Ramoncín, de rock y oro

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COMBUSTIONES

«Sus últimos trabajos muestran a un artista que se ha paseado por todos los charcos y todas las bibliotecas»

 

Desde su atalaya neoyorquina, Julio Valdeón no pierde detalle de la actualidad musical madrileña, marcada —entre otras cosas— por la medalla de Oro que ha concedido la ciudad a Ramoncín.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Madrid ha concedido la medalla de Oro al rockero de Delicias, carne de barrio, corazón eléctrico, poeta junto al Manzanares al que intentaron dar por culo los del sindicato del resentimiento y alguna que otra toga estrella. A Ramoncín lo amaban por igual Loquillo y Burning, Umbral y Echanove. Le dedicaron un documental soberbio, La vida en el filo, Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, que también han trabajado en la vida del propio Umbral, Luis García Montero y Labordeta. Ramoncín fue el primero de la clase, el chico listo y sensible, culto y talentoso, que pasó de los mercados de la fruta y las películas nocturnas a radiografiar el Madrid más revuelto, ganarse la amistad de Cela y escribir un tocho cheli que sigue en la mesa de los principales escritores de este país. Fue María Moliner cruzado con Lou Reed sin el pico y con más coco que los rockeros del Lower East Side y el Bowery, demasiado deslumbrados por el estilo y resplandor yonki como para salir vivos. Vendió toneladas de discos y escribió canciones imponentes. Pasó de rey del underground con la carita pintada y las señoras de visones al borde de la apoplejía a tomar fogonazos del Springsteen de The river e imágenes de Blake, Rimbaud y Gil de Biedma para patentar un rock and roll macizo, romántico y acelerado: inolvidable.

Escribo «fue», he usado el pretérito perfecto simple, me enrosco en el pasado, cuando Ramoncín está más vigente que nunca y sigue dando caña en el estudio y en directo. Sus últimos trabajos (pienso, por ejemplo, en la relectura recia y vibrante de En los huesos, una auténtica joya, y en esa rodaja carnívora y lírica que fue Cuando el diablo canta), muestran a un artista que se ha paseado por todos los charcos y todas las bibliotecas, recorriendo estilos, cortando épocas y pasándose por el forro el desprecio y el odio de los necios, alguien que ha escrito y ha viajado, que ha muerto y resucitó varias veces, que trae la mochila llena de fracasos, multitudes, soledad y triunfos, y que vuelca toda esa sabiduría, todo ese bagaje y todo ese oído, intacto, para el acento y las músicas de la calle, en unos surcos imprescindibles.

En “Diario de un esnob”, en 1979, en El País, Umbral escribe «Y Ramoncín se va, niño solo y asténico, aterido bajo la lluvia, dentro de su cazadora y sus zapatillas de baloncesto. Pero me deja su última palabra de masoca de las calles, de poeta punk, de ácrata bello: “Seremos fácilmente destruidos como frascos de perfume”». Yo, antes de acabar en el suelo como los cachitos del tarro, con la historia rota en mil pedazos, con el corazón estrangulado, voy, cojo y me levanto del ordenador, pongo en el reproductor un disco suyo, subo el volumen a tope y, sobre los escombros y palafitos de una memoria fiel a quienes tanto me dieron, a los que tanto debo, levanto mi vaso y lo celebro. Por otros cuarenta años de rock, literatura y arte a borbotones, maestro.

Anterior entrega de Combustiones: En la muerte del flamenco.

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