Essence (2001): la valentía de Lucinda Williams

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VEINTE ANIVERSARIO

«Te arrastra a un universo lleno de dudas, de dolor, de desamor y rupturas que es constante a lo largo de su carrera, pero también de belleza»

 

Sin dejarse intimidar por el éxito de Car wheels on a gravel road, Lucinda Williams publicó Essence, once canciones en las que le planta cara a su mejor versión. Fernando Ballesteros se sumerge en ese disco y nos pasea por su jugosa carrera.

 

Lucinda Williams
Essence
LOST HIGHWAY, 2001

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

A Lucinda Williams las mieles del reconocimiento más o menos masivo no le llegaron de la noche a la mañana. Llevaba dos décadas en la carretera cuando, en 1998, Car wheels on a gravel road se convirtió en su mejor disco, el que le situó en una nueva dimensión. Todo lo que venía apuntando en sus grabaciones desde finales de los setenta se escuchaba en su gran obra, un clásico del rock americano en todo su esplendor. Lucinda había llegado a un punto de madurez en el que sus desnudos emocionales, ese torrente de sentimientos que se generaba en sus canciones, se daban la mano con una garra rockera que arañaba con estribillos incontestables y melodías brillantes. Pero hoy no hemos venido a hablar de su disco de consagración, sino del que tenía que revalidar todo aquello. El complicado paso que sigue a una obra del calibre de Car wheels on a gravel road: Essence.

Cuando publicó Essence en 2001, la cantautora de Luisiana desterró todos los temores que pudieran haber albergado sus seguidores. Definitivamente, no estábamos ante una artista que se dejara llevar por los cantos de sirena del reconocimiento y la adulación. Williams no optó ni por el mero ejercicio de continuismo ni por edulcorar su propuesta para buscar un mayor éxito comercial. La que reaparece en este álbum es una creadora más segura que nunca, como se percibe en el derroche de valentía que despliega en estas once canciones. Un trabajo que supera con nota el reto y mira, frente a frente, a su predecesor. Y eso es mucho.

A veces, los más complejos sentimientos se pueden narrar de la forma más sencilla. Por esa vía apuesta en la producción del disco, de la que se encargó ella misma junto a Charlie Sexton y Bo Ramsey. Llama la atención que la estadounidense se enfrentara a la difícil papeleta de grabar la continuación de su disco cumbre por la vía rápida. Y lo digo porque, hasta ese instante, su producción había sido más espaciada en el tiempo. Los precedentes invitaban a pensar que tendríamos que esperar, pero no. Ella tenía muchas cosas que contar y ningún miedo a volver a someterse al escrutinio de la crítica y de su público.

Cuando el disco llegó a las tiendas (el 5 de junio de 2001) se confirmó que Williams atravesaba un momento dulce en lo artístico, aunque muchas críticas de la época señalaban que se trataba de un disco para incondicionales. Me pregunto si después de un disco como Car wheels on a gravel road había otra forma de acercarse a sus canciones que la de la incondicionalidad. Se había ganado el derecho de lanzarnos el envite a grande. Si habías aprendido a amar a la señora Williams, no tenías otra opción que caer rendido ante los encantos y el embrujo de estos once títulos.

 

Las canciones

En todo caso, como sucede en las grandes obras con mayúsculas, Essence va mucho más allá de la mera colección de canciones, por muy buenas que sean estas, que lo son. Tiene esa habilidad tan especial, casi mágica, de conseguir meterte en el mundo que va creando con el paso de los minutos, aunque tampoco hay que esperar mucho para darse cuenta de que Lucinda lo ha vuelto a conseguir: te ha arrastrado a un universo lleno de dudas, de dolor, de desamor, de rupturas, toda una constante a lo largo de su carrera, pero también de belleza.

La inicial “Lonely girls”, toda tristeza, ya marca el camino de forma decidida. No es una canción nada accesible, casi es una prueba con la que parece preguntarnos si estamos ahí con ella. Si es así, si hemos superado el test, vamos a acompañarla en este viaje y vamos a permanecer a su lado hasta el último segundo. Como mínimo, porque la música de Williams deja huella y alguna que otra marca de esas que perduran. Tras la apertura, “Steal yuur love” y “I envy the wind” siguen por los mismos parámetros, para completar una trilogía inicial de matrícula de honor. “Blue”, con su exquisito lamento minimalista, no baja el nivel. A estas alturas parece claro que no encontraremos disparos de blues-rock tan perfectamente empaquetados como los del disco anterior, pero hay muchas otras cosas. Nada que temer, por lo tanto.

Para la pieza que da título al elepé, Williams tira de Ryan Adams, la figura emergente, y el Jayhawks Gary Louris, otro maestro como ella en contar historias en forma de canción. Con él protagoniza uno de los momentos álgidos de Essence. Sincera, sensual, con esa forma de interpretar que desarma, tan directa, parece romper amarras en el estribillo del tema titular y libera, a su manera, toda la tensión que ha ido acumulando en los minutos anteriores. Sencillamente magistral.

Es inevitable que después de una canción como la anterior baje algo el nivel. Casi es necesario, no sé si podría asimilar otra “Essence”, por eso se agradece la llegada de “Reason to cry” antes de que, en “Get right with God”, se den la mano el góspel y el rock, permitiéndose, por primera y última vez, acelerar el ritmo en un tema que le llevó a Lucinda a la consecución de un nuevo Grammy (el tercero que llegaba a su vitrina) por la mejor interpretación femenina de rock. Si Essence es un todo, más allá de los temas que lo componen por el ambiente y unas formas que te transportan a un estado determinado, “Get right with God” es una deliciosa anomalía que funciona como una excepción a la norma del conjunto. Pero funciona.

“Bus to Baton Rouge” es pura nostalgia a través de lugares y objetos a los que ya no se acude y “Broken butterflies” un final a la altura, intensa, con una introducción instrumental que prepara el terreno para una explosión de palabras en la que Williams carga con todas sus armas. Después de todo, aparece su versión más airada, y termina firmando otro de los momentos más destacados de un trabajo sobresaliente.

 

Repercusión

Todo es crudeza en Essence, tanto en la forma, carente de artificio, como en el fondo descarnado del mensaje que Lucinda nos lanza a bocajarro. Después de años de trabajo, algunas veces demasiado a la sombra, estamos ante una artista en un punto óptimo de creatividad. No es de extrañar que apenas unos meses después, en 2002, la revista TIME la nombrase como la mejor compositora de Estados Unidos. No soy muy amigo de tomarme estas distinciones como verdades absolutas, pero en este caso no me chirría. No sé si es la mejor, o si lo era ya hace dos décadas; en el fondo tampoco me importa. Basta con tener claro que estamos ante una de las grandes creadoras de su generación. Y diré más: Lucinda Williams se puede sentar en la mesa de cualquiera de los grandes nombres que nos puedan venir a la cabeza, porque su personalidad marca toda su obra con unas señas de identidad que se muestran aún más poderosas en discos como este.

Por eso, como su anterior elepé, Essence marcó un antes y un después en una carrera que ha seguido dándonos alegrías. Una forma de hacer en la que se ha movido siempre entre el rock y el country, en un territorio donde no solo existen esas dos realidades, hay muchas más que han ido enriqueciendo sus magníficas historias. Como las contenidas en World without tears (2003), otro gran disco en el que el muestrario de desilusiones nos conduce a otro lugar. Si en uno la decepción parece reciente, aquí parece haber sido rumiada y, a su manera, asimilada.

En 2007, West incide en su discurso sentimental, sin grandes variaciones en lo musical y un punto por debajo en cuanto a la excelencia de sus grandes trabajos. Las novedades habrá que buscarlas en Little honey (2008), en el que Williams, enérgica, le da rienda suelta a su vena más rockera. Un año después de su publicación nos visitaba por primera vez. Solo entonces algunos fuimos plenamente conscientes de la magia que era capaz de desplegar también sobre el escenario.

Blessed (2011) tampoco está entre lo más destacado de su producción, pero se disfruta y se sufre a la espera de tiempos mejores, que terminarían llegando en 2014 con Down where the spirit meets the bone y en 2016 con The ghosts of highway 20, dos discos descomunales. Sus dos últimos pasos, por el momento, son This sweet old world, una revisión de su segundo largo, y Good souls better angels, que salió al mercado en 2020 y que me genera cierto debate interno, pues no supe apreciar en él toda la grandeza que captaron otros fans de Lucinda. Ellos dicen que es una de esas grabaciones de largo calado y que crecen con el tiempo. Ojalá sea así, por mí no va a quedar, lo seguiré visitando. La última Lucinda Williams en estudio muestra su versión más árida, menos amable. Acercarse a ella requiere un esfuerzo incluso para los que nos hemos considerado incondicionales. Si me mandaran hacer una crítica del disco, renunciaría. Ahora no me siento capacitado; dentro de unos años hablamos.

Iba a venir a visitarnos Lucinda, una vez más, en junio de 2020. No fue posible. La maldita pandemia nos privó de una velada maravillosa. Nos debe una. Porque nos ha arruinado muchos ratos, sumergidos en su música, y nosotros encantados. Nos seguiremos embarcando en esas travesías con la norteamericana, pero necesitamos una penúltima noche con ella. Con su magia.

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