Louis Armstrong, león sonriente

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COMBUSTIONES

«No encontrarán su tumba en Nueva Orleans. Se negó a regresar en una caja de pino y convertirse en souvenir para turistas, mientras la ciudad latía podrida de racismo»

 

Esta semana, Julio Valdeón analiza el nuevo documental sobre la vida y obra de Louis Armstrong, dirigido por Sacha Jenkins. Una cinta honesta y sincera, que se aleja de los clichés y nos acerca a la ética, la moral y la conducta del padre fundador del jazz.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Hoy no eres nadie si tu publicista no asocia tu nombre a un bouquet de causas justas. Marilyn Monroe, en manos de Andrew Dominik, es ya un protoicono del Me too; Sam Cooke parece más importante si su asesinato trasluce alguna pista racial desatendida. Pero los espectadores de Louis Armstrong’s black & blues, el documental dirigido por Sacha Jenkins, harían mal en sospechar de oportunismo. No ha necesitado fabricarle un prestigio de activista ni exagerar su nobleza. Frente a lo que imaginaron muchos de los jazzmen posteriores, Louis Armstrong no era el tío Tom complaciente de las fábulas posteriores o un intérprete sumiso ante las injusticias que sufrían los suyos.

No encontrarán su tumba en Nueva Orleans. Se negó a regresar en una caja de pino y convertirse en souvenir para turistas, mientras la ciudad latía podrida de racismo. Había nacido a orillas del Mississippi, en 1901, hijo de una madre adolescente, prostituta ocasional, Mary Albert, y un padre desaparecido en combate, William Armstrong. Lo criaron entre la madre y la abuela, con las sustanciales aportaciones de una familia de judíos lituanos, los Karnoffskys, vendedores de carbón por las mismas calles donde el chaval crecía. Como creo haber contado en alguna otra pieza, Louis siempre llevó al cuello la estrella de David, eternamente agradecido a la bendita gente que lo había acogido. Discípulo de Bunk Johnson, intérprete en los barcos de palas que surcaban el gran río, llegó a Chicago en la estela de King Oliver. Ya emancipado, sus grabaciones para Okeh están a la altura de cualquier monumento del siglo veinte.

Cada 4 de julio, la WKCR-FM de Nueva York, 89.9 del dial, pincha veinticuatro horas de su música, en honor a su teórico cumpleaños. Las suyas son piezas incandescentes. Meteoritos a setenta y ocho revoluciones por minuto, especialmente las concebidas junto a los Hot Five y Hot Seven. De Wild man blues‘ a When you’re smiling y Potato head blues, todavía impresionan. Louis puso el jazz en el mapa. Inventó, para empezar, la figura del solista. Y buena parte del manual escénico, copiado luego por incontables intérpretes de pop y rock. También es suyo el scat, que patenta con Heebie jeebies. Más allá de las innovaciones impresiona la musicalidad, la afinación perfecta, la torrencial belleza de una trompeta tocada por los dioses.

En el documental, el primero dedicado al rey, Jenkins bucea en las miles de grabaciones autobiográficas y diarios que Armstrong dejó en su casa de Queens, donde vivió los últimos treinta años de su vida. Aunque no militó en primera fila en la lucha política, que lo cogió viejito, sobrevivió con gracia infinita a unas condiciones atroces. Ni vendió la dignidad, ni olvidó de dónde venía. Era un hijo de la reconstrucción, cuando las esperanzas suscitadas por la victoria en la Guerra Civil desembocaron en un pantanal de injusticias consagradas, como las leyes Jim Crow. Sabía de primera mano lo cainitas y miserables que podían ser sus vecinos, las penalidades que implicaba dedicarse al show business siendo negro, la violencia que podía desplegar la policía. Detrás de la hermosura que muerde bajo las notas, bajo el candente burbujeo de sus discos como relámpagos, arde un río de lágrimas y un orgullo de acero, enemistado con la autocompasión y la egolatría.

Anterior entrega de Combustiones: West o la caída de una estrella.

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