Never mind the bollocks, here’s the Sex Pistols (1977), de Sex Pistols

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OPERACIÓN RESCATE

«Un purasangre desbocado que, más allá de las cuestiones surgidas en torno a su verdadera naturaleza, recogió un estado de inspiración espídica»

 

Coincidiendo con el cuarenta aniversario de la muerte de Sid Vicious, Marcos Gendre recupera el histórico elepé que editaron los Sex Pistols, uno de los más contradictorios de la historia del rock.

 

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Sex Pistols
Never mind the bollocks, here’s the Sex Pistols
VIRGIN RECORDS, 1977

 

Texto: Marcos Gendre.

 

En el cuarenta aniversario de la muerte de Sid Vicious, uno se pregunta qué valores artísticos pueden ser ofrecidos de su efímera trayectoria musical. Atreverse a reivindicar Sid sings, su único elepé en solitario, sería un suicidio asegurado. No en vano, más que un disco, se trata de la última gran broma punk, donde el bueno de Sid traducía en chiste de frenopático la herencia forjada por The Stooges, Johnny Thunders y Ramones.

En este disco, Sid es la estrella. Se trata de un álbum donde emerge la realidad de su éxito, basada en la imagen de un saqueador de los valores apostólicos sembrados por los dioses del rock en los años 70.

Con su escandalosa irrupción por la puerta de atrás de los Sex Pistols, quien sustituyó a Glen Matlock en el seno del grupo nunca se desligó de su oda constante a la ineptitud. La misma no fue óbice para que su imperturbable mueca de asco volara la cabeza de miles de seguidores de la banda británica que, en su momento, únicamente pudieron intuir su bajo en un tema de su único álbum en estudio.

El tema en cuestión era “Bodies”, un cohete de velocidad intransitiva, fogueado por la adrenalina alocada de un estribillo donde su amigo, Johnny Rotten, se apropiaba de la materia glam rock y la pervertía con un chute de salvajismo incandescente. Es en canciones como esta donde se palpa una de las realidades que definen Never mind the bollocks: para ser un disco etiquetado como la panacea del punk, la producción es tan lustrosa y repleta de pistas de guitarra como un disco de Led Zeppelin…

No es ninguna casualidad que Chris Thomas fuera el productor de la criatura. Un tipo que, entre muchos otros, había trabajado con estilistas del pop como los Beatles del 68 y 69, además de Roxy Music. Que Thomas cogiese el mando de la producción del elepé más esperado de 1977 marcó la doble moral con la que jugaban los Pistols en aquel entonces. Santos patrones de la no técnica pero respaldados por toda clase de arreglos para disimularla. Tal es así que a Steve Jones, el miembro más dotado técnicamente del grupo, le tocó interpretar las partes destinadas a Sid Vicious, encargándose del ochenta por ciento de una música, pertinentemente, aderezada bajo un manto de wall of sound punk que lo emparenta con las lustrosas producciones que tuvieron reyes del glam como Sweet y Slade.

Fichar por un sello con la solera de Virgin, expertos en materia proggy y en descubrir al gran público a chamanes del sinfonismo instrumental como Mike Oldfield y Tangerine Dream, enfatiza la sensación de que, a pesar de un ataque frontal como “E.M.I.”, Never mind the bollocks no era verdaderamente un corte de mangas contra la industria del rock, por otro lado, asentada en valores que los Pistols exageraron, jamás evitaron. Los autoproclamados asesinos del rock ad roll, versionaban a Chuck Berry y retomaron la senda de los pioneros del rock, borrando de su cuaderno de bitácora cualquier rastro de opulencia técnica.

La eclosión punk y los Sex Pistols también coincidieron con la época dorada de la música disco. Años en los que el lema “disco ducks” era una reacción de odio que llegó a unir a punks y centinelas de la “moral” rock. Sin embargo, cortes como “Pretty vacant” estaban inspirados por el “S.O.S.” de ABBA. Tampoco hay que olvidar que en su mutación de Johnny Rotten en John Lydon, el que fuerza cabecilla de los Pistols nunca escondió sus filias hacia la música disco.

Por estas y muchas más razones, Never mind the bollocks no deja de ser uno de los trabajos más contradictorios de la historia del rock. Un purasangre desbocado que, más allá de las cuestiones surgidas en torno a su verdadera naturaleza, recogió un estado de inspiración espídica y la concentró en una colección de canciones que desprenden tal poder que, tantos años después, sigue esquivando cualquier clase de radiografía que lo señale como una traición a la causa punk.

Operación rescate: Train a comin’, de Steve Earle.

 

 

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