Malcolm Scarpa (1959-2022), el genio distraído

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Luis Lapuente rinde homenaje a Malcolm Scarpa, fallecido ayer (17 de julio), a los 62 años. Un genio que merecía un mejor acomodo en el imaginario del pop español.

 

Texto: LUIS LAPUENTE.

 

Hará unas dos décadas que Malcolm Scarpa se sinceraba en una larga entrevista del fastuoso monográfico sobre el músico madrileño coordinado por el inefable Sachs Le Loup con el título Focus on Malcolm Scarpa (busquen el PDF en la red, no tiene desperdicio). Hablando de sus orígenes, decía Malcolm: «Nací en 1959, en Madrid. El negocio familiar consistía en un puesto de tómbola, en el que, cuando se cerraba, se quedaban los amigos de mi padre y los borrachos que se apuntaban a cualquier cosa. Entonces ponían encima del mostrador al niño que sabía cantar, que era yo, y cantaba “Let’s twist again” de Chubby Checker y como era muy espabilado en esa época, cosa que ahora no, pasaba la gorra y me hacía con un dinero. Eso era cuando tenía cinco o seis años. Después hubo una época de sequía que coincidiría con la entrada en el colegio, con esa educación tan estricta según la cual todo lo que te gusta es malo».

Ahora que ya no está con nosotros Juan Manuel Morilla Scarpa conviene recordar, remachar, repetir, que tuvimos al genio a nuestro lado y, quizá por su carácter distraído de sí mismo, no fuimos capaces de dejarle un espacio donde manifestarse en libertad. A decir verdad, sí tuvo ese espacio Malcolm (Malcolm en homenaje a Malcolm Le Maistre, de su, y nuestra, adorada Incredible String Band). Lo tuvo en Cambayá Records, donde debutó en 1991 con un disco de blues y músicas tradicionales, acompañado por los Jokers y su amigo Ñaco Goñi. Lo tuvo luego en Triquinoise, con aquel memorable primer álbum (Malcolm Scarpa), ilustrado por una foto de la tómbola de su padre, donde ya daba rienda suelta a su fértil imaginario musical, donde cabían los Kinks amantes del vodevil y el jazz bailable y los folkies más psicodélicos y más heterodoxos, una especie de remedo de los maravillosos discos subterráneos que facturaba Leon Redbone al otro lado del charco. En 1994 grabó una toma fascinante de “My funny Valentine” en el epé Despiece: paletilla, publicado por Triquinoise, compartido por Corcobado y Cría cuervos, 713avo Amor y Vírgenes adolescentes. Ya no tenía que tocar en los pasillos del metro madrileño, aunque seguía siendo, siempre lo fue, un marginal entre los marginados. Un año más tarde, al fin encontró a su alma gemela, Luis González, más conocido como Caballero Reynaldo, otro bendito heterodoxo enamorado de la obra de Frank Zappa, que creó una discográfica (Hall of Fame Records) a imagen y semejanza de su amigo y compinche Malcolm, un lugar mágico donde pudiera reposar su música prodigiosa, esa hermosa anomalía a contracorriente, un fresco intemporal donde cabían Ray Davies, Doug Sahm, Ferrante & Teicher, la Incredible String Band, David Bowie, Syd Barrett, Sonny Terry & Brownie McGhee, Ray Charles, Nick Drake, Chuck Berry, Louis Armstrong o los Beach Boys. Allí iría dejando Malcolm con los años formidables y subterráneas muestras de su increíble talento, salpimentadas por apariciones en otras discográficas: la banda sonora de Mamá es boba (1999) en Nuevos Medios, la de Un buen día lo tiene cualquiera (2007) en Warner, El traje vacío (2007) en Sponja Records o el sensacional y postrero Something like that! (2015) en Sunthunder Records. Entre medias, el que quizá fue su mejor álbum, Las cosas cambian (2004), editado por Hall of Fame y Grabaciones en el mar, del que se extrajo el single autobiográfico “El estanco de Paula”, hermosa miniatura costumbrista del barrio madrileño de Pueblo Nuevo, donde Malcolm vivía, y al que también se refirió en las páginas de su libro ¿Qué te debo, José? (Gamuza Azul, 2001), definido como «una recopilación de anécdotas, juegos de palabras, filosofía tabernaria y humor negro, escrita a ráfagas de ametralladora encasquillada, donde se mezcla Dostoievski con Marcial Lafuente Estefanía, Gijón con Tampa (Florida), Fausto Coppi con Adolfo Suárez, Lightin’ Hopkins con Édith Piaf y los boquerones en vinagre con los pantalones a rayas».

Desde hace años, Malcolm apenas salía de casa, atribulado por una dolencia respiratoria crónica, no tenía móvil ni estaba en las redes sociales, había dejado de cantar pero siempre encontraba un resquicio para encontrarse con los amigos que le llamaban al teléfono fijo o querían compartir con él fotos, recuerdos y músicas deliciosas. Ha muerto en silencio el 17 de julio y se nos queda en el paladar el regusto amargo de no haberle sabido encontrar mejor acomodo en el imaginario del pop español, donde un día no muy lejano será reivindicado como el genio distraído de sí mismo que echaba de menos la vieja tómbola de su padre o la tienda de discos de la calle José del Hierro donde compró sus primeros singles de los Kinks.

 

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