Elvis, ladrón de tumbas

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COMBUSTIONES

 


“El arte y las ideas nacen de un caldo borboteante, turbio y complejo. Niegan la limpieza de sangre”

 

Julio Valdeón reacciona a la polémica levantada por la obra “Slav”, de Robert Lepage, que ha provocado una ola de protestas por contar con una nómina de artistas blancos basándose en cantos de esclavos estadounidenses.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

“Slav”, dirigido por Robert Lepage, ha durado apenas dos noches en el Festival Internacional de Jazz de Montreal. Las protestas fueron inasumibles por la dirección. “Nos gustaría pedir disculpas a quienes resultaron heridos”, reza el comunicado con el que tratan de enfriar los ánimos. El pecado de “Slav” consistió en tratar la esclavitud, y por extensión interpretar canciones tomadas del folklore afroamericano, con un elenco de actores mayoritariamente blancos. Desencadenado, el torbellino de los ofendidos, la furia de los injuriados, trituró la reputación de la obra y dejó al elenco colgado de una producción que ya había despachado miles de entradas.

Reconozco que contemplar a unos actores blancos haciéndose pasar por negros recuerda demasiado a los nauseabundos espectáculos de minstrel. Aquellas comedias del siglo XIX y principios del XX que recorrían los pueblos de EE.UU. y protagonizadas por actores de origen caucásico con la cara pintada de negro. Curiosamente el minstrel tampoco gustaba a los partidarios de la esclavitud: temían que popularizase la música y costumbres de los negros. Con semejante historia, bien condimentada de Jim Crow, linchamientos y KKK, parece naturalísimo el cabreo…

Hasta que alguien nombra el bicho de la apropiación cultural. O sea, la asimilación de los códigos estéticos y artísticos de una minoría más o menos oprimida por parte del sector socialmente dominante. Que en “Slav”, un suponer, los hijos de italianos o serbios canten blues. Tratándose de EFE EME y por circunscribirnos a la música, solo decir que sin la denominada apropiación cultural Elvis Presley, y Sam Phillips detrás, no habrían existido. Tampoco Bob Dylan, que resuelve dedicarse al oficio impulsado por la influencia conjunta de Woody Guthrie y las grabaciones de campo de Harry Smith, la seminal “Anthology of american folk music” que combinaba sin prejuicios tomas de Blind Lemon Jefferson, la Carter Family, Charley Patton, Uncle Dave Macony, etc. Qué decir del jazz, que nace en Nueva Orleans de la combinación de patrones importados de la región de Senegambia y Cuba (la habanera, sin ir más lejos), más la influencia de la música italiana, de las bandas militares, de los espirituales negros, etc. ¿Soul? Un popurrí parido a medias por vocalistas negros, instrumentistas negros y blancos, compositores negros y blancos, etc.

Presuponer que el arte debe de tratarse con la veneración debida a un ídolo religioso, sostener que todo mestizaje implica una relación parasitaria, exigir balances, disculpas y cuentas de resultados en cuanto alguien toma prestada una idea para cocinar otra, conduce a un empobrecimiento parafascista. Un entorno fabuloso para quienes, faltos de otros talentos, dedican sus días a la gestión de menoscabos y la denuncia de ofensas. Devastador, letal, para cualquier sociedad que aspire a desterrar los espantosos fantasmas de la pureza racial y cultural. Quien todavía crea que Elvis fue un ladrón de tumbas, y sobre todo un caradura que aprovechó en su beneficio la creatividad de los humillados, o no entiende nada o es un cínico con vocación censora. El arte y las ideas nacen de un caldo borboteante, turbio y complejo. Niegan la limpieza de sangre. Reivindican el bendito mestizaje. La cópula y el cruce. Son hijos de mil leches. Y enemigos declarados, feroces, mortales, de los guardianes de las esencias, los custodios de la alianza y los guardeses del cementerio.

 

 

Anterior entrega de Combustiones: La impostura de Prince.

 

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