Brassens en Krahe, una aproximación

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«Nadie como Krahe captó mejor el espíritu de Brassens»

 

Después de seguir las huellas de Jacques Brel en Scott Walker, Luis García Gil rastrea entre la discografía de Javier Krahe y se detiene en los múltiples guiños que el madrileño le hizo al legendario Georges Brassens.

 

Texto: LUIS GARCÍA GIL.

 

No consta que Georges Brassens, leyenda de la canción francesa, pisara el Madrid que habitaba La Mandrágora, un bar de copas, aparentemente ínfimo, situado en la Cava Baja, en el mismo corazón de La Latina. Lo que sí consta es que el mismo año de su muerte, en 1981, y resonando en la memoria su “Supplique pour être enterré à la plage de Sète”, se grabó un disco titulado La Mandrágora que reunía en hermoso alimón a Javier Krahe, Joaquín Sabina y Alberto Pérez. De los tres, el más brasseniano era Krahe, heredero de su espíritu hasta el punto de recrearlo en dos canciones incluidas en este disco lúdico y hedonista. Una de esas canciones se titulaba “Marieta”, libre versión de “Marinette”; la otra era “La tormenta”, sobre el original de Brassens “L’orage”.

Antes de Javier Krahe, Brassens ya había conocido en nuestro país algunas versiones. La Nova Cançó, tan francófona, lo había reivindicado, sobre todo a través de Josep Maria Espinàs. En los años setenta le dedicaron discos monográficos Paco Ibáñez y el dúo argentino Claudina y Alberto Gambino, que también actuarían en La Mandrágora y grabarían el disco Ensayos sobre Georges Brassens que incluía “Marinette”, unos años antes de que Krahe se apropiara de ella, castellanizándola como si de un Brassens castizo se tratase.

Porque nadie como Krahe captó mejor el espíritu de Brassens, al que descubre en profundidad, no en su andar de flâneur por el París de principios de 1968, antes del mayo francés, sino durante su estancia en Canadá, a donde le lleva el amor con Annick Bloyard. En tierra quebequesa, y en un tocadiscos muy elemental, Krahe se empapa de Brassens, y sobre todo le comprende idiomáticamente. Encuentra en Brassens su propio reflejo, de tal manera que las canciones escritas para su hermano Jorge eran milagrosamente brassenianas, teniendo en cuenta que las había compuesto sin la referencia del cantautor francés. Ese tono de irreverencia, esa ironía desparramada, esa manera de armar la estructura, el andamiaje de una canción, métrica incluida, resultaban atrayentes para el joven Krahe.

Ahí es donde los mundos de ambos se cruzan. Krahe envuelto en volutas de humo. Brassens con su pipa inconfundible. Ambos reacios a las multitudes, dulcemente anárquicos, cobijados en la guitarra burlona y en la mordacidad sapiente. Podemos pensar en “La hoguera”, que Krahe graba en el disco Valle de lágrimas de 1980, y en sus paralelismos compositivos con “La guerre de 14-18” de Brassens, grabada por el francés a principios de los años sesenta en el disco Les trompettes de la renommée. Brassens irónicamente hace inventario de guerras de la historia y entre todas ellas muestra su preferencia por la Primera Guerra Mundial. Krahe hace lo propio, pero con los distintos tipos de penas de muerte, desde la guillotina muy chic de los franceses, hasta el muy español garrote vil. En el fondo la denuncia es más que evidente, pero se hace utilizando el recurso de la ironía. Estilísticamente, el uso de la ruptura silábica tan brasseniano también podemos encontrarlo en Krake; hasta tal punto se fija en los modos de su maestro confeso.

 

1976: La revelación

Cuentan que, una noche de 1976, Krahe y Sabina pusieron en el tocadiscos Trompe-la-mort, el que entonces era el último disco de Brassens. Escuchar a Brassens era una revelación y una influencia asumida. De hecho, dos canciones, “Dónde se habrá metido esta mujer” de Krahe y “Pongamos que hablo de Madrid”, son empujadas creativamente por las escuchas de Brassens. “Dónde se habrá metido esta mujer” dialoga con “Cupidon s’enfout”, que la cantante valenciana Eva Dénia, certera intérprete brasseniana, ha grabado en uno de sus homenajes al trovador de Séte. Más obvio resulta el parentesco entre “Oncle Archibald” de Brassens y “El tío Marcial” de Krahe, escrita con Alberto Pérez, y también grabada por cierto en el seminal Valle de lágrimas.

 

Abrazando la marginalidad

Con el tiempo, Krahe encuentra su camino, más allá del influjo brasseniano, pero nunca dejará de acompañarle la sombra alargada de uno de los pilares indudables de la chanson. Esa manera de mimar el lenguaje, de mezclar arcaísmos y cultismos, de abrazar el lenguaje de la calle, de las tabernas y las noches de farra con la sustancia lírica provenientes de quienes indudablemente poseyeron una cultura libresca importante. Brassens y Krahe coincidieron también en la actitud vital huyendo del panfleto, siempre marginales, al margen de dogmas o manifiestos grupales. Esa querencia por un discurso íntimo, que podía abrazar multitudes o inmensas minorías, pero sin divismos, como si el ruido de la multitud fuera nocivo y opuesto a sus propios ideales. Todo eso lo expresó Brassens maravillosamente en “Le petit joueur de flûteau”, metáfora de sí mismo, y que Krahe podía haber hecho suya.

No consta que Krahe pisara el Bobino, templo en el que Brassens acrecentó su leyenda. Lo suyo fueron salas pequeñas. Tampoco consta que escribiera ninguna súplica para ser enterrado en la playa de Zahara de los Atunes, viejo refugio de quien cruzó Brassens con Valle Inclán, como refiere el título de la magnífica biografía que le ha dedicado Federico de Haro, Javier Krahe. Ni feo ni católico ni sentimental. Lo que sí debe constar —y consta— es que el cancionero de Krahe tuvo siempre al francés como modelo y como aquel podía afirmar que era «puñeteramente medieval», amante de toda clase de sintaxis, escéptico e inconformista hasta decir basta.

Es una experiencia ciertamente enriquecedora cruzarlos en una hipotética playlist para entender la consanguineidad de sus mundos. Y terminar la selección, por ejemplo, con “Casa de fieras” de Krahe y “Le gorille” de Brassens, otras dos canciones de sutiles, amigables correspondencias. No sería un mal plan para soportar estoicamente la canícula veraniega.

Anterior entrega: La huella de Jacques Brel en Scott Walker.

 

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