Un gusano en la Gran Manzana: U2 y un teléfono

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«Eligieron la opción más triste: no copiar a tus ídolos, ni siquiera a ti mismo, sino a tus discípulos. Qué mejor parodia puedes hacer que la de quienes te parodian»

 

Julio Valdeón Blanco ha escuchado el nuevo disco de U2 y su decepción ha sido mayúscula: le confirma que el grupo, en lugar de seguir el camino que ellos mismo abrieron, prefiere emular a herederos como Coldplay.

 

 

—Viernes 11 septiembre

U2 lo tiene todo para dar el pelotazo con su nuevo disco, incluido un teléfono, imprescindible cuando se trata de llenar estadios. De hecho, bien pensado, en su fastuosa operación de marketing solo cuentan el teléfono y los estadios, mientras que el grupo saluda en el escenario casi por azar, como esos espontáneos que se cuelan en mitad de un partido de fútbol para hacer un calvo o pedirle matrimonio a la novia de toda la vida. El acabose se resume en que U2 hizo el otro día de telonero de un teléfono y en que los dueños del teléfono te regalan el disco incluso si no lo quieres. Yo, y otras decenas de millones, lo hemos escuchado (el disco, no el teléfono, que al menos de momento uno no escribe discos) y podemos concluir que U2 continúa en paradero desconocido, perdido en algún punto entre la publicación de «Zooropa», Davos y un teléfono. A alguno incluso le costará distinguir entre los tonos de llamada y las canciones. Comparten ambos la estridente insipidez de los sonidos nacidos con el chip de la caducidad instantánea. Cero sorpresas: empiezas por abrir para un teléfono, rodeado de ejecutivos, leopardos de Wall Street y abogados, y acabas dedicado a la facturación de cortinillas, banda sonora sincopada y en píldoras libres de contraindicaciones para anuncios de tarjetas de crédito.

Nunca he profesado en el odio a Bono. Odiar carcome. Y desconfío del tiro al famoso, ese españolísimo runrún contra quien brilla, de las filípicas contra U2 por, uh, «mesiánicos», también del Bernabéu cuando ignora que Casillas es Casillas. Me lo digo varias veces, repasando los discos de los irlandeses, reclinado en la capilla por un fuego que muere. Sin reclamarlos para la lista de los elegidos, no la mía, entregaron clásicos abrumadores. Regalaban chulería por cada poro, un sonido arrebatador, unas canciones con nitroglicerina. Les debo, además, el concierto que más he disfrutado en un estadio, el de la gira veraniega del 92 en el Vicente Calderón (creo que sí, que fue en el 92). De aquellas glorias encuentro despojos, un calcañar aquí, una costilla, un conato de fosforescencia que lejos de alumbrar fastidia por calculado. Restos de una aventura que fue torrencial y parpadea agonizante, oculta tras el coro de las páginas salmón y las seguras cifras de venta de entradas.

Este arrastrarse hasta convertirse en un grupo grande, cuando antes fue un gran grupo (parece lo mismo, incluso un chiste tontorrón, y no), los ha colocado ante la tesitura de reinventarse, jubilarse en Barbados o canibalizar su propia obra. En la duda eligieron la opción más triste: no copiar a tus ídolos, ni siquiera a ti mismo, sino a tus discípulos. Qué mejor parodia puedes hacer que la de quienes te parodian, ¿verdad? Lástima que no lo hagan con intención cómica y el envite sea involuntario, sin conciencia de protagonizar un gag en el que eres a un tiempo diana y bufón. Cuentan que allá por los setenta Mick Jagger no entendía que algunos copiaran a los Stones cuando tenían a tiro a sus maestros, esos Muddy Waters y compañía, de los que había bebido su grupo. Pues bien, los U2 de 2014 tienen el morro de reivindicar a los Clash y los Ramones con unas sonoridades tan empanadas, tan huecas y postizas, tan rimbombantes y repeinadas, tan ñoñas, higienizadas e infames que uno juraría estar escuchando a los mismísimos Coldplay. Los U2 de 2014 escriben unos textos muy sinceros y retrospectivos, pero luego los malogran al sonar desesperadamente falsos, dispuestos al ridículo de vampirizar a quienes convirtieron su legado en pantomima. Los U2 de 2014 son una banda de homenaje a U2 que odiara secretamente a U2 más el grimoso cameo de un Chris Martin a los coros. Lo lamento, pero es lo que hay, o sea, una banda «bigger tan life» que abandonadas las ambiciones  creativas torpedea su legado mientras sonríe en la pantalla táctil de un teléfono. No aspiran a morder estrellas ni a regar con vino tus heridas. Al cantante de gafas más negras que la noche, el de los gritos que estremecían Dublín, y al grupo que rivalizaba con las pirámides, los perdimos en un laboratorio de tendencias. Yo quería a U2 de vuelta, y no los encuentro. El signo de los tiempos, que diría Prince. O como del rock and roll apenas quedan los emoticonos.

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