Un gusano en la Gran Manzana: A los 33, todos calvos (o sordos)

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Llegada cierta edad, treinta y tres tacos, el mono erguido entra en hibernación, pasa de estímulos sonoros que le resulten poco familiares y dedica el resto de sus días a lo que le marcó cuando fue veinteañero”

 

El último estudio elaborado a raíz de la música consumida en Spotify, que sostiene que la gente deja de descubrir nuevos grupos al rebasar los 30, hace revolverse a Julio Valdeón Blanco en su atalaya neoyorkina.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

–2 de mayo

 

Lara Unnerstall, en A.V Club, escribe que la gente deja de descubrir nuevos grupos y músicas al poco de rebasar la treintena. Cita un estudio de Skynet & Ebert, elaborado a partir de la música consumida en Spotify. Así, los adolescentes inician su dieta con un menú casi por completo surtido por las listas de éxitos. A medida que cumplen años abandonan la tiranía de Billboard y exploran por su cuenta. Llegada cierta edad, treinta y tres tacos, el mono erguido entra en hibernación, pasa de estímulos sonoros que le resulten poco familiares y dedica el resto de sus días a lo que le marcó cuando fue veinteañero. De ahí síndromes tipo “ya no se hace música como la de antes” o el clásico “los cantantes de hoy son una mierda” o bien “la música murió en el año x (rellénese con el personal e intransferible momento de calificación neuronal)”. Algo similar sucede con la dieta: pasamos de los macarrones con tomate a la verdura y de ahí el sushi.  El problema es que conozco individuos que con cuarenta, y hasta cincuenta y sesenta, son muy capaces de mantener activo el apetito por las novedades gastronómicas, mientras que llegado cierto punto y en cuestiones musicales tendemos a ser el turista irredento que en la esquina de la Séptima y Bleecker te explica que nada como la tortilla y las croquetas de su madre, y a ver dónde encontramos gazpacho a esta hora y en esta isla de mierda.

Por supuesto que todos nosotros, leído esto, sonreímos en plan “si ya sabía yo que todo ‘er’ mundo es bobo y jajajá”. Mejor congela el rictus, acércate a la discoteca y contempla tus últimas adquisiciones, y eso que aquí, ahora que nadie nos oye, somos raritos, seres extraños, asociales o extravagantes, que incluso gastan pasta en música y hasta frecuentan arcanos paleolíticos como las tiendas de discos. Como será el asunto, entonces, allí donde la peña rara vez pasa de los menús prefabricados y las melodías congeladas y otros plastificados platos que ni muerden ni aúllan, ni manchan ni matan.

En mi caso, y por obligaciones profesionales, zarandeo las neuronas con asiduidad. Busco y comparo y gozo con infinidad de artistas (más o menos) jóvenes, de Taimi Nelson a First Aid Kit, de los Nastys a Juan Cirerol y a María Rodés. También, ay, tiendo con frecuencia al descubrimiento histórico y a veces paseo y me pierdo en los campos del blues rural y el jazz de Congo Square, el country previo a la electrificación, la samba anterior a los poetas ilustrados de los sesenta, el flamenco no rancio sino directamente fósil, los pioneros jamaicanos, los tangos sacados de una cripta, el rock and roll más esquelético y el pop previo a los Beatles, etc. Pero nada iguala el chute de adrenalina que proporciona topar con un crío de veinte años, todo radiante ingenuidad, cuando te tumba a base de canciones urgentes y letras conectadas al voltaje actual para explicarte que, sí, los tiempos están cambiando. Que sepas verlo o conectes el modo autista dependerá en parte de lo dispuesto que estés a cortejar el tranco inexorable hacia tu muerte.

 

 

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Legalize it!

 

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