“Juegos reunidos”, de Marcos Ordóñez

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LIBROS

 

“Sus retratos de la calles y de sus gentes son siempre ricos, curiosos, traspasados de un deslumbramiento ante lo conocido”

 

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Marcos Ordóñez
“Juegos reunidos”
LIBROS DEL ASTEROIDE

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

Más que esperarlo con interés, lo hacía con expectación; el segundo volumen de las memorias de Marcos Ordóñez era un norte que presumía cómodo cuando llegara a él. En primer lugar, por la devoción hacia el autor –que parece siempre tener un interior turbulento y una mirada limpia– y en segundo lugar porque abordaba la época en que me empiezo a reconocer, esos setenta que su generación dominaba Barcelona y en los que yo muy al final empezaba a asomar la cabeza. Una vez leído, quizás no haya ese hilo de narratividad de “Un jardín abandonado por los pájaros”, donde la familia servía de fuerza centrípeta, y todo se resuelva en estampas, muchas de ellas aparecidas previamente en el diario “El País” –para el que es habitual cronista–, en ocasiones muy luminosas, en otras sin llegar del todo a acertar.

Pido para Marcos Ordóñez el puesto de cronista de la ciudad de Barcelona cuando deje el cargo Lluís Permanyer. Sus retratos de la calles y de sus gentes son siempre ricos, curiosos, traspasados de un deslumbramiento ante lo conocido. Por ello la apertura del tomo resulta excepcional, Ordóñez toma al azar un autobús, que le lleva a la zona norte, donde las colinas se confunden con la ciudad, hay paseos con mansiones selectas y le asaltan recuerdos del barrio donde él vivió de muy joven. El pulso es certero y constante.

Y si hay ciudad, también vuelve la familia, su primo Mario que le fascina y le sirve como ejemplo de los volantazos estéticos de esas épocas y de la vida en los pisos compartidos por ocho estudiantes –o diletantes–. No se guía, en todo caso, por fechas, sino por sensaciones –achaca estas brumas a ciertos usos lisérgicos– y por fogonazos, pero le sirven para hablar de todo. Marcas de época como las Jornadas Libertarias del Parc Güell o estrenos como los de “American grafiti”, que analiza al detalle.

Lugares, por supuesto; la procesión de bares con un preciso recuerdo –esto sí– de su ubicación y especialidades, las librerías que rodeaban la Plaza de la Universidad o las catedrales que fundían lo divino y lo humano: los drugstores. De personajes, pues los conocidos por el público, el Sisa y Gato Pérez, Francisco Casavella, Gil de Biedma, a quien visita como bisoño entrevistador para su periódico, recuerdos de viejas actrices como Mercedes de la Aldea o amigos personales como Patricia, que protagoniza con su primo una desafortunada boda en la escena más hilarante de todo el conjunto.

No falta, para cerrar, un saludo al Madrid de aquellos años que concreta en dos olvidados, en un homenaje a los desterrados de la cultura oficial: Vainica Doble y Juan García Hortelano. Para quien quiera conocer ese periodo rico y cambiante de los setenta o enfrentarse a una prosa de altura, resulta imprescindible; yo, al cerrarlo, me quedé esperando más sabores. Debía haberlo previsto, lo que buscaba al leer el libro era la imagen de mí mismo en aquellos años que pensaba haber vivido, reconocer los lugares, y ahora entiendo que son ya muy lejanos.

 

 

Anterior crítica de libro: «Todo el mundo adora nuestra ciudad”, de Mark Yam.

 

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