Malaherba, de Manuel Jabois

Autor:

LIBROS

«Es ampuloso, sin ser grandilocuente ni sentimentaloide; divertido, sin resultar chistoso; y sorpresivo, sin ser aparente»

 

Manuel Jabois
Malaherba
Alfaguara, 2019

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Manuel Jabois es un titán a la hora de meter su pluma en la prosa, en la narración, y tiene una varita mágica con la que la envuelve de un halo dorado. Es ampuloso, sin ser grandilocuente ni sentimentaloide; divertido, sin resultar chistoso; y sorpresivo, sin ser aparente. Hace que esta varita desvele el adjetivo feliz, el que nunca imaginaríamos ahí, pero queda de perlas. Y sus historias —de extensión siempre perfecta para lo que quiere contar— tienen ese regusto a realidad sin adoptar un tono realista. Esto lo ha demostrado hasta ahora en sus crónicas periodísticas —para el que esto reseña, ya está entre esos reporteros de raza de nuestras cabeceras— y en algún libro de tono autobiográfico como Manu, divertido recorrido por su experiencia de padre.

Hasta este Malaherba no había probado la ficción en castellano, así que había curiosidad por ver cómo se manejaba en distancias más largas. Y algo de fuelle pierde, no es lo mismo el hectómetro que los diez mil metros a los que se le han metido vallas. Pero aun así, se calza algún sprint de Juegos Olímpicos, alguna página de belleza extraña. En principio, la voz narrativa la asume un niño que relata hechos que ocurrieron cinco años atrás; dificultad añadida, pero que Jabois resuelve con solvencia al dar al estilo un aire de novela juvenil en que asienta perfectamente.

A partir de este estilo y del desvanecimiento del padre, al que asisten él y su hermana Rebe, se va desgranando un repertorio de todo lo que en los umbrales de la adolescencia va preparándose para encajar: la identidad sexual, la muerte, la violencia, la relación con los padres… A ello deberá enfrentarse el protagonista y sus compañeros, sin guías de viaje, porque los adultos o son lejanos o están descolocados y hacen cosas sin sentido.

No mejoran las cosas en el colegio —junto a la casa, el otro gran espacio de la novela—, pintado de forma muy acertada, tal como son, con sus pequeñas crueldades, su falta de ternura, sus grupúsculos en los que todos buscan ser alfa… Todo dominado por la mítica presencia de Malaherba, un díscolo y violento adolescente que se esconde en las brumas de la leyenda. Con todo, las escenas de clase tienen ese encanto chispeante de El pequeño Nicolás de Sempé, pasado aquí por un tamiz deformante.

Unos niños, al fin y al cabo, que van a tener que enfrentarse a todos los ritos de paso, que comentan descaradamente cada cosa que hacen y que, entre el temor y la expectación, saben que van a ser echados a patadas de la infancia.

Anterior crítica de libros: Woodstock live, de Julien Bitoun.

 

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