Treinta y cinco años después, Elvis sigue vivo

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«Hacía suyo lo que cantaba, era absolutamente expresivo, se manejaba en múltiples registros y era capaz de envolver, abrazar y conmocionar al oyente cuando él se había emocionado interpretando en el estudio»

 

Hoy se cumple el treinta y cinco aniversario de la muerte de uno de los mitos mayores de la historia del rock, Elvis Presley. Ocasión que Juan Puchades aprovecha para homenajearlo y recordar su legado discográfico.

 

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

 

Recuerdo vagamente el día que Elvis (con él lo de Presley es accesorio) murió. O más bien el siguiente, el 17 de agosto, cuando la radio avanzó la noticia y el telediario (en aquella España de televisión única en dos canales) se hizo eco del acontecimiento. Yo era un chavalín de once años, pero Elvis era por entonces uno de mis mitos mayores (de hecho, si lo pienso bien, no creo que tuviera otro, los Beatles no entraron en mi vida hasta unos meses más tarde): representaba el rock and roll, TODO el rock and roll, ese género que veintitrés años antes había ayudado a poner en pie. No lloré, pues a esa edad todavía era un niño y no había conocido la muerte de cerca, que es cuando comprendes con meridiana crudeza todo su significado, que todos tenemos fin y que, tarde o temprano, debemos acostumbrarnos a convivir con ella. Así que por entonces las percepciones, deduzco, serían confusas. Por supuesto que me impactó, vaya si me impactó. Pero puestos a rememorar, recuerdo con mayor claridad la mañana en la que supe que habían asesinado a Lennon, tres años después, eso sí que fue un desgarro y la clara constatación de que los mitos, por grandes que sean, también son mortales. Pero, lo que son las cosas, hace unos días (mera coincidencia temporal con este treinta y cinco aniversario) me caían tremendos lagrimones (es lo que tiene la edad, que entre otros efectos perniciosos reblandece las glándulas lagrimales) al leer sobre ese pulso heroico que Elvis mantuvo consigo mismo durante los días preparatorios de lo que conocemos como el «comeback del 68», el fabuloso especial televisivo que lo sacó del aturdimiento en el que andaba sumido por entonces (bueno, más o menos como casi siempre) y que lo devolvió a los escenarios en un momento en que sus finanzas empezaban a tambalearse y la carrera cinematográfica había dado de sí todo lo que podía.

La de Elvis es, como la mayor parte de las biografías de los pioneros del rock, una historia trágica (otra casualidad reciente: llevo unas semanas metido en ellas para preparar la serie que se está publicando estos días aquí mismo, en la sección «El oro y el fango»). El tipo tuvo el mundo a sus pies pero, tremendamente pusilánime y contradictorio, se dejó arrastrar por los acontecimientos, marcando un antes y un después en su carrera tras el servicio militar en Alemania: al regresar a los Estados Unidos era un adicto a las anfetaminas (las consideraba medicina y pronto empezó a contrarrestar sus efectos con somníferos, iniciando el camino al consumo constante de todo tipo de drogas farmacéuticas), un niño grande tan caprichoso y tirano como generoso con los demás, rodeado de una cohorte de aduladores a sueldo cuya única función era bailarle el agua, hacerle compañía, reírle las gracias, jugar con él, darle la razón, facilitarle la existencia. Se dejó enredar por el coronel Parker para enfocar su carrera hacia el cine mientras soñaba con ser un gran actor (admiraba a Dean y a Brando y quería ser como ellos) en papeles dramáticos y acabó rodando una ristra de películas infumables de bajo presupuesto que le reportaban cifras astronómicas pero en las que ejercía de cara bonita que cantaba canciones insípidas y que se filmaban a destajo en dos o tres semanas, rodando varias al año. Vivía aislado en Los Ángeles, en Memphis o en Las Vegas, gastando sumas inimaginales en dar salida a caprichos de todo tipo, de los que se encariñaba con la misma rapidez con la que los olvidaba. Atravesó su particular momento místico que le puso contra las cuerdas de la paciencia de Parker. Pero es que Elvis era, esencialmente, un ser inestable que se aburría mucho y se comportaba exactamente como lo hacen los ricos que se aburren mucho. Pero lo más duro para Elvis era ser Elvis, estar a la altura de su propio mito, cumplir con las expectativas que pensaba que los demás (el público) tenían puestas en él, y así su carrera acabó por ser un zigzagueante sinsentido, reflejo dramático de su propia existencia. Y lo peor, lo más terrible, es que era plenamente consciente de todo ello. Por lo menos lo fue hasta los primeros setenta, cuando perdió toda conciencia de la realidad y encaró la recta que le abocaría hacia el penoso final.

Pero ese es el misterioso Elvis humano, el que nunca conocimos y nunca conoceremos, el que podemos atisbar en las biografías escritas sobre él, luego está el que realmente importa: el que quedó en los discos y al que tenemos acceso. Pero para entender la discografía de Elvis primero hay que fragmentarla en tres bloques: los discos de estudio, los de directo y las bandas sonoras (o discos con canciones para películas, que sería una definición mucho más acertada).

 

«Elvis se estremecía cantando, disfrutaba con lo que hacía y era capaz de proyectarlo sobre cinta magnética para goce de todos nosotros. Ese es el Elvis que nos queda y el que debemos valorar»

Por duro que parezca, hay que renunciar al grueso de estas últimas: a Elvis no le interesaban lo más mínimo, despachaba las sesiones de grabación para sus películas en un par de días como mucho, él no seleccionaba los temas e incluso se avergonzaba de la mayoría de ellos. Eran grabaciones que habitualmente se realizaban en Hollywood y sin ninguna implicación personal o emocional por su parte. Más o menos como el que fríe churros o trabaja en una cadena de montaje. En 1967, grabando temas para una película (de forma excepcional en Nashville), llegó a pedirle al productor Felton Jarvis que esas canciones nunca fueran editadas, tanto le sonrojaban. Debemos considerar esos discos, por tanto, únicamente como material para forofos completistas capaces de echarse al oído cualquier cosa por la única razón de estar interpretada por Elvis. En ellos la rutina artística es un hecho y los bostezos (cuando no la irritación) están asegurados. En todo caso, los primeros de esos elepés, «Loving you», «King creole», «G.I. Blues» y «Jailhouse rock» (un epé posteriormente alargado a cedé con temas de esta película y de «Love me tender») sí merecen ser tenidos en consideración.

Por su lado, los discos de directo son los que muestran su evolución en el escenario. Todos son esenciales pues, por irregulares que resulten, documentan el sonido en vivo de alguien que se crecía sobre las tablas y sirven para completar el puzzle sonoro. Imprescindibles serían «In person at the International Hotel, Las Vegas, Nevada» y «On stage», que conforman una suerte de inflamable díptico de registros en vivo de 1969 y 1970, cuando regresó a los escenarios tras diez años alejado de ellos y maduró un discurso que se nutría de rock, gospel, country y soul.

Por último, las grabaciones en estudio pensadas como álbumes, y que suman un total de veintidós discos –dejando al margen los recopilatorios (los «Golden records» son imprescindibles al incluir inéditos) y los elepés publicados tras su muerte–, son las que hay que tener (sin olvidar el cedé que recoge las tomas para Sun Records) y las que, ciertamente, constituyen el legado creativo de un vocalista tremendamente inquieto que aunque no componía, en el estudio sabía lo que quería: pese a la presencia de productores, Elvis participaba, opinaba y decidía. Un legado sonoro que pasa de lo sublime («Elvis Presley», «Elvis», «His hand in mine», «How great thou art», «From Elvis in Memphis», «Back in Memphis», «Promised land») a lo correcto (me niego a reconocer discos malos de Elvis en estudio: hasta en los más lamentables hay momentos que te hacen postrarte ante la profundidad de alguna de sus interpretaciones, y para mí eso es mucho) y que es como un recorrido por la obra de alguien que revolucionó el mundo con el primer rock pero que, rápido, fue creciendo como vocalista (en muchas temporadas de completa dejadez, a su pesar y sin ser consciente de ello) y que pretendió tocar todos los palos que despertaban su fibra sensible.

Hoy quizá pueda parecer demencial su evolución, pero fue la que fue, la de alguien que, en el fondo, había llegado al rock de casualidad y que se había educado con espirituales, blues, country y escuchando tanto a Bing Crosby como a Frank Sinatra. Un señor que, para entender sus inclinaciones sonoras, baste decir que en su treintena estaba totalmente fascinado por Tom Jones. Así fue Elvis, y hay que tomarlo o dejarlo. Enfurecerse con el grueso de su obra y pensar que el único Elvis posible es el de Sun Records y el de los dos primeros elepés en RCA es puro reduccionismo, un falso espejismo y un no querer admitir su realidad musical. A Elvis hay que interpretarlo como un vocalista poliédrico, seguramente no tan perfecto como sus fans más acérrimos quisieran pensar (uno de ellos, hace años, mediante carta anónima amenazó con matarme si volvía a escribir sobre él). Pero, ¿quién quiere escuchar a cantantes perfectos? Elvis hacía suyo lo que cantaba, era absolutamente expresivo, se manejaba en múltiples registros y era capaz de envolver, abrazar y conmocionar al oyente cuando él se había emocionado interpretando en el estudio (lo que ocurría con cierta facilidad cuando el material musical y la compañía humana eran de su agrado). Un cantante que necesitaba estar presente en las grabaciones, implicarse, compartir con los músicos que grababan para él (tocando todos juntos en directo y a los que, para sorpresa de muchos, trataba con exquisita educación). Alguien que apagaba las luces de la sala y encendía velas cuando entendía que una canción requería del máximo recogimiento para ser interpretada. Elvis se estremecía cantando, disfrutaba con lo que hacía y era capaz de proyectarlo sobre cinta magnética para goce de todos nosotros. Ese es el Elvis que nos queda y el que debemos valorar.

Podemos especular con cómo habría sido su carrera a partir de 1977, cómo habría superado los años ochenta, cómo habrían sido sus décadas de los noventa y dos mil (¡¿habría grabado con Rick Rubin?!), qué estaría interpretando hoy, a los setenta y siete años… Creo que todos podemos imaginarlo en esos periodos, pero no sirve de nada, Elvis es el de la voz eternamente atrapada en las grabaciones de que disponemos. No hay más que eso, y no es poco para hacernos felices. Disfrutémoslo. Ahí es donde Elvis permanece vivo.

 

 

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