Alexandre Lacaze: In memoriam

Autor:

«Aprendió a modular su voz en algún punto entre la pasión temprana por Silvio Rodríguez y el inevitable Grace de Jeff Buckley»

 

Hace unos días murió Alexandre Lacaze, alma mater de L’Avalanche, un nombre que tomó prestado a Leonard Cohen. Enrique Campos, muy próximo al artista, no deja que nos vayamos sin saber quién fue, ni por qué debemos recordarle.

 

Texto: ENRIQUE CAMPOS.
Foto: CAROLINA VILLA.

 

«Había coches amarillos, también ambulancias. Y mis rodillas se doblaban en el interior de mi caracola. Había ascensores que me llevaban a los terceros; yo prefiero las escaleras subiendo al mar». (“Coquillage”, A. Lacaze)

 

He empezado este artículo no menos de diez veces. Y no menos de diez veces he tachado todo lo escrito con cierta violencia, como si apuñalara el cuaderno. Otra bola de papel más encima de la mesa. Si hiciera una foto del escritorio podría titularla: «Todo lo que no he venido a decirle a Álex». También «No es momento para la literatura». Luego he pensado que la literatura, los poemas, las canciones, eran una extensión más de la persona de Álex. De mi primo. De mi primo «por elección, no por imposición», como siempre me decía. Entonces me he calmado. No pasa nada por elegir cuidadosamente las palabras, por decorar los sentimientos, los recuerdos, las conversaciones, siempre que la honestidad no se precipite por los bordes de la hoja a medida que las líneas se suceden. Así que…

Alexandre Lacaze era transparente, era honesto hasta hacerse daño. A su lado uno siempre se sentía guarecido de la mentira, de la avaricia, de los juicios implacables y los rumores asesinos; Álex era la hoguera en noche cerrada que mantiene a los lobos a distancia, aunque nunca olvidaras (nunca olvidáramos) que los lobos estaban ahí afuera, acechando. Así era también su música, un refugio para todo el que quisiera entrar y sobre todo para él mismo. Le nacía en francés por herencia materna pero los afluentes no cesaban; de allí, de Francia, llegaban ecos de la nouvelle vague y llenó sus versos con ese romanticismo a veces trágico de todas las películas que una vez amó; aprendió a modular su voz en algún punto entre la pasión temprana por Silvio Rodríguez y el inevitable Grace de Jeff Buckley, te acariciaba o te desgarraba (a veces te acariciaba y desgarraba al mismo tiempo); a Leonard Cohen le tomó prestada una declaración de intenciones, L’Avalanche, el nombre de su grupo. Porque al fin y al cabo su voz, o la furia de la Rickenbacker, o los hermosos matices de hombre orquesta que flotaban alrededor de las canciones en su última etapa, ya en solitario, eran solo variables, herramientas útiles que manejaba con mimo artesano. Pero la poesía no se negociaba. Tampoco la elegancia. Siempre en el extremo opuesto a la vulgaridad.

Le gustaba cantarle al mar, escribirle al mar. Al mer, que en francés es tan parecido a la mère. Era frente a la inmensidad azul verdoso que le vio nacer y crecer donde quizá cobraban más sentido esas otra inmensidades, las de su sensibilidad y su amor por la tierra que pisaba, por la(s) gente(s) que conocía; donde todo aquello que le agredía de este mundo perdía fuerza y el Dios en el que creía se revelaba gigantesco, inabarcable, misterioso. Como debería ser un dios. Las olas, el salitre, la humedad reconfortante de una noche de verano en el paseo marítimo; creo que es lo que más echaba de menos de Málaga desde que su barco fondeara en Mérida hace más de diez años. Aquí, en el sur, se dejó algunas raíces, pero fue en Extremadura donde nació la pequeña Alice, la raíz más robusta de todas, y donde un día se encontró con Mercedes, su compañera, su igual.

No era difícil llegar a conocer a Álex si uno se acercaba en son de paz y con las manos blancas; pero bastaba una conversación con cualquiera de los que estaban más cerca de su órbita para saber cómo era él. Su hija, su amor, sus amigas y amigos. Creo no exagerar si digo que hablábamos un idioma común, independientemente de dónde hubieran acabado recalando nuestros respectivos barcos. Una tribu al margen de la tribu. Una tribu que se sabe al margen de la tribu, de manera irreversible.

Que la enfermedad se empeñaba en llevárselo demasiado pronto es lo más parecido a un tópico que se escapará de mis dedos en estas líneas. Pero es lo que siento. Es lo que sentía él, lo que siente Mercedes, lo que siente Marta, su madre, y lo que algún día sentirá y entenderá Alice. Demasiadas canciones por escribir y por cantar, demasiados sitios por visitar, demasiadas conversaciones que nunca terminaron, demasiados planes que (me gustaría creer que «por ahora») no van a ser. Sobre todo, y disculpadme si esto es puro egoísmo, queda esta dolorosa sensación de haber perdido de vista a quien tanto me quiso y tan bien me entendió, a menudo sin necesidad de palabras. Vosotros, los que no lo conocisteis, los que aún no lo conocéis, tenéis sus canciones, todo lo que dejó escrito y cantado en Les fantômes des marins (L’Avalanche) o Les recifs de l’espoir. Cuando haya sonado el último acorde de la última canción os garantizo que sabréis más de él que de la mayoría de gente a la que creéis conocer. Ya lo he dicho antes; era transparente. Hoy sus canciones me ayudan a llorarle y de alguna manera llorarle me da paz. No hay otra alternativa. Llorar, la tristeza, la herida sangrante en el pecho son lo único sensato en un mundo sin Álex. Sin mi primo. Sin mi primo «por elección». Sin mi hermano. Llorarle y quererle… hasta el más puro final y no antes. Porque sembró semillas en todos nosotros, porque sigue en todos nosotros. ¿Y qué otra cosa, decidme, puede hacer un hombre sino dejar semillas a su paso? Todo lo demás se perderá, se olvidará, probablemente en el abrazo infinito del océano.

P.D. Al hablar de Álex no puedo (no debo) dejar de mencionar a Julio Ruiz, por haberle querido y haberle admirado, y a Laura y a Tristán, por haberme acompañado en esos dos viajes que nunca habría querido hacer. También a Efe Eme, por entender que al menos durante mil palabras la música sería solo una coartada.

Artículos relacionados