Tinta y tiempo, de Jorge Drexler

Autor:

DISCOS

«Un buen repertorio de pálpitos musicales diferentes»

 

Jorge Drexler
Tinta y tiempo
SONY, 2022

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

La carrera de Jorge Drexler es sumamente atípica. Ya el hecho de que su profesión fuera la de médico antes de adentrarse en el mundo de la música lo aparta de los caminos habituales. También que, tras su llegada a España desde su Uruguay natal, en 1995, haya ido más allá de los parámetros de un cantautor al uso, para colaborar, por ejemplo, con Shakira o, ya en este disco, con C. Tangana. O que haga versiones desacostumbradas. Radiohead fue uno de los escogidos, igual que Bomba Estéreo. Y, como colofón final, sus letras, llenas de imágenes en que la ciencia se convierte en lírica, como solo saben hacer él y Antonio Vega.

Todo lleva a que, en sus discos de estudio, su personalidad tiene como valor predominante el estar atento al pálpito de las calles, tomarlo y llevarlo a su terreno. Electrónica o música urbana —esos sonidos tan denostados por los músicos que juegan en su división— son para el uruguayo motivos de trabajo. Así que en este nuevo disco, que celebra treinta años de carrera, podemos encontrar un buen repertorio de pálpitos musicales diferentes; eso sí, las letras forman una ligazón temática que las enreda en el amor en todas sus vertientes, de la pareja a lo filial, de la escritura hasta la vida.

Amor es lo que —tras un inicio muy plástico, casi de película de espías— sienten dos células en “El plan maestro”, a las que acompañan en una ironía sentimental flautas, orquestas que se abren y desaparecen, cuerdas andinas y, sobre todo, Rubén Blades, en una canción que le sienta como un guante al panameño. Amor se siente por un hijo en “El día que estrenaste el mundo”, iniciada en tono clásico, de bossa nova, para un final que acentúa, sin embargo, los ámbitos sonoros que entendemos propios de un cantautor. También posee este tono la que cierra el trabajo, “Duermevela”, un recuerdo a su madre, con las voces de sus dos hijos pequeños y un fraseo plagado de dulzura que evoca los años cincuenta más melódicos.

Hay otro bloque que deriva en sonidos más cálidos. La que comparte con C. Tangana, por ejemplo, “Tocarte”, con su percusión obsesiva parece más propia de El madrileño que de este disco, aunque no se puede negar que ambos la resuelven a la perfección. En la que da título al elepé, Drexler usa la voz de manera más cercana y posee toques flamencos y, por último, “Amor al arte” es medio rumba, medio samba, medio estándar, con una embaucadora travesera final.

Está también el sector más afín a lo anglosajón, que se despliega en el inicio pop de “Cinturón blanco”, para enseguida convertirse en una rodaja de funk melódico a la neoyorquina, que habla de empezar cada día, de ir aferrando logros de pareja constantemente. La que posee más potencia es “¡Oh, algoritmo!”, acompañado de la cantante israelí Noga Erez, que combina punteos rockeros, rap, negritud y funky.

No se puede decir, como apuntábamos al principio, que el cantante uruguayo no esté atento al sentir del aire, a intentar ser contemporáneo y evolucionar. No es un valor en sí, pero sí lo hace de manera tan personal, y volcando sus ideas sobre el amor, que el disco resulta un perfecto cúmulo de sentimientos íntimos, genial manejo del lenguaje y preocupación por adoptar visiones musicales que hagan a sus canciones clásicas y actuales a la vez.

Anterior crítica de discos: Chloe and the next 20th century, de Father John Misty.

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