New York Land (10): 50 años sin entender a Bob Dylan

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«Dylan solo ejerció tres años como evidente bastión de la canción protesta. Con numerosos y esclarecedores matices que darían para otro artículo. En concreto durante dos discos. Luego vinieron otros treinta. Que medio siglo después insistan en esa su primerísima encarnación puede explicarse por el apabullante impacto de una obra que en el 63 había dejado un chaparrón de clásicos»

La gira de Bob Dylan por China ha traído un mar de titulares a propósito de las canciones que no ha cantado… Sin embargo, Julio Valdeón Blanco va un poco más allá y nos hace ver qué canta y qué no canta Dylan habitualmente, cuánto duró su periodo «protesta» y a qué años se corresponde. Las cosas no son como nos quieren hacer creer.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

Leo y suspiro. Ay, la ingente cantidad de bobadas escritas tras los conciertos ofrecidos por Bob Dylan en China y Vietnam. Los guardianes del cementerio lo acusan de obviar dos de sus canciones protesta, ‘The times they are a-changin» y ‘Blowin’ in the wind’, de permitir que el gobierno chino censure su repertorio, de deshonrar la memoria de un cancionero, dicen sin rubor, escrito durante la guerra de Vietnam (¡!). No parece fácil amontonar tanta palabrería. Necesitas desconocer las coordenadas básicas de un creador fundamental. Nuestros intelectuales, autoridades académicas, etc., consideran las artes nacidas y/o consolidadas en el XX, cine, música rock, etc., acordes menores frente a los entrañables gigantes, ya saben, literatura, pintura, escultura, etc. Simpáticas curiosidades que nunca merecerán reseña fuera del tópico ni mucho menos hueco curricular. Lo presupones, melancólico, en España, donde apenas cuatro vindican a gente tan valiosa como Lone Star, Los Brincos, Burning, la Banda Trapera del Río o Vainica Doble, donde José Ignacio Lapido se ve obligado a recurrir a la autoedición y Julio Iglesias pasa por ser la versión castiza de Frank Sinatra, redimido incluso en libros con pretensión canónica, y claro, no. Asunto distinto es que una columnista estadounidense, con el bagaje musical que les intuyes, diga Bob-Dylan-debería-de-seguir-con-la-canción-protesta. Relacionada-con-Vietnam. Que lo diga y siga, tachín, tachán, taaan ancha.

Veamos. ¿Qué pasma más? ¿La desfachatez de Maureen Dowd, del «New York Times», cuya pieza, ‘Blowin’ in the idiot wind’ merece quedar como prototipo de inteligencia sodomizada? ¿O acaso la sonrojante declaración de una Sophie Richardson, de Human Rights Watch, al largar: «Imaginen que el Tea Party en Idaho le dijera no puedes tocar esto»?

Dowd cuestiona que Bob, en solidaridad con el artista chino encarcelado, Ai Weiwei, «no cantó ‘Hurricane’, su canción sobre ‘el hombre al que las autoridades acusaron de algo que no había cometido'». Conviene hacer los deberes. Ese engorroso trámite permitiría confirmar que Dylan no canta ‘Hurricane’ desde el 25 de enero de 1976. Tampoco resulta obligatorio que ‘Blowin’ in the wind’ o ‘The times’ luzcan en el repertorio. En 2010 ofreció casi un centenar de conciertos. Cantó ‘Blowin’ en diez ocasiones. ‘The times’ en una. Otras temporadas, ni siquiera: ‘Blowin’ no apareció en las giras de 2006, 2005, 1997, 1995, etc.

La relación con estas y otras canciones del principio de su carrera se antoja, cuando menos, ambigua. Hay otras más complejas, sabias, elegantes, perfectas, sorprendentes, sombrías y/o felinas, pero tampoco es cuestión de desairar por sistema al público menos dedicado, ese que que reclama letras para recitar pesebre durante los recitales. Recuerden que en 1971, con motivo del concierto por Bangladesh, su organizador, George Harrison, hizo todo lo posible para contratarle. Una vez confirmado le pasó una lista con algunas canciones que le gustaría escuchar. Entre otras, ‘Blowin’. Bob respondió preguntando qué le parecería si en circunstancias afines él le solicitara ‘She loves you’ o ‘I want to hold your hand’.

En el primer volumen de sus memorias, «Crónicas. Volumen 1», publicado en 2004, Dylan escribía que, a finales de los sesenta, «los acontecimientos del momento, toda aquella mascarada cultural, me estaban aprisionando el alma (…) Las calles en llamas, un hervidero de ira y fuego. Las comunas contestatarias, las mentiras estridentes: el amor libre, el movimiento por un sistema sin dinero, todo el tinglado (…) Años atrás, Ronnie Gilbert, miembro de los Weavers, me había presentado en el Festival de Folk de Newport diciendo: ‘Y aquí lo tenemos… Tomadlo, ya lo conocéis, es todo vuestro’. En ese entonces pasé por alto el siniestro presagio que entrañaban esas palabras. Elvis nunca había sido presentado de ese modo. ‘Tomadlo, ¡es todo vuestro!’ ¡Menuda idiotez! A la mierda. Por lo que yo sé, no pertenecía a nadie entonces ni pertenezco a nadie ahora (…) los moscones de la prensa seguían proclamándome el portavoz, el defensor e incluso la conciencia de una generación. Qué divertido».

Los moscones de la prensa, medio siglo más tarde, siguen sin enterarse.

Nunca compuso sus canciones, digamos, protesta, coincidiendo con la guerra del Vietnam. En todo caso con la Crisis de los Misiles, el asesinato de JFK o la lucha por los Derechos Civiles. No puede culpársele de que dichas tonadas alcanzaran categoría icónica cuando su hacedor ya estaba en otra cosa. ¿Vietnam? Bueno, en febrero del 64 escribe ‘Chimes of freedom’. Once días más tarde, ‘Mr. tambourine man’, poemas de imaginario surrealista, épicos pero también crípticos, que lo alejaban por completo y para siempre de la temática y estilo del 63, cuando parecía especializado en disparar apoteósicas diatribas (‘Masters of war’, ‘Only a pawn in their game’, ‘With God on our side’, ‘When the ships comes in’, ‘The times they’re a-changin»), si bien incluso entonces ya cultivaba prolijo su faceta intimista (‘Girl of the north country’, ‘Boots of spanish leader’, ‘One to many mornings’ o ‘Restless farewell’).

En el 64, parafraseando a su biógrafo Clinton Heylin, había abandonado cualquier veleidad reivindicativa. Cuando tiene lugar el «Incidente del Golfo de Tonkin», el 2 de agosto de 1964, o sea, cuando se supone que arranca la guerra en Vietnam, la producción dylanita se dividía (de nuevo Heylin) entre «canciones de amor no correspondido (‘Mama you’ve been on my mind’), paranoia (‘Ballad in plain D’) y lamentos por la intimidad perdida (‘To Ramona’)». Entre 1965 y 1966, mientras la guerra ruge creciente, el bardo ejecutará su lisérgico maratón rumbo a la gloria. Dieciocho meses de puro asombro donde salta del folk a la guitarra eléctrica. Encadena tres obras maestras («Bringing it all back home», «Highway 61 revisited» y «Blonde blonde»). Escandaliza al muy concienciado público del Festival de Folk Newport armado con una Fender Stratocaster y aullando ‘Like a rolling stone’. Propulsado por el consumo de estupefacientes y la incandescencia de un cerebro que avanza a velocidad suicida cambia para siempre la fisionomía, arquitectura y ambiciones del rock. Imposible comprender, incluso imaginar, la aparición de «Revolver» o «Pet sounds», Beatles o Beach Boys, sin el precedente de un fulano que ejercía como indiscutido líder, repitan conmigo queridos columnistas, artístico/artístico/artístico.

Las únicas dos excepciones al distanciamiento político de Bob Dylan serán ‘George Jackson’ (single de 1971 dedicado al líder de los Panteras Negras, incorporado en 1978 a un recopilatorio publicado en Japón y Australia) y ‘Hurricane’.

En 1967, mientras San Francisco se prepara para explotar en viajes celestes, con la psicodelia en ciernes y los grandes grupos encerrados en los estudios, empeñados en demostrar quién fabrica el disco más alambicado, barroco o pedante, Dylan, siempre a la contra, había abandonado a Rimbaud. En el pueblo de West Saugerties, en los bosques de Woodstock, exploraba el cancionero tradicional norteamericano, ecos de la Carter Family, Jimmy Rodgers y John Lee Hooker. Compuso también muchas de sus canciones más celebradas (‘Tears of rage’, ‘This wheel’s on fire’, ‘I shall be released’) y enigmáticas (la bellísima ‘I’m not there’, la semi-improvisada ‘Sign of the cross’, todavía inédita). El énfasis por lo espartano lo llevaría a forjar las metálicas tonadas de ambiente bíblico de «John Wesley Harding» y al country de «Nashville skyline».

«Hatajos de gorriones peregrinaban desde California. Tontos del culo irrumpían en casa a todas horas de la noche (…) radicales sin escrúpulos en busca del Príncipe de la Protesta (…) Joan Baez grabó una canción protesta sobre mí que las emisoras radiaban profusamente y que me exhortaba a lanzarme: a salir y tomar las riendas, liderar las masas, convertirme en activista, capitanear la cruzada. (…) Me acribillaban a preguntas, y yo no dejaba de repetir que no era el portavoz de nada ni de nadie, solo un músico. Me miraban a los ojos como intentando averiguar si había consumido whisky o anfetaminas. No tengo la menor idea de qué pensaban. Poco después, aparecía un artículo con el titular: ‘Portavoz niega su papel de portavoz’. Me sentía como un trozo de carne que hubieran echado a los perros (…) La contracultura, fuera lo que fuese, ya me tenía harto. Me ponía enfermo el modo en que subvertían mis letras y extrapolaban su significado a conflictos interesados, así como el hecho de que me hubieran proclamado el Gran Buda de la Revuelta, El Sumo Sacerdote de la Protesta, Zar de la Disidencia, Duque de la Desobediencia, Líder de los Gorrones, Káiser de la Apostasía, Arzobispo de la Anarquía, el Pez Gordo. ¿De qué demonios hablaban? (…) Tiempo después me endilgaron títulos anacrónicos diversos, menos comprometedores, aunque aparentemente más solemnes: leyenda, icono, enigma (…) cosas, así, pero no me molestaba. Eran calificativos anodinos e inocuos, trillados, fáciles de manejar. Profeta, mesías, salvador… esos son más duros».

Hay quien confunde a Dylan con una suerte de Che Guevara con guitarra.

Qué triste, qué cutre, qué miopía la de quienes, incapaces de emocionarse, inmunes eunucos a las exploraciones de Shakespeare por los confines del corazón humano, solicitan al bardo méritos ajenos a la dramaturgia. La influencia política y sociocultural de Dylan, siempre lejos del subrayado electoral, no pueden, no logran entenderla. Tampoco aprecian, valiente pijada, que haya compuesto más de seiscientas canciones. Que hermanara a Hank Williams con Eliot. Que explorase el blues sin escafandra. Que enseñara al folk a buscar materiales en lo contemporáneo. Que dislocara los géneros clásicos para forzar su evolución al tiempo que expandía su campo de batalla. Que fuera bohemio y juglar. Cronista del alma y arrabales. Predicador. Poeta. Rockero y bailarín. Hijo o hermano de Dante, Twain, Louis Armstrong, Picasso, Lorca, Charley Patton, Miles Davis o Kurosawa.

No cantó ‘Blowin’ in the wind’, grita consternada Dowd.

Sin enterarse de que el telediario de la principal cadena de noticias china, la CCTV, dedicaba el pasado 6 de abril un reportaje de diez minutos, en horario de máxima audiencia, a la visita del músico. Sin añadir que en dicho reportaje, a partir de los 23 segundos, sonaba gloriosa la canción de su amargura.

Bob Dylan solo ejerció tres años como evidente bastión de la canción protesta. Con numerosos y esclarecedores matices que darían para otro artículo. En concreto durante dos discos, «The freewheelin Bob Dylan» (1962) y «The times they are a-changin'» (1963). Luego vinieron otros treinta. Que medio siglo después insistan en esa su primerísima encarnación puede explicarse por el apabullante impacto de una obra que en el 63 había dejado un chaparrón de clásicos (a los citados al final del segundo párrafo añadan ‘A hard rain’s a-gonna fall’, ‘Paths of glory’, ‘Lonesome death of Hattie Carroll’, ‘One to many mornings’, ‘Don’t think twice it’s all right’, etc.), pero que todavía engendraría otros muchos, caso de la trilogía eléctrica compuesta por «Bringing» y «Highway en el 65» y «Blonde on blonde» en el 66. «John Wesley Harding» en el 67. «Blood on the tracks» en el 74. La producción gospel de finales de lo setenta. El increíble ciclo de canciones paridas, aunque en demasiados casos decartadas, durante la gestación de «Shot of love» e «Infidels». «Time out of mind» en 1997. O «Love and theft». Fulgurantes inmersiones en la imaginería blues. Homenajes a los espirituales negros. Toques de Chéjov. Aportaciones del folklore irlandés. Herencias y/o guiños a Chaplin, Robert Johnson o Baudelaire. Invocaciones al Señor. Vaudeville, rock and roll, boogie-boogie, bluegrass y rockabilly. Tradicionales de los Apalaches recogidos por A.P. Carter. Historias de la Guerra de Secesión. Guiños a Woody Guthrie, El Rey Lear, Fats Domino, San Agustín, Henry Hathaway, Tennesse Williams o Big Joe Turner. Disociación de estilos o clasicismo cubista. Espectral y exuberante expresionismo a cuenta de unos géneros tradicionales que a ratos homenajeaba y en ocasiones se complacía en reventar. Digan fidelidad a una trayectoria resumida en ‘Mississippi’: «Mi barco está hecho trizas y se hunde por momentos / Me estoy ahogando en veneno, no tengo futuro ni pasado / Pero mi corazón no está cansado, es libre y es liviano / Solo siento afecto por los que navegaron conmigo».

Que sea un rebelde, que viaje a su aire, no significa que sea un mesías político. Como escribió Javier Ortiz, «Su inconformismo, el de entonces y el de ahora, le ha llevado siempre a rebelarse, primera y principalmente, contra los intentos de etiquetarlo, de encasillarlo, de hacerlo predecible».

Por cierto, en Beijin, antes de los bises, sonó ‘Ballad of a thin man’.  Quizá sea pedir demasiado a Dowd y cía. qué comprendan algo, ¿verdad, Mister Jones?

Anterior entrega de New York Land: Neko Case, paseando entre lobos.

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