“En busca de los discos perdidos”, de Eric Spitznagel

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LIBROS

“En el fondo todo versa sobre el poder de los discos y sus canciones, que no es otro que acrecentar nuestras sensaciones, un verdadero afrodisiaco emocional”

 

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Eric Spitznagel
“En busca de los discos perdidos”
CONTRA

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

¿Cuántos de ustedes se duelen de haber tirado, abandonado o vendido algo que perteneció a su juventud? A partir de cierta edad uno entiende que su verdadera vida está en los objetos, las sensaciones ya no existen y si queremos recuperar algo la única llave hacia la oscuridad del pasado son los objetos. Estoy seguro de que todos los lectores –a no ser que sean imberbes– han sentido esta amputación. Pues bien, el reconocido periodista Eric Spitznagel la siente a lo grande y, bien entrado en los 40, se decide a recuperar los discos que marcaron sus emociones. Entiendan bien, no quiere conseguir las canciones, eso no tendría sentido, están ya a disposición de todo el mundo. Los cedés que fue comprando para sustituir a su colección de vinilos cuando nos engañaron a todos con el sistema del futuro las tienen; e internet. No, él quiere el mismo disco que fue suyo, con las mismas rayadas, los mismos crujidos y el mismo olor.

Periodista de raza, con buen sueldo y revistas prestigiosas, el libro es una autobiografía recreada. Y la espoleta es la entrevista con el rapero Quest, que le revela que aún conserva su copia original del ‘Rapper’s Delight’ entre sus dieciséis mil discos. No se ha deshecho nunca de ninguno. Así que nuestro héroe decide ir a por ellos y comenzar por uno de Bon Jovi que le recuerda a una antigua novia. Una verdadera novela de caballerías en la que el grial son viejos vinilos.

Lo malo de la historia es que Spitznage implica a su mujer y a su hijo Charlie, de tres años, algo que contraviene cualquier norma no escrita del coleccionista de discos. De ahí derivan una serie de escenas que van de lo patético a lo hilarante. La imagen de Charlie gateando entre las cubetas de una feria de discos y lanzando rodajas de Elvis Costello por los pasillos es impagable, y la de la estrategia para ganarse al propietario de la última tienda para bajar a su sótano –cientos de cajas– hace sentir al lector una incomodidad casi mareante. La cosa llega al extremo cuando decide ocupar, entre mudanza y mudanza de inquilinos, su casa de niño, la ambienta e incluso compra en ebay una caja de cereales del 78 sin desprecintar.

Evidente, el aspecto musical es la base con diferentes centros. Todos los lugares donde haya música aparecen, como un ‘Alta fidelidad’ a lo grande, se empieza por las tiendas de discos que ya han desaparecido, recuerdos y recuerdos de su juventud que en la época le parecían gloria y a los cuarenta se revelan como pedantesca palabrería y emociones preadolescentes. También trata del criterio para ordenar los discos y de las etiquetas que los definen. De rodajas deseadas como The Replacements, un soberbio grupo punk de segunda generación, y de rechazos como el que siente hacia el rock actual –imposible ya la magia– o hacia Prince, al que califica de enano hipersexual “al que le hubiera venido bien tomarse un tranquilizante y dejar la pelvis quieta un rato”. Del Record Store Day, también. Y en el fondo todo versa sobre el poder de los discos y sus canciones, que no es otro que acrecentar nuestras sensaciones, un verdadero afrodisiaco emocional. Incluso su hermano, hipermillonario y ajeno a este mundo, llega a sentir esta emoción.

Borrada la ambientación musical, lo que queda es una perfecta recreación de la vida a los 40 en la que uno se hace la pregunta esencial: ¿qué queda del adolescente que fuimos? ¿Queda algo ridículo o algo glorioso? Y si volvemos a añadir lo musical, un mensaje cierto, pero al que no debemos hacer mucho caso: los discos son más verídicos y perfectos que la vida real.

Anterior crítica de libros: “Atlas de metros del mundo”, de Mark Ovenden.

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