Las transformaciones de David Bowie

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“En el verano del 74, inopinadamente, dio un paso de riesgo, juzgado por muchos fans y críticos del momento como un paso en falso, pero que hoy resulta revelador y asombroso: en una época en la que los artistas solían permanecer confinados en un solo estilo, viajó a Filadelfia y grabó un disco de soul, un tributo a la música negra de la que era devoto”

 

Polifacético, inquieto y arriesgado, la única ley que siguió el creador de Ziggy Stardust fue aferrarse al cambio para sobrevivir y evolucionar en la música. Javier de Diego Romero nos sitúa en 1974, año decisivo, para llevarnos a través de todas sus grandes transformaciones.


Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.

 

El álbum de David Bowie “Reality”, publicado en 2003, se cerraba con ‘Bring me the disco king’, una excelente balada jazzy, majestuosa y melancólica, en la que el cantante se confrontaba con la muerte: “Me prometiste que el final sería claro, / que me avisarías cuando me llegara la hora. / No me avises cuando estés abriendo la puerta, / apuñálame en la oscuridad, déjame desaparecer […]. // Pronto no quedará nada de mí”. Durante diez años fue la última canción de Bowie, pareció su manifiesto final, su nota de despedida. En junio de 2004, tras su actuación en el Hurricane Festival de Scheessel, Alemania, un cirujano del hospital hamburgués de St. Georg le practicó una angioplastia tras detectarle una arteria coronaria bloqueada. A lo largo de los años siguientes, Bowie se diluyó paulatinamente de la palestra, hasta retirarse quieta y elegantemente. Como era de esperar, los rumores sobre su salud se desataron; ‘Bring me the disco king’ se antojaba extrañamente premonitoria. Así las cosas, la aparición, completamente inesperada, del single ‘Where are we now?’ el 8 de enero de 2013 supuso una auténtica conmoción. Como la ha supuesto, hace unos días, la noticia del fallecimiento de su creador, igual de súbita. Ya enfermo, trabajó con intensidad para culminar dos proyectos, el elepé “Blackstar” y el musical “Lazarus”. Ha muerto como vivió: buscando, imaginando, creando.

“Nos hizo falta mucho talento / para ser viejos sin ser adultos”, canta Jacques Brel en ‘La chanson des vieux amants’. David Bowie lo tuvo, y en abundancia. La herramienta de la que se sirvió para retener el entusiasmo y la fascinación de la juventud fue el cambio. El año decisivo en este sentido fue 1974, y el álbum, “Young americans”. Por entonces, Bowie se había convertido en una estrella y había llevado el glam rock a su cúspide con los discos “Ziggy Stardust” (1972), “Aladdin Sane” (1973) y “Diamond dogs” (1974), un tríptico extraordinario que, sin embargo, no era especialmente intrépido o inventivo en materia musical: sus referentes principales se encontraban en Beatles, Stones y compañía, las grandes bandas de los sesenta que marcaron la adolescencia del londinense. En el verano del 74, inopinadamente, dio un paso de riesgo, juzgado por muchos fans y críticos del momento como un paso en falso, pero que hoy resulta revelador y asombroso: en una época en la que los artistas solían permanecer confinados en un solo estilo, viajó a Filadelfia y grabó un disco de soul, un tributo a la música negra de la que era devoto, la que, de hecho, le movió a querer ser músico.

“Young Americans” (1975) fue su primera gran transformación, exitosa tanto artística como comercialmente. Dos años después repitió la jugada, todavía con mayor brillantez: detectó que los vientos de cambio musicales no provenían de Gran Bretaña ni de Estados Unidos, sino de Centroeuropa, de Kraftwerk y el llamado Krautrock, y se mudó a Berlín, donde completó “Low” (1977) —lo había iniciado en Hérouville, cerca de París— y grabó “‘Heroes’” (1977), dos exploraciones de los territorios sonoros de la “avant-garde” y el experimentalismo europeos. Siempre con la obsesión de expresarse en términos contemporáneos, de capturar el espíritu de los tiempos, Bowie no cesaría de indagar nuevos horizontes. Valgan como muestras de su carácter proteico la incursión en la música disco que protagonizó en “Let’s dance” (1983), el diálogo con el art rock industrial, el trip hop y el drum’n’bass que mantuvo en “Outside” (1995) o, en fin, el viraje jazzístico, que aún estamos degustando, de “Blackstar”.

Las constantes mutaciones artísticas no hacían de Bowie, en absoluto, un diletante, un músico veleidoso y superficial. Antes al contrario, fue un formidable autodidacta con múltiples intereses y pasiones que realizó profundas investigaciones para cada uno de sus proyectos. Pero supo, además, rodearse de los colaboradores que mejor podían contribuir al desarrollo de sus ideas: Mick Ronson cuando quiso dotar a su música de ‘punch’ roquero; Brian Eno cuando quiso imbuirla de intelectualidad y electrónica; Carlos Alomar y Nile Rodgers para empaparse de ritmos negros; Mike Garson y, recientemente, Donny McCaslin para volver a enamorarse del jazz, y muchos otros.

Junto con el cambio, el concepto fundamental para comprender la singularidad de David Bowie es el de síntesis. La destreza del Duque Blanco para recoger ideas de diversas fuentes y ensamblarlas en un discurso propio era sencillamente única; Bowie era, por decirlo con el título de una canción del gran Paddy McAloon, el mejor ladrón de joyas del mundo. Volvamos a los elepés comentados anteriormente. En “Young americans” el soul de Filadelfia aparece amalgamado con otras tendencias de la música negra coetánea y con las señas de identidad, en gran medida europeas, de Bowie como intérprete. Del mismo modo, “Low” y “‘Heroes’” hibridan la electrónica europea con el rhythm & blues, desplegado sobre todo a través de una agresiva sección rítmica. Todos ellos, en suma, distan de ser estilísticamente puros. O escuchen la que es probablemente su canción más popular, ‘Let’s dance’. Es uno de los temas más bailables de los ochenta, y moverán el culo, sí, pero cuando llegue el solo de guitarra blusero de Steve Ray Vaughan, sufrirán un ataque de espasmos. Y eso está muy bien.

Las fuentes de las que bebía Bowie no eran, en modo alguno, únicamente musicales. Dirigía también su entusiasmo al teatro, el cine, la pintura o la literatura, medios que asimilaba e incorporaba con finura a sus discos y conciertos: de nuevo, la síntesis. Ziggy Stardust, The Thin White Duke, el detective Nathan Adler… Los numerosos personajes que creó, y cuyas máscaras adoptó en un irresistible baile de identidades, son prueba elocuente de la teatralidad de su obra. Igualmente, Bowie interpretaba su música en clave pictórica: buena parte de sus composiciones, las más cargadas de sonido, eran para él pinturas de múltiples capas, de manera que cada escucha (cada contemplación) permitiera descubrir nuevos matices. Otra síntesis: la del mainstream y los márgenes musicales. Bowie ocupó una ubicación fronteriza entre ambos y, de hecho, una de sus aportaciones primordiales fue enriquecer el centro de la música popular con nociones y sensibilidades tomadas de la periferia. Al autor de “Station to station”, en fin, le gustaba verse como un educador: “Me habría gustado ser como Sting y ser profesor. […] Lo que de verdad me excita es poder introducir a la gente en nuevas cosas […], especialmente a la gente joven, cosas que quizá les exciten […] y les muevan a hacer algo […], abrir nuevos mundos”. ¡Y vaya si lo hizo! ¿Cuántos se han interesado por la literatura de Hanif Kureishi, la pintura expresionista alemana o la música de Neu! y Can gracias a él? Muchísimos, servidor incluido.

Detrás de las reiteradas transformaciones musicales e identitarias de Bowie late un obstinado individualismo. Siempre le espantó que le encasillaran como parte de un grupo o movimiento, y más aún que le consideraran su líder, de manera que, tras zambullirse en una corriente musical determinada, no tardaba en salir de sus aguas. Bowie fue, con permiso de Ray Davies, el gran individualista del pop británico. El conflicto entre el individuo, excepcional y poético, y la sociedad, uniforme y prosaica, es, de hecho, uno de los temas centrales de sus letras. Personajes separados de la sociedad, alienados, y a veces anhelantes de alguna clase de conexión, pueblan sus canciones: fíjense, entre otros, en el de ‘Sound and vision’, recluido en su habitación con las persianas bajadas todo el día; o, por supuesto, en el famoso astronauta flotando a la deriva de ‘Space oddity’.

Otro de los ejes literarios de su obra es la locura. Los problemas mentales de varios miembros de su familia, en particular los de su hermanastro, Terry Burns —sobre el que versa el tema ‘Jump they say’—, le atormentaron y a menudo le hicieron temer que él mismo enloquecería; moldear musicalmente sus excesos psicológicos fue su forma de evitarlo. La androginia y la confusión sexual (‘John, I’m only dancing’, ‘Rebel rebel’) y el totalitarismo y el apocalipsis político-cultural (‘Big Brother’, ‘Slow burn’) son también ingredientes significativos del universo de Bowie. Un universo, en fin, enigmático, sombrío e inquietante, siempre cautivador.

‘Life on Mars?’, ‘Starman’, ‘Heroes’, ‘Ashes to ashes’, ‘Modern love’… Los éxitos de Bowie forman parte del imaginario colectivo, pero hay una plétora de perlas esperando a ser descubiertas por quienes deseen ahondar en su discografía. Como ‘The Bewlay brothers’, el paisaje acústico espectral que cierra “Hunky dory” (1971); ‘Sweet thing/Candidate/Sweet thing (reprise)’, la ‘suite’ decadente de “Diamond dogs” (1974); o ‘Word on a wing’, la balada espiritual de “Station to station” (1976). Incluso en los años ochenta, cuando dejó de ser el artista ambicioso y audaz de la década anterior para convertirse en un ‘entertainer’ de masas, compuso temas tan soberbios como ‘Loving the alien’, ‘Absolute beginners’ o ‘Shades’ —esta última se la dio a Iggy Pop para su álbum “Blah-blah-blah” (1986)—. Los fans de Bowie reconocen en sus discos de los noventa un renacimiento artístico, sostenido en sus trabajos del nuevo milenio, que, en cambio, pasó bastante desapercibido para el gran público. “Outside” le aguanta la mirada a sus elepés clásicos de los setenta, y canciones como ‘Seven’, la sencilla y encantadora balada acústica de “Hours…” (1999); la efervescente pero melancólica ‘Everyone says ‘hi’’, de “Heathen” (2002); o ‘Heat’, el tributo a Scott Walker de “The next day” (2013), merecen llegar a muchos más oídos.

Más allá de su imponente catálogo, David Bowie era para mí un ser querido. Aunque lo más cerca que estuve de él fue en su concierto en la sala madrileña Aqualung, en julio de 1997, era mi amigo. Me impulsó a buscar, a crecer, a no conformarme; me consoló, nos fuimos de parranda juntos. Las palabras más hermosas que conozco para despedirse de un ser querido las escribió Ray Davies en su canción ‘Days’: “Gracias por los días, / esos días interminables, esos días sagrados que me diste. / Estoy pensando en los días, / no olvidaré ni uno solo, créeme. / Bendigo la luz, / bendigo la luz que se alumbra en ti, créeme. / Y aunque te has ido, / estás conmigo cada día sin falta, créeme. // Días que recordaré toda mi vida […]. / Ahora no le tengo miedo a este mundo”.

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