¿Qué fue de Cuba?

Autor:

EL ORO Y EL FANGO

“Las ventas de discos cayeron estrepitosamente, y Cuba dejó de interesar. La música de todo un país, como antes la new age, la world music o como le pasa a los yogures, había caducado”

 

Una puesta al día de la “Antología” que Santiago Auserón le grabó a Compay Segundo, sirve para que Juan Puchades se pregunte qué fue de Cuba tras los años de abundancia discográfica.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.

 

Hoy, bajo el nombre de “Nueva antología, 20 aniversario” (Warner), llega a las tiendas una reedición de “Antología”, el álbum que Santiago Auserón le produjo a Compay Segundo (Francisco Repilado) en 1995 (el aniversario es, en realidad, el vigésimo tercero), y que junto al revelador e iniciático recopilatorio colectivo, también elaborado por Auserón, “Semilla del son”, de 1991, es parte de la chispa esencial que provocó que prendiera la llama de la recuperación de la música cubana tras décadas de ostracismo. Recuerden: eran días de bloqueo estadounidense, que tener tan cerca de casa a un país comunista inquietaba mucho —ahora China domina la economía mundial, pero todos hacemos como que aquello no es una dictadura comunista y se comercia sin complejos—, y claro, el resto acataba lo que decía el gigante de las barras y las estrellas. Por supuesto, España, por mucho que Manuel Fraga (exministro de Franco y fundador del PP, antes Alianza Popular) confraternizara con campechanía con Fidel Castro, seguía los dictados del “amigo americano” y se alineaba con los expatriados de Miami. Eso sí, como quien no quiere la cosa, algunos hoteleros nacionales hacían negocios en la isla.

De Miami, precisamente, llegarían otras de las piezas esenciales en la recuperación sonora (y sonera) cubana: el muy didáctico (y, no se tiren de los pelos, recomendable) “Mi tierra”, de Gloria Estefan, de 1993, y el brutal volumen uno de las “Master sessions” de Cachao (Israel López), lanzado en 1995 con Andy García de padrino, recuperando al padre de las “descargas”.

 

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Pero quien se llevó el gato al agua fue Ry Cooder, que, atento a todo lo anterior, en 1998 puso en marcha el nostálgico “Buenavista Social Club”, con Wim Wenders (juntos habían colaborado en “París, Texas”) filmando la experiencia aliñada con ciertas dosis de edulcorante narrativo muy al gusto del espectador medio, pero que funcionó perfectamente, obró el milagro y… Cuba se abrió al mundo. O el mundo descubrió Cuba, fascinado con su riqueza musical, y sones, chachachás, boleros, mambos, rumbas o guarachas revivieron en grabaciones originales o en nuevos registros.

De pronto todas las discográficas querían hacerse con su trocito del pastel, Egrem (la disquera oficial) abría las puertas de la cueva del tesoro, los diamantes se desempolvaban, licenciaban e iban de aquí para allá, en ediciones cuidadas o lamentables. Todo valía, lo mismo daba series completas y rigurosas u otras de circunstancias. Hasta los periódicos vendían música latina los domingos. Por aquí el mayor difusor fue Diego A. Manrique, que se cubanizó y latinizó de tal modo que muchos de sus oyentes del “Ambigú” (Radio 3) había días que no entendían qué diantres desayunaba. Muchas de sus vivencias cubanas las fue relatando en “Ritmos de bohemia”, la sección mensual que mantenía en EFE EME. Incluso uno conoció a genuinos sordos musicales que, a pie de calle, te hablaban con soltura (¡sin Google o Wikipedia de por medio!) de Celeste Mendoza, El Guayabero, Los Zafiros, Eliades Ochoa, el Trío Matamoros, Ibrahim Ferrer, Benny Moré o La Lupe (esto tenía menos mérito, que Pedro Almodóvar la había redescubierto en “Mujeres al borde un ataque de nervios”, ¡en 1988!). Los viejitos daban lecciones de “savoir faire” entrando de nuevo a los estudios, dejándose querer con picardía, desplegando encanto y saliendo de gira. ¡La vejez cotizaba al alza! Productores españoles y franceses acamparon allí a la caza de talento fresco, pero la mayor parte de los proyectos, se supone que grabados, no verían la luz ya que un día, sin más, todo acabó.

Fueron alrededor de diez años de abundancia —quizá de sobreabundancia y explotación (consentida por los protagonistas, que el tiempo vital se agotaba)—, coincidentes con los primeros espasmos de la gran crisis de la industria discográfica, piratería mediante. Las ventas de discos cayeron estrepitosamente, y Cuba dejó de interesar. Todo había sido una moda. La música de todo un país, como antes la new age, la world music o como le pasa a los yogures, había caducado. El pozo se secó o lo cegaron, no se sabe bien. Nadie lo ha estudiado. Algunos artistas mantuvieron el tirón del directo: los clásicos, a los que “Buenavista” había dotado de dorado pasaporte internacional y alfombra roja. Los demás, volvieron, suponemos (que nunca más se supo), a sus cosas, a sobrevivir en la isla.

A veinte años de la eclosión, queda poco: cada tanto se edita un disco nuevo de Eliades Ochoa u Omara Portuondo, prácticamente los dos únicos supervivientes de la gran oleada; Santiago Auserón, alejado musicalmente de los orígenes soneros de Juan Perro, recopiló el año pasado sus primeras vivencias cubanas en el libro “Semilla del son”; Ry Cooder, sin mirar atrás, enfiló hacia la frontera con México; incluso Diego A. Manrique parece haberse olvidado de las músicas latinas; los productores que estuvieron allí buscando savia joven nunca han contado qué grabaron ni para quién; las ediciones de colecciones clásicas escasean. En 2015, Egrem, con la apertura impulsada por Obama, llegó a un acuerdo con Sony para la explotación de su fondo (España, como siempre, tan ciega, tan sorda, tan muda). Y así estamos, preguntándonos de vez en cuando qué fue de Cuba. Celebremos, pues, que el legado de Compay Segundo, fallecido en 2003, vuelva a estar de actualidad.

Anterior entrega de “El oro y el fango”: La gloria, para las canciones.

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