Serrat en Madrid: tres palacios para despedir al «rey»

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«Hay muchas maneras de abordar un adiós y Serrat quiso que el suyo fuese un vis a vis con el público sin aspavientos ni fuegos artificiales, cantándole al natural»

 

A punto de poner el colofón final a su inmensa carrera, Joan Manuel Serrat se despidió de Madrid tras hacer triplete en el WiZink Center. Al último concierto en la capital acudió Arancha Moreno.

 

Joan Manuel Serrat
WiZink Center, Madrid
14 de diciembre de 2022

 

Texto: ARANCHA MORENO.
Foto principal: JUAN MIGUEL MORALES
Fotos inferiores: MARTA SANZ.

 

Menudo vicio el de cantar, Joan Manuel. No ha llegado usted a los sesenta años sobre las tablas de milagro. Porque no lo ha querido. Cualquiera de los quince mil asistentes que le vieron ayer, miércoles, sobre las tablas de WiZink Center, probablemente hubiese opinado lo contrario. No en vano ha llenado tres veces el palacio; una despedida cálida y múltiple a un «rey» —permítame la licencia real, solo esta vez— que se desprenderá de la corona el próximo 23 de diciembre en otra casa real: el Palau Sant Jordi de la Barcelona que vio nacer al Noi del Poble Sec.

Se preparó Madrid para llorar la despedida de Serrat durante toda la tarde, a base de tormentas y balsas de agua que inundaron calles y paradas de metro. Sorteamos los últimos charcos cuando arrancó el “Dale que dale”, e irrumpimos en el recinto justo para entender de qué iba este último viaje: un recorrido por todas las estaciones vitales, por los recuerdos, la poesía, la crítica, el amor y la esperanza. Un periplo emocional que arrancó en la infancia, y que nos despertó en el verso más crujiente de “Mi niñez”: «Creo que entonces yo era feliz».

Hay muchas maneras de abordar un adiós y Serrat quiso que el suyo fuese un vis a vis con el público sin aspavientos ni fuegos artificiales, cantándole al natural. Sin invitados, sin sorpresas, sin hacer un setlist que reflejase todos sus hits. Cantó lo que quiso, y reprochó cariñosamente a los presentes que no le acompañasen más en lo vocal. No es que no cantaran; la gente movía los labios y tarareaba bajito, quizá porque no querían perderse ni un solo verso del maestro. Sabían que esa noche no iba a repetirse y no querían perderse ningún gesto, ninguna palabra, ni un solo quiebro de la emoción que flotaba sobre las tablas. Rieron con Joan Manuel cuando les habló de su abuelo Manuel y se caló una boina para demostrar un parecido «razonable». A él está dedicado “El carrusel del Furo” y ese es, precisamente, el mote que han heredado sus descendientes. Se emocionaron cuando le escucharon desenhebrar “Lucía”, buscando esquivar los vicios, para no perder autenticidad al abordar una pieza que ha defendido un sinfín de veces. Y volvieron a reírse cuando les contó que nunca conoció a la “Señora” de la canción, esa que siempre tendrá cuarenta años porque «los personajes no envejecen». Ventajas de mezclar fantasía y realidad.

La velada, grabada a golpe de pájaro por una espectacular cámara —cuyo recorrido veremos, probablemente, en un deuvedé a no mucho tardar—, transcurrió entre ojos brillantes y sonrisas. Hubo también carcajadas, tras entonar “La mujer que yo quiero”, cuando se refirió a la reina Isabel II y a su hijo, el «orejas», porque si uno tuviese una familia así también «le quitaría la tónica al gin». Y con absoluta naturalidad encaró después una interpretación soberbia de su “Romance de Curro el Palmo”, serratiana hasta la médula, aunque la postura en el escenario, y la historia, tengan connotaciones flamencas. Por el camino, algún otro mito destruido: no existió el tablao del Lacio y Merceditas y Curro nunca llegaron a cruzarse. Pero ya lo dijo Serrat: seríamos mucho más pobres sin las mentiras de la ficción.

 

«Sabían que esa noche no iba a repetirse y no querían perderse ningún gesto, ninguna palabra, ni un solo quiebro de la emoción que flotaba sobre las tablas»

 

En “Hoy por ti, mañana por mí” abrazó la acústica, algo que hizo, de forma guadianesca, durante toda la noche. No existe una crítica más elegante y coreable que su “Algo personal”, coqueteando musicalmente con el charlestón. La sola mención de Miguel Hernández arrancó varios gritos de «¡viva la República!» que no empañaron la dolorosa belleza de las “Nanas de la cebolla”. A Serrat le salían los pájaros de la garganta, buscando esa reverberación tan suya que vamos a echar tanto de menos. No existe consuelo cuando pensamos que con su marcha y la de Perales se muere la canción popular. Quizá él también lo sienta, a tenor por lo que reflejó su cara, y su delicada reverencia. Pero el clímax, o uno de ellos, llegaría al entonar “Para la libertad”. Porque en sus múltiples lecturas, la de hoy, la de su adiós escénico, se concentra en un solo verso: «Aún tengo la vida».

A su madre, Ángeles, que trabajó como una mula en eso que llamaban sus labores, volvió a dedicarle “Cançó de bressol”, tendiendo puentes entre el catalán y el castellano. A ritmo de alegre revista llegó “De cartón piedra”, y rompió su mirada al pasado para mirar al presente, con un guiño tecnológico a Alexa, a quien preguntó qué es una canción. Joan Manuel, en esto, se aleja de la aséptica descripción de la RAE: para él, es la fusión de una música y una letra que producen emoción. Y aprovechó entonces para agradecer a tantos cancioneros y autores por todo ese torrente de sentimientos. También a sus arregladores, desde Juan Carlos Calderón o Francesc Burrull hasta aquellos que siguen custodiándole en el escenario desde las teclas, Ricard Miralles y Josep Mas «Kitflus». Junto a ellos, el sonriente David Palau a la guitarra eléctrica, Úrsula Amargós a la viola —con la que se marcó un precioso dúo vocal en “Es caprichoso el azar”—, Vicente Climent a la batería, Raimon Ferrer al contrabajo y José Miguel Pérez Sagaste al saxo, el clarinete, la flauta y el acordeón. Una banda que suena a orquesta, que pule y abrillanta las melodías, que da un paso atrás para no pisar la entrañable cotidianeidad de “No hago otra cosa que pensar en ti”, y que se agiganta y alegra cuando acomete piezas como “Tu nombre me sabe a yerba”.

Sabíamos todos que podía ser un gran día, como así cantó, y lo fue. No cejó en apelar a la conciencia, incidiendo en la terrible deriva del cambio climático, antes de encarar “Pare”, canción que cerró con una poderosísima imagen de la guerra de Ucrania, de un padre despidiéndose de su hijo a través del cristal, antes de que el niño se marche en tren. Y acto seguido, en la pantalla apareció una playa, y llegó, cómo no, “Mediterráneo”, la canción que nos ha bañado a todos. Maldita sea; esta será la última vez… en directo.

 

«Al cantar “Nanas de la cebolla”, a Serrat le salían los pájaros de la garganta»

 

“Aquellas pequeñas cosas” se convirtió en un juego, en un toma y daca con el público, animando a los «farsarios» a cantar aunque desconocieran la letra. Con “Cantares” nadie quiso quedarse en su sitio. Contradiciendo a Antonio Machado, que nunca persiguió la gloria, Serrat deja en la memoria de los hombres su canción. Y en la suya habitarán siempre todos los que le han acompañado. No hace falta dar nombres de poetas, músicos, amigos. Están en toda su discografía, y viven en él.

Lo escribió mejor Luis García Montero en El País: «Ser feliz en un concierto de Serrat es comprender de forma sencilla todas las palabras que llenan una canción, y todas las canciones que caben en una palabra. Lluvia, fiesta, señora, Mediterráneo, camino, andar, libertad, nana, cosas, escaparate, estación, ay, amor (…)». Añado infancia, pueblo, cementerio, querer, azar. En todas esas palabras estará siempre Joan Manuel Serrat. Y en ese público del que se despidió anoche con «Fiesta». «Ha sido un placer conocerles. Sean felices», nos deseó, antes de esconderse entre el telón rojo, desapareciendo graciosamente para restarle solemnidad al fin de su reinado. Sea feliz usted también, Joan Manuel. Y por favor, vuelva a asomarse alguna vez. Nunca se vaya del todo.

 

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