Rough and rowdy ways: el último viaje del guerrero Bob Dylan

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«Si fuera el último de los suyos, Bob Dylan habría entregado una despedida a la altura de una carrera sin parangón posible en la era rock»

 

Horas antes de que se publique Rough and rowdy ways, Julio Valdeón degusta el nuevo disco de Bob Dylan, primera colección de material original desde el lejano Tempest, publicado hace ya ocho años.

 

Texto: JULIO VALDEÓN.

 

Los tres adelantos de Rough and rowdy ways, lo nuevo de Bob Dylan (que ve la luz este viernes 19 a través de Columbia/Sony), sonaban tan intrigantes como, por momentos, ásperos. Melancólicas elegías literarias, carnavales superpoblados de iconos, mitos y monstruos, con una atención digamos que relativa a lo musical. El resto del disco dobla la apuesta, confirma las mejores impresiones y evapora las dudas. Aunque no es una obra de consumo fácil y, de hecho, aconsejo hacerse con las letras impresas. Especialmente recomendadas para los oyentes que no tenemos la suerte de ser bilingües. Pero Rough and rowdy ways está muy lejos de resultar monótono.

Mr. Zimmerman ha renunciado a varias de las convenciones del formato canción. Excepto en el caso de los blues, «False prophet», «Goodbye Jimmy Reed» y «Crossing the Rubicon», pura cosecha del South Side de Chicago afortunadamente desprovista de lugares comunes. Después de los cinco discos, se dice pronto, de revisiones del cancionero de estándares, que parecen haberle servido para explorar nuevas y delicadas formas de exprimir sus derruidas cuerdas vocales, regresa a muchos de los afluentes que ya bañaban Love & theft (2001), Modern times (2006) y Tempest (2012). Pero los ecos de rockabilly, country, folk y baladas pre rock and roll sirven más como lienzos atmosféricos. Pinceladas de doo-wop, rhythm and blues y Tin Pan Alley sobre los que levantar sus poéticas e inteligentes historias. Tómese el caso de “My own version of you”, cuento gótico dedicado a un tipo que saquea monasterios y morgues para crear su propio y enamorado Frankenstein. En “I contain multitudes” sintoniza a Walt Whitman y a William Blake, a Indiana Jones a Anne Frank, a las viejas reinas del pasado y a los Rolling Stones. En mis sueños me imagino preguntándole una imbecilidad del tipo de si la letra es autobiográfica, en plan periodista sin brújula en Don’t look back (1967). Me decepcionaría muchísimo si no me mandase a la mierda. El desfile de personajes reales e imaginarios, en canciones del calibre de “Murder most foul”, retrotrae en buena medida a los caminos hollados en «Desolation row» (1965). Aquí y allá lo siniestro convive con lo cómico. La muerte, omnipresente, marida con el bromazo cósmico. La verdad de las canciones, único evangelio que reconoce el poeta, sirve como salvaguarda y consuelo a los paisajes bombardeados.

Cuesta encontrar a otro artista de casi ochenta años con un talento todavía igual de incontenible. Tomen la penúltima canción del disco, la monumental “Key West (Philosopher pilot)”. El último viaje de un guerrero rumbo a un paraíso entre real e imaginario, crepuscular, muestra a un hombre herido de muerte. Elefante en la senda del cementerio. Pero todavía orgulloso. Todavía vigente. Todavía empeñado en abrir nuevas sendas. Todavía intrigante, sugerente y divertido. Con sus toques de comedia negra, sus diálogos con Dante, John Ford y Beethoven, sus guiños a las películas de monstruos de la Universal, sus coñas privadas, sus magnicidios y sus estampas del siglo XX, más que un disco Rough and rowdy ways es un milagro. Si fuera el último de los suyos, Bob Dylan habría entregado una despedida a la altura de una carrera sin parangón posible en la era rock. Inabarcable, bellísima, cegadora. 

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