Música de película: Woody Allen abre las Noches del Botánico

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«Dicen que, para que la adrenalina siempre esté a flor de piel, la banda no tiene repertorio fijo y trabaja con más de mil temas»

 

Woody Allen & The Eddy Davis New Orleans Jazz Band dieron el pistoletazo de salida a las madrileñas Noches del Botánico. Esta es la crónica del concierto. Por David Pérez Marín.

 

Woody Allen & The Eddy Davis New Orleans Jazz Band
Noches del Botánico, Madrid
20 de junio de 2019

 

Texto y fotos: DAVID PÉREZ MARÍN.

  

«Capítulo primero. Él adoraba Madrid. La idolatraba de un modo desproporcionado. No, no, mejor así: Él la sentimentalizaba desmesuradamente. Eso es. Para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro que latía a los acordes de las melodías de Georges Gershwin… Eh, no, volvamos a empezar (…). Capítulo primero. Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar…».

Todo está preparado para que, tras poco más de hora y media de show, podamos decir: «Madrid era su ciudad y siempre lo sería». Y es que, aunque hoy no viene de la mano de sus admirados Bergman, Fellini, Freud o Dostoievski, sino de otros héroes como Sidney Bechet, George Lewis, Woody Herman o King Oliver, ¿alguien de los presentes no ha estado atrapado y salvado alguna vez entre los miles de fotogramas de un tal Allan Stewart Königsberg?

¿Cuántas veces hemos querido ser el arqueólogo Tom Baxter (Jeff Daniels) y romper la cuarta pared de nuestras vidas? ¿O escapar de la rutina y adentrarnos junto a él, como Cecilia (Mía Farrow), en la ficción y aventuras de La rosa púrpura del Cairo?

¿Quién no ha deseado dejar las teorías a un lado y pasar a la acción? Salir corriendo por avenidas en blanco y negro en busca de esa persona que estábamos a punto de perder… Sí, como Isaac Davis (Woody Allen) gastando hasta el último aliento por las calles de Manhattan, tratando de evitar lo ya inevitable, que Tracy (Mariel Hemingway) coja ese avión…

No sé ustedes, pero yo he soñado y reído hasta llorar, decenas de veces, con esa loca pareja que intenta sacar con un remo las langostas que se metieron detrás de la nevera, Alvy Singer y Annie Hall. Y no sé si leyeron a E. E. Cummings, pero yo lo descubrí gracias a esa maravillosa secuencia en la que, Elliot (Michael Cain) hace como si coincidiera por azar con la hermana de su mujer, para terminar, llevándola a una librería y regalándole un libro del autor estadounidense, con poema dedicado incluido, Nadie, ni siquiera la lluvia (Nobody, not even the rain). La emoción que desprende esa escena, en la que Elliot corre para estar en el lugar correcto, en el momento adecuado, es pura vida. Carrera que comienza con esa joya interpretada por Harry James y su orquesta, “I’ve heard that song before” (de Sammy Cahn y Jule Styne), una de esos temas que, si escuchas una vez, ya jamás podrás separarte de él.

Y aunque la velada va de canciones, el atardecer se ha quedado de película y no puedo evitar recordar y confesar que, hace años, esperé cerca de la puerta del Hotel Carlyle del Upper East Side, con el vinilo de Wild man blues (1998) bajo el brazo y un rotulador en la mano, que llegará un taxi amarillo y se bajara ese hombre bajito con gafas de pasta negras, cara de susto y portando un pequeño maletín con su clarinete dentro. Y llegó, pero no fui capaz de acercarme y pedirle que me firmara el álbum. Esa noche no quedaban entradas para verlo en el Café Carlyle y nunca volví a estar tan cerca, como en esa tragicómica situación, de ser un personaje más, muy secundario y desesperado, de una de sus películas.

Aquel disco se quedará sin autógrafo, pero hoy, en el concierto inaugural de las Noches del Botánico, con el cartel de no hay billetes colgado desde hace semanas, los dos mil afortunados presentes, podremos contar que fuimos parte del reparto del film en el que, a pocas horas del solsticio de verano y del día de la música, Woody Allen y la Eddy Davis New Orleans Jazz Band, convirtieron el Manzanares en Misisipi, desembocando y bañándonos en una playa sonora de la que aún no hemos despertado.

 

 

Sale puntual la banda, formada por músicos muy experimentados y virtuosos, con Eddy Davis al banjo y la dirección musical, Conal Fowkes al piano, Gregory Cohen al contrabajo, John Gill a la batería, Simon Wettenhall a la trompeta, Jerry Zigmont al trombón y Woody Allen al clarinete. Y justo cuando pisa el escenario el tímido genio neoyorquino, pantalón beis y camisa de cuadros habitual, la ovación es tan grande que, por momentos, parece que ya da igual todo lo que venga después. Pero lo que viene no es poco, es una deliciosa brisa de la esencia más pura de Nueva Orleans. Del “At the Georgia camp”, con regusto a su admirado y omnipresente Sidney Bechet, a la mítica “Down by the riverside”, con John Gill aparcando las baquetas y ocupando el centro del escenario para cantarla a viva voz, haciendo que todos los asistentes le acompañemos a las palmas.

Es cierto que la magia que tiene como escritor, actor y cineasta, no la posee como clarinetista, pero, aunque Allen no está al mismo nivel que sus acompañantes y es la pata coja del sexteto, no desentona con la pasión, disfrute y respeto que rezuma por la música en cada interpretación, supliendo así la grieta que los separa. Además, la química en las miradas, los gestos y las risas es total. 36 años tocando juntos y algunos más de amistad, ayudan.

Siguen regalándonos dixieland, ragtime, swing y New Orleans en vena nota tras nota, desprendiendo frescura y clase por partes iguales. No hay rastro de partituras de ningún tipo sobre el escenario, en todo momento la improvisación está en el ambiente. Dicen que, para que la adrenalina siempre esté a flor de piel, la banda no tiene repertorio fijo y trabaja con más de mil temas. No hay listado de canciones para cada espectáculo y son Woody y Eddy Davis los que lanzan al aire la siguiente canción, manteniendo siempre el cosquilleo del factor sorpresa.

Allen, a sus 83 años, como en toda su filmografía, contagia sobre las tablas vitalidad y felicidad a borbotones, en los cruces de piernas y contoneos, en las pausas y esperas. Su rostro de disfrute mientras escucha las piezas de sus compañeros con los ojos cerrados y en cada nueva vuelta a la acción, nos transmite la tranquilidad de que quizás tenga el antídoto o la jugada perfecta guardada bajo la manga, ese movimiento maestro que asegura, en la vida real, ganar la partida de ajedrez (¡ojalá!) contra la parca, ese personaje tan familiar y que siempre esquiva con tanta gracia en la ficción. Ya le preguntaron al respecto, hace unos años, en una rueda de prensa en el Festival de Cannes: «En su película se habla mucho sobre la muerte. Así que quiero preguntar ¿cuál es su relación con la muerte ahora?». Y la contestación bien vale la eternidad y un día: «Mi relación con la muerte sigue siendo la misma: Estoy totalmente en contra».

Eddie Davis toma las riendas y canta las geniales “Wild man blues” y “Sweet Georgia Brown”, con la banda a pleno rendimiento y degustando cada segundo. Woody se pone en pie y adelantándose en el escenario, nos da las gracias por venir a escuchar y pagar a «unos tipos que venimos solo a pasarlo bien». Voilà, aquí la receta de esto y de todo lo demás.

El ritmo bailongo de “Say sí sí” y “Para Vigo me voy”, con Conal Fowkes cantando en perfecto español, hace que el público olvide las sillas y la capital se contonee. Bordan la espléndida “Love songs of the Nile” y oliendo el final de los finales, nos aferramos a cada fraseo armónico y fuegos artificiales de “Mahogany hall stomp”.

Aparece el temido The End y nos vamos, pero solo en parte, con la sonrisa imborrable de Louis Armstrong dibujada de punta a punta en el cielo de Madrid, quedándonos allí de alguna manera, bajo las estrellas, para siempre.

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