Los 70 de Joaquín Sabina, que son 63

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«Sabe escuchar a quien tiene delante y se comporta como una de las mayores antiestrellas que conozco, un maestro de la conversación»

 

Culminamos la semana que Efe Eme le ha dedicado a Joaquín Sabina con motivo de su setenta aniversario, con este homenaje firmado por Juan Puchades.

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

Durante algún tiempo, Joaquín Sabina, sin esconder su edad biológica, sostuvo que tenía siete años menos de los que en realidad sumaba, porque consideraba que los siete que pasó en Londres no contaban, eran un paréntesis. El tiempo congelado. Así que, siguiendo esa teoría, hoy no cumple 70 sino 63. Es decir, los 70 llegarán de aquí a siete años.

Pero, claro, allá por 1999 asumió que el verano se acababa, y quien había vivido cual sempiterno Peter Pan, negándose a crecer, salió con aquello de sus «cuarenta y diez». Admitiendo algo acongojado que pese al marcador interno, el reloj, inexorable y cabrón, anunciaba que los temidos 50 estaban ahí, cifra que no se atrevía ni a pronunciar, a lo más que alcanzaba era a proclamar con ironía lo de «49 dicen que aparento». No hace mucho estuve con él, y uno diría que alejado del trajín de las giras, sin bombín, relajado y en buena forma, podrías echarle esos 63 sin dudarlo. Y como los caballeros heterosexuales también podemos piropearnos, le dije que se le veía estupendo, y él, con el humor habitual, disparó rápido, sin dudar: «Bueno, tengo un lejos, como dicen las señoras».

Sabina lleva sus 70 con extraordinaria tranquilidad, tanta que, según me dijo, el pasado octubre celebró el cumpleaños por adelantado, en una fiesta en la que invitó a cien amigos y en la que un mariachi mexicano puso música a la velada, porque le parecía «muy fatigoso seguir defendiendo 69 años, muy fatigoso» (capten el chiste). Y añadió: «Yo cada día que me levanto ahora, me sorprendo muchísimo». Y así vive, sorprendido de levantarse pero también de casi todo, que no es mal vivir.

Lo cierto es que con aquella imagen a ratos bestial que se trazó de él durante los años noventa —la de noches eternas, juergas colosales y consumo sostenido de farlopa, tabaco y alcohol—, cuando menudeaban los adjetivos periodísticos desbordados (el tiempo de la caricatura, como él mismo lo calificó), parecía poco probable que llegara en pie no a los 70, sino a los 60. Daba la impresión que, cual bumerán, lo de «el mejor dotado de los conductores suicidas» le volvía, pero ahora señalándole a él y directo al cogote. Sin embargo aquí está, ideando nuevo disco —tiene título, pero hagamos como las folclóricas y no lo revelemos, no sea que traiga mal fario—, prestándose a que su vida se transforme en serie de televisión y en documental. Asuntos que uno diría mira con la suficiente distancia pero, con su enorme lucidez, resignado a que es lo que hay, así que mejor supervisar los guiones y evitar sobresaltos poco realistas o demasiado distorsionados.

Porque, aunque no le guste mucho, sabe perfectamente quién es y qué representa, y no ha podido evitar que la figura «del tipo del bombín» —ese en el que se desdobló para intentar que el personaje no devorara a la persona— creciera hasta límites inimaginables cuando, como suele repetir, su máxima ambición, el tocar el cielo del éxito estaba en llenar cada noche el reducido espacio de La Mandrágora junto a Javier Krahe y Alberto Pérez. Aunque también sabe que sarna con gusto no pica.

Quienes seguimos su trayectoria desde hace décadas, vimos desde la distancia con enorme asombro y alegría cómo su música, sus canciones le catapultaron hacia el triunfo descomunal, primero aquí y luego en América. Y sé de lo que hablo: a mis 14 o 15 años, supe por vez primera de Joaquín Sabina. Era 1980 y Pulgarcito había publicado un prometedor elepé que incluía la fascinante “Qué demasiao”, una canción con su firma, que él mismo grabó en su segundo álbum. Y ahí estuve, sin dudarlo, retratándome en la tienda de discos para hacerme con sus Malas compañías, quedarme a vivir en Calle Melancolía y poner que hablábamos de Madrid (que poco después rockerizó y popularizó de verdad el por entonces jovencito Antonio Flores), un disco que pasó bastante desapercibido. Y ya seguí el viaje hasta hoy mismo, treinta y nueve años después, cuando en las últimas semanas ha estrenado dos canciones en internet, que es donde ahora se estrenan las canciones, no en pequeños vinilos girando a 45 revoluciones por minuto: “Tiempo después” (de la última película de José Luis Cuerda) y “Coplas patéticas” (interpretando a su querido Krahe).

De todos estos años, casi cuatro décadas, permanecen adheridas a la retina aquellas intervenciones semanales en los programas de Tola, en las que ofrecía la imagen de un tirillas de perfil aguileño, algo patoso sobre el escenario, que había decidido enviar a tomar por saco la sobriedad cantautoril y daba la bienvenida a la electricidad y al «vamos a mover el culo». Quedan decenas de canciones que están entre las más logradas en nuestro idioma y que, compañeras inseparables, habitan en la memoria personal, de esas que por generación espontánea suenan en la cabeza en el momento más inesperado, que al oírlas traen recuerdos de la vida vivida cuando se editaron. Quedan discos que reconstruyen mis propias edades, y quedan conciertos de toda condición. Quedan, cómo no, los inconmensurables Pancho Varona y Antonio García de Diego. En lo profesional queda la oportunidad de haber conocido a alguien que pese a toda la locura que le ha perseguido (y le persigue), mantiene la popularidad a ras de suelo, recurre al siempre saludable humor, rehuye el peligroso halago, sabe escuchar a quien tiene delante y se comporta como una de las mayores antiestrellas que conozco (pese a ser una de las más grandes), un maestro de la conversación. Queda, por último, el agradecimiento eterno que no se expresa con palabras, el sentimental, y el deseo de que ese próximo disco no tarde en ver la luz, porque uno ansía seguir sorprendiéndose con nuevas canciones suyas.

Felicidades, Joaquín, por esos 70 años. ¿O son 63?

 

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