“Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno”, de Bob Stanley

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“El escritor posee erudición y criterio, aunque no estemos de acuerdo decide con argumentos claros lo que procede y lo que no: Santana o Bee Gees varios”

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Bob Stanley
“Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno”
TURNER

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

Sentía enorme curiosidad por observar cómo trataba Bob Stanley la historia del pop en el enésimo volumen que la contempla. Stanley, aparte de sagaz periodista musical, es teclista de la banda Saint Etienne, de impecable carrera y brillantes canciones, así que su visión por fuerza debía abarcar escenas que no recrea la crítica al uso. Entendámonos: los manuales sobre música popular suelen atender a veleidades rockeras, lo reseñable siempre tiene un epicentro guitarrero y se suele atender más a los dedos que a las ideas; escuchar cualquier canción de Stanley como músico auguraba que su paleta de colores iba a dibujar más zonas. Y vaya si es así. Busquen cualquier obra similar donde se mencione a The James Boys o Honeybus –olvidados absolutamente– o a Beyoncé –el enemigo– o al “sunshine pop” –¿qué es eso?– y a ver si la encuentran. Prueba conseguida, pues: el escritor posee erudición y criterio, aunque no estemos de acuerdo decide con argumentos claros lo que procede y lo que no: Santana o Bee Gees –varios capítulos y menciones–.

No se trata, no obstante, de una obra que defienda el pop como única salida válida. Es cierto que potencia el componente sentimental y la orfebrería, frente a la virilidad y la actitud displicente, pero puede perfectamente elogiar a Lovin’ Spoonful y cargarse casi de un plumazo toda la new wave. No vienen de aquí las ausencias sino de la falta de atención a lo que otras culturas supusieron en el pop, hay recuerdos al pop francés de los sesenta y visiones muy profundas de las grabaciones jamaicanas, pero Fela Kuti no existe, ni una mención a las influencias latinas –Richie Valens, Mink de Ville o Los Lobos, miren si lo tenía fácil– y quizás el pop japonés, mimético pero efervescente, hubiera merecido una mención.

Se le perdona, por las enormes virtudes que posee el texto: la primera, prestar una atención necesaria y subjetiva a las canciones. Decenas y decenas se van engarzando, se relacionan, se influencian y se les saca el jugo para ver cómo pueden crear tantas sensaciones. No olvidemos que el pop es ni más ni menos que canciones, todo lo demás resulta secundario. La segunda, un estilo ameno, sin prepotencia, con las dosis justas de ironía, excepto cuando aborda los últimos géneros: el grunge y lo que se conoce ahora por rhythm and blues, en que el texto se carga de información encajada en cada palabra y se revela un tanto farragoso.

Muy al contrario, los primeros capítulos son absolutamente esponjosos, el nacimiento del rock and roll se explica con claridad, y se ofrece el primer mensaje en contra de los dogmas: el estilo no puede tomarse como algo estancado ni como una cuadrícula, todo ello supondría desvirtuarlo. A partir de aquí, todo lo que supusieron los sesenta. Aparece así el bajón del principio de la década, la infravalorada figura de Del Shannon, Meek y Spector, Stax y Atlantic, recopilaciones como “Nuggets” o coleccionistas de “deep soul”, la psicodelia y el descubrimiento del negocio de los conciertos y la carnalidad del ‘Sugar sugar’. Todo. No es minucioso –claro está, no hay espacio, a pesar de disponer de más de setecientas páginas–, sino que se centra en estampas y momentos destacados; observen, los dos últimos párrafos del capítulo dedicado a los Beatles revelan mucho más que una sesuda monografía.

Llegan los setenta con dos puntales de inicio: Jamaica y Sly Stone, y de inmediato se toman medidas a Bolan, Bowie y el resto del glam. La mirada a Roxy Music es conmiserativa: lo que vale es la diversión. Por supuesto a Steve Harley ni lo menciona. Pasamos a Norteamérica y a una de las ciudades que destaca: Philadelphia y la feliz conjunción de una urbe y unos experimentos “prueba-error”; un chaval llamado Michael Jackson miraba todo con ojos abiertos. Asistimos por estos años al día en que nació el punk gracias a que Queen habían ido a hacer compras navideñas y a como los Sex Pistols hicieron un concierto para niños. Y a la irrupción de la música disco, la otra revolución de la década.

Tras ello, la música deja de ser un idioma universal, la industria ofrece un producto a las masas y los seguidores entendidos escogen rebuscar por ellos mismos, de aquí salen los patrones indies y las pequeñas escenas como el hip-hop y el house que desde una breve célula arrasan con todo, hasta llegar –pasando por el electro en todas sus vertientes–, al grunge como última conjunción de mayorías y minorías, que paradójicamente representa el fin de todo el proceso que se había iniciado en los 50.

Hay mucho más, por supuesto, aunque no lo parezca he intentado ser sucinto, pero no tengan miedo, está todo muy ordenadito y les servirá para siempre de consulta. Y sobre todo, va a ser una compra que les va a cundir: uno tiene la imperiosa necesidad según lee de escuchar cada una de esas canciones a las que Stanley pone en valor y que ya nadie recuerda, y hay cientos; así que con un buen buscador, les va a dar para meses y meses de diversión.

 

 

Anterior crítica de libros: “Van Morrison: Toma interior”.

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