabeza. Hemos leído testimonios. Asistimos a su irrupción, nos enteramos —porque lo contó— del daño que estaban haciéndole esos demonios que no le permitían disfrutar del reconocimiento pero, en realidad, siempre nos quedará la duda de hasta qué punto entendimos lo que estaba pasando. Ahora lo pienso y reflexiono sobre ello, pero, con veinte años, mi máxima preocupación, y la de muchos fans en todo el mundo, era escuchar su nuevo material y saber si iba a estar a la altura. Así funciona este invento y esa realidad le afectaba a Kurt Cobain.

Kurt no quería ser abanderado de una etiqueta que nunca consideró suya. Huía de ser el portavoz de una generación y, tras Nevermind, se encontraba ante la  encrucijada de grabar un nuevo álbum que diera respuesta a las expectativas que había depositadas en él, pero también que le dejara satisfecho y con la sensación de que la música salía de su alma y no de las exigencias de un despacho desde el que le demandaban que volviera a repetir el éxito. Difícil papeleta.

 

El más independiente de los independientes accede a trabajar con el grupo del momento

Lo primero que hizo Cobain fue pensar en el sonido. Nevermind era un auténtico tiro. Pocos le pusieron pegas, pero a él no le gustaba. Puede parecer exagerado y hasta hace esbozar una sonrisa, pero el propio protagonista dijo en alguna ocasión que su disco más célebre se parecía más a uno de Poison, que a lo que él tenía en la cabeza cuando comenzó a grabarlo. Así se explica mejor la decisión de reclamar los servicios de Steve Albini para producir su siguiente obra.  Le gustaba lo que representaba, si hablamos de ética independiente, él era el hombre; pero más allá de gestos, lo que le había enamorado era como sonaba un álbum como Surfer rosa de los Pixies. Esa austeridad, ese sonido seco de la batería que te golpea. Ahora lo entiendo mejor, aquello era lo que demandaban las composiciones que Kurt Cobain había creado entre giras, problemas y presentaciones multitudinarias.

Pero… ¿Accedería Albini a producir al grupo del momento? En realidad no fue una decisión sencilla. Su posición frente a la industria musical siempre ha sido clara y Nirvana, en aquel momento, estaban en la cima del mainstream. También, para Steve, asumir aquel reto tuvo que venir precedido de un intenso debate interno en el que decidió poner sus condiciones. Lo primero fue comprobar que la pasión de Cobain por la música que hacía era genuina. Por eso, una vez que lo tuvo claro,  le respetó como artista, como persona y aceptó trabajar con él.

Con el propósito de evitar intromisiones de Geffen, el productor les pidió que pagasen el estudio con su propio dinero. Además, solo quiso cobrar una tarifa por su trabajo —cien mil dólares— renunciando a un porcentaje de las ventas, algo que él considera un insulto al artista y una forma de proceder de la que nunca se ha apeado. Kurt admiraba el trabajo de Albini, eso está claro, pero también le veía como un ejemplo de integridad al que acercarse, un referente que jugaba con sus reglas; algo que, a estas alturas, para él era una quimera.

Los tres miembros de Nirvana junto a Steve y al técnico Bob Weston se metieron de lleno en el trabajo en el estudio. Y las cosas fueron bien aquellas dos semanas pero, una vez entregado el resultado, surgieron los contratiempos. El sello lo rechazó porque no lo consideraba suficientemente radiable y no se les ocurrió otra cosa que proponer regrabarlo. El grupo rechazó esa posibilidad. Viendo que no les iban a poder convencer, la siguiente propuesta de la discográfica fue mejorar la mezcla. Albini se opuso porque había un acuerdo previo para no tocar las grabaciones pero, finalmente, Scott Litt y Andy Vallace se ocuparon de ese trabajo. En mayo, todo estaba finalizado. Aún así, hubo que esperar varios meses hasta que, en septiembre, el disco llegó a las tiendas.

 

Doce canciones y un grito creativo y crudo

El resultado era soberbio. Si la intención era alejarse de hacer una segunda parte de Nevermind, objetivo cumplido. Buena parte de las bases se grabaron en directo en el estudio. Nada de encajar las partes de cada tema, aquellas piezas viscerales pedían espontaneidad y es lo que tuvieron. Y crudeza, mucha crudeza, porque In utero tenía melodías que iban a sonar en la radio, por supuesto, aquel material no mordía tanto como se temieron los responsables de Geffen en un primer momento, pero tampoco era de digestión fácil y rápida. El disco era el resultado de un proceso de lucha de su autor con sus demonios, una confesión de una persona que, con todo el mundo mirándole, tiene serias dificultades para comunicarse con él y decide mirar a su interior.

Brillante y furioso, In utero fue recibido con alabanzas por la crítica, aunque estaba claro que no iba a reeditar el éxito de ventas de su predecesor.  El disco —duele decirlo teniendo en cuenta lo que terminó sucediendo— era el comienzo de un nuevo camino para la banda. Y eso es algo que queda claro desde que empieza a sonar “Serve the servants”, su melodía es digna de su autor, el mejor creador de canciones de su generación, pero el envoltorio es… Bueno,  en realidad, no tiene, llega desnuda, directa al oyente, como si estuvieses escuchando a un grupo talentoso que empieza y está tocando en su local de ensayo.

“Scentless apprentice” tiene un riff demoledor y Kurt se deja el alma en una interpretación en la que rompe su voz definitivamente, este experimento cercano al noise no iba a estar entre  los singles que se les pedía y a buen seguro que erizó el bello a los responsables de Geffen cuando tuvieron acceso a ella. Para su tranquilidad, “Heart-shaped box” sonaba mucho más pulida. “Rape me” les ocasionó más de un quebradero de cabeza con la censura y es directa. En una obra que bien podríamos llamar rupturista como esta, se trata de uno de los vínculos más claros con el disco que les dio la fama. Aparte de eso, es brillante y juega en su letra con los mensajes que pueden tener varias lecturas. Una de ellas, que Kurt estuviera hablando de su situación en la industria y de cómo llevaba sintiéndose desde hacía ya un tiempo.

Si tenemos que tirar de calificativos para hablar del resultado global de un disco que, ante todo, huye de lo lineal, ruidoso puede ser una buena elección. En ese epígrafe quedarían encuadradas canciones como “Tourette’s”, “Milk it” o “Radio friendly unit shifter”, edificadas sobre riffs pesados y desgarro repetitivo, la clase de canción en la que Cobain se desmarca de ese don que tenía para crear melodías pegadizas y se sumerge en la experimentación, con Krist Novoselic y Dave Grohl ejerciendo de poderosa y engrasada base rítmica, y dotando al conjunto de una energía espectacular.

Pero en el tercer disco de Nirvana también estaban “All apologies” y “Pennyroyal tea”, que se encuentran, sin duda, entre lo más rabiosamente melódico y brillante que escribió Kurt en su carrera. O “Dumb”, una de esas canciones que le enseñaría a alguien que solo dispusiese de tres minutos para conocer lo que hacían Nirvana.

Me cuesta más detenerme en los temas de In utero que en los de otros discos, es posible que se deba a que esta es una obra que responde a un propósito muy determinado. Hay un concepto desde el primer segundo, hasta el último, que va mucho más allá del sonido de cada canción. Y te llega, o no; conectas con él, o no lo haces. Lo que aquí se escucha demanda entrega y visceralidad también al otro lado del equipo de sonido. Sucedió en 1993 cuando fue editado y sigue ocurriendo ahora que cumple treinta años. Quizá, por eso, el tercero de Nirvana ha terminado ganando la batalla del tiempo y en ese juego de fan que es elegir su mejor disco, hoy, me quedo con este. De acuerdo, las canciones de Nevermind eran grandiosas, pero la sensación de que Kurt terminó haciendo algo que se debía parecer bastante a lo que había pensado, por encima de todos los obstáculos que tuvo que sortear, es muy poderosa y termina desequilibrando la balanza a su favor.

Tras escucharlo otra vez, sobrevuela una pregunta: ¿Qué habría sido de Kurt Cobain? Y, sobre todo: ¿Qué música estaría haciendo hoy?. En ocasiones me he detenido a pensar en ello y he llegado a imaginar una carrera. Pero era solamente un juego y a nadie le interesa. Si tienen curiosidad, pueden hacer también la prueba.

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