Dedos pegajosos por las rutas de América

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COMBUSTIONES

«Me fascina que un disco a trompicones atesore tanta coherencia interna»

 

El próximo 23 de abril, el histórico Sticky fingers de los Rolling Stones cumple medio siglo de vida, motivo más que de sobra para recordar su inmortalidad. Sobre ello escribe Julio Valdeón.

 

Una columna de JULIO VALDEÓN.

 

Es obligación de los seres humanos creer que llegan tarde a todo (lo bueno) y lamentarse por el tiempo perdido. ¡El fútbol, la democracia, los intelectuales engagé, el sabor del tomate y hasta el verano ya no son lo que eran! En el caso del rock, inicialmente asociado a la revolución juvenil de finales de los cincuenta y los muy excitantes y turbulentos sesenta, las jeremiadas caminan junto a la inevitable repulsa que los jóvenes siempre provocan en los viejos, de Marco Aurelio a tu tío, que como bien sabes deplora el cine moderno. Todo esto para escribir que me aburro un poco cada vez que celebro un disco de hace medio siglo y que, bueno, espero no caer en la sensiblería nostálgica si escribo que Sticky fingers, de los Rolling Stones, de quién sino, todavía vuela un palmo por encima de casi cualquier cosa que pueda publicarse ahora mismo.

Me fascina que un disco a trompicones atesore tanta coherencia interna. Una brújula imantada a fuego lento. Una cartografía del asco y la belleza, la repulsión y la alegría. Quizá porque su espíritu radica, precisamente, en la relajación con la que aborda los asuntos y sonidos que preocupaban al grupo. No vamos a insistir ahora en la cantidad de estupefacientes que literalmente rebosan los versos de estas gloriosas canciones, ni en las lánguidas caricias sexuales, el aire entre irónico y depravado, profundamente sentimental sin caer en lo kitsch, ni en la libertad radical que anida en sus cortes. Digo que no vamos a hacerlo porque estos son algunos de temas que invocamos de forma inevitable al referirnos a esta obra maestra y porque, ay, temo que luego un amable lector nos castigue con un precioso sermón a cuenta de letras tan provocadoras, chulescas y ambiguas como la de “Brown sugar”.

Baste decir que todo, del arranque icónico a la arrebatadora y malévola “Bitch”, de la narcotizada y desoladora “Sister Morphine” a esa barbaridad country que es “Wild horses”, que habría firmado orgulloso el mejor Hank Williams, funciona como bólido por los caminos secundarios y las rutas secretas de Estados Unidos. Country, sí, pero también ese blues prodigioso que es “I got the blues” y todo el rock and roll y el rhythm and blues posibles cocinados por un grupo en la absoluta cumbre de sus poderes expresivos, que venía y enfilaba los setenta convertido en una arrebatadora máquina de facturar música inolvidable. Primero, todavía con un Brian Jones ya comatoso, Beggars banquet, después el también formidable Let it bleed, ahora Sticky fingers y en breve Exile on main street. Hay todo un rock llamado clásico, en los setenta, del que hablaba hace poco el maestro Manrique y que aburre a las ovejas hasta desembocar en los insufribles rollos de lo progresivo, el metal, etc. Y luego están estos tíos, estos genios, que beben los brebajes esenciales de la mejor música estadounidense. Que unos muchachos del Reino Unido de la posguerra y el hambre, unos blanquitos sin más contraseña que su pasión por Chuck Berry, Slim Harpo y Buck Owens, fueran capaces de tallar una obra a la altura de sus imperiales referentes, me parece uno de los logros artísticos más conmovedores, y alucinantes, del siglo XX.

Anterior entrega de Combustiones: Ramoncín, de rock y oro.

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