Love and theft (2001), de Bob Dylan

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20 ANIVERSARIO

«Dylan se mueve por todos los rincones de la tradición americana, su maestría para pasearse por lo más destacado de la música popular, está al alcance de muy pocos».

 

Tras unos años duros y el alto listón que dejó Time out of mind en 1997, Bob Dylan inauguraba el nuevo siglo con este trabajo con el que demostró que hay luz al final del túnel. Fernando Ballesteros navega por las doce canciones, y la polémica, de Love and theft.

 

Bob Dylan
Love and theft

COLUMBIA RECORDS, 2001

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Volver a escuchar un disco y escribir unas líneas sobre él, es también situarlo en el contexto de la obra de su autor. Siempre que no hablemos de Dylan, claro, porque internarse en un territorio tan inabarcable es garantía de terminar perdido, sobre todo, cuando, como es el caso, no se conoce bien el terreno que se pisa. Lo que si podemos hacer, sin embargo, es situar su Love and theft en un contexto más acotado, el que nos lleva cuatro años atrás en el tiempo, a la publicación de  su anterior trabajo, que había sido también especialmente significativo en la carrera de un autor que contaba con más de una treintena de discos a sus espaldas.

Time out of mind llegó en 1997, después de siete años de bloqueo creativo, y lo hizo como un torbellino con el que volvió a situarse en la cima. Sus dos trabajos anteriores habían sido recibidos con una tibieza que le llevó a la desesperanza, les parecerá mentira pero, en aquellos momentos, a comienzos de la década de los noventa, Bob Dylan no confiaba en su capacidad para escribir canciones. Como sería la cosa que se llegó a  plantear la retirada de los estudios de grabación.

Fueron años duros, en los que también tuvo que enfrentarse a serios problemas de salud y contratiempos personales que, una vez superados, o al menos dejados atrás, le situó en la tesitura de tener que registrar un nuevo álbum en estudio. La respuesta fue brillante. Once canciones en las que la primera palabra que se nos ocurre es oscuridad como resultado de una ecuación en la que participan, activamente, el desamor y la certeza de tener que enfrentarse con la muerte, que se hace más presente que nunca, cuando la ves, como le ocurrió a él, muy de cerca.

El gran trabajo en la producción de Daniel Lanois, trasladó el oscuro mundo de sus once composiciones a un destino en el que se plasmaba toda su calidad, de manera que, una vez más, los problemas de un artista, los momentos delicados, llevaban aparejados un resultado artístico más que satisfactorio. No tiraremos más de tópico, pero se trataba de todo un renacer que fue saludado con entusiasmo por la crítica, se convirtió en uno de sus grandes éxitos de ventas y terminó conquistando tres Grammy.

Ni qué decir tiene, que el listón estaba alto cuando volvió a entregar un nuevo álbum en 2001. Dylan abría el nuevo siglo, acompañado en el estudio por los músicos con los que giraba por todo el mundo en ese tour que nunca termina, que les había llevado a ofrecer más de cuatrocientos conciertos desde 1997 y que lleva años haciendo felices a sus fans.

 

Un repertorio ecléctico

Una de las primeras cosas que llama la atención de Love and theft es su variedad. Dylan se atreve con todos los palos, a los que por otra parte ya se había acercado a lo largo de su carrera, en un recorrido por doce títulos que comienza con la animosa y juguetona “Tweedle Dee and Tweedle Dum”.

“Mississippi” reduce el nivel de dinamismo y se pasea, elegante y seductora, por el lado country del autor, folk deliciosa, sonido cien por cien americano; mientras que “Summer Days” es solo rock and roll y nos vuelve locos, una buena ración de rockabilly para cantarle a los días de verano, aquellos donde todo es más sencillo, que suena a gloria. A estas alturas, empieza a quedar claro que estamos ante algo grande. Da la impresión de que los cuatro años transcurridos desde su anterior disco han cambiado bastante el estado de su ánimo. Donde antes primaba lo oscuro, se abren ahora ventanas por los que entra la luz: maneja la ironía a su antojo, juega y divierte.

Las canciones lentas no desmerecen, el órgano Hammond de Augie Meyers, en la romántica y jazzística “Bye Bye”, suena espléndido y, como Dylan lo toca todo en este Love and Theft, la dosis bluesera se disfruta en la brillante “Lonesome Day Blues” o en “Cry a while”, temas que ponen de manifiesto que el estilo se ajusta como un guante al estado vocal de un cantante cuyo registro ha cambiado, a la fuerza, por el paso de los años. Y ese sabor del viejo blues se vuelve a disfrutar en “High water (for Charley Patton)”.

Los ribetes jazz también hacen acto de aparición en “Floater (Too much to ask)”, mientras que “Honest with me” le pone el contrapunto animado a la tristeza de “Moonlight”. Y hablando de estados emocionales: no es que desaparezca en el álbum toda la negatividad de su anterior obra, porque eso era imposible y el paisaje que preside toda esta senda no es tan diferente a lo que nos cantaba en 1997, pero sí que parece sobrevolar cierta sensación de que las cosas pueden andar mal pero hay que hacerle un hueco a la esperanza, aunque sea tirando de humor casi como arma de autodefensa. Sin embargo, para el final de este viaje, Bob se reserva un canto folk, triste, muy triste, “Sugar Baby” en el que mira hacia dentro y le pone su cara menos amable al amor. Esta vez, vuelve a cerrar las puertas. A lo largo de sus once canciones, el autor se ha movido por todos los rincones de la tradición americana, su maestría para pasearse por lo más destacado de la música popular, está al alcance de muy pocos. Hacerlo, alcanzando las altas cotas de inspiración que aquí escuchamos, es patrimonio de las leyendas.

 

Eco y polémica

El disco, producido por Jack Frost, que no es otra cosa que el seudónimo utilizado por el propio Dylan, fue recibido por la crítica con los brazos abiertos. El artista más grande de la música popular americana, confirmaba con él, que la vuelta por todo lo alto cuatro años antes, era sólo un aviso: Bob estaba aquí para continuar escribiendo canciones y lo iba a seguir haciendo mucho tiempo.

Cinco años después, se completaría, esta especie de trilogía de vuelta. Y la buena racha, continuó, bien metido ya en la sesentena, Dylan despachaba Modern Times que, sin estar, seguramente, al nivel de sus dos precedentes inmediatos y lejos de sus clásicos, es un muy buen disco. Lo que ha venido a continuación, no ha volado tan alto. Y casi da igual.

A Love and theft, más allá de todos los parabienes recibidos, también le acompañó su dosis de polémica, en este caso, en forma de acusaciones de plagio. Fue The Wall Street Journal, el medio que aseguró que las letras del disco eran sospechosamente parecidas a frases contenidas en la biografía de un gángster japonés. El libro en cuestión era Confesiones de un yakuza, de Junichi Saga. Dylan funciona con sus tiempos y, aunque las informaciones sobre el supuesto plagio fueron publicadas en 2003, hubo que esperar unos años para comprobar lo que pensaba de ellas.

Ocurrió con ocasión de la salida al mercado de Modern times. Resulta que, a aquel disco también le cayó alguna que otra insinuación similar y Bob Dylan decidió que era el momento de tomar la palabra. Y respondió con dureza. Se defendió atacando y llamando a los críticos “nenazas y blanditos”. Decía Dylan, en una entrevista concedida a la revista Rolling Stone, que la apropiación musical es parte de la tradición del folk y del jazz y que las citas son una tradición rica y enriquecedora. Sin meternos en más consideraciones, vamos a aclarar que estamos ante otra brillante demostración de un genio en el arte de escribir textos. En fin, qué voy a decir del maestro a estas alturas. Y esa sensación -por no decir certeza- de pequeñez, de desconocerlo casi todo sobre él, es la que me invade siempre que hablo o escribo sobre Bob Dylan.

 

Un aura incuestionable
Cuando leo a un especialista en su obra, me doy cuenta de lo poco que sé sobre él y el respeto que me da acercarme a su figura. Así que, solo puedo decir que disfruto con muchos de sus discos y que, para mí, está en otro nivel. Es curioso, he escuchado más a Neil Young, he vibrado aún más con el canadiense y, sin embargo, si me preguntan quién es el más grande, diré que Dylan. Sucede con el norteamericano algo parecido a lo que pasa con los Beatles: por supuesto que me gustan más los Kinks que los de Liverpool, faltaría más y, claro que les he dedicado a los de Ray Davies muchas más horas de escucha que a los Fab Four; pero también tengo claro que estos están por encima de todos. Dylan y los Beatles son como esos puertos del Tour de Francia que están fuera de categoría.

Y aclaro todo esto porque iba a despachar sus últimos años, los que siguen a Modern times, con unas cuantas líneas y me he dado cuenta de que sería una herejía, porque habría mucho que desentrañar antes de finiquitar con unas cuantas palabras una década y media de creación. Habíamos venido a hablar de Love and theft y ya me parece un atrevimiento, así que lo dejaremos ahí. Disfrutando de sus discos y, como Nuevos Hobbies en “Vive Bob”, sin perder la esperanza en que lo suyo, con ochenta años ya a cuestas, no tenga final, que sea clonado que se convierta en inmortal, algo que, en cierta forma hace tiempo que ya es así. Viva Bob.

Anterior entrega de Veinte aniversario: Essence, la valentía de Lucinda Williams.

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