Johnny Marr en Barcelona: La vida cabe en un arpegio de guitarra

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«Entre la abrasadora nostalgia y un presente digno»

 

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Johnny Marr
Sala Bikini, Barcelona
26 de noviembre de 2018

 

Texto y foto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Johnny Marr, uno de los guitarristas más reconocibles e imaginativos de la historia del pop, émulo –por igual – de Keith Richards, de John McGeogh y de las viejas producciones de Phil Spector (por algo le gusta llamar guitarchestra a la arquitectura sonora que trama con sus seis cuerdas), nunca tendrá el carisma desbordante de Morrissey. De acuerdo. Ni su magnética presencia, ni su polarizante capacidad para irritar o encandilar, ni siquiera un ápice de su voz. Pero en ese tremendamente desigual trayecto (uno duplica por diez las audiencias del otro) que libra en paralelo al del cantante y letrista con quien escribió historia en mayúsculas hace más de treinta años a bordo de The Smiths, cuenta con una ventaja: su amplitud de foco. El hombre que asumía la influencia de Nile Rodgers (Chic) mientras Mozzer echaba pestes de la música disco, mitad alícuota –al fin y al cabo – del prodigio de Manchester, detenta un fondo de armario lo suficientemente diverso como para que incluso los momentos más aparentemente mundanos de su concierto resulten estimulantes. “New dominions”, una de las piezas de su último y tercer álbum a su nombre, abreva en aquellas aguas sintéticas de implacable ritmo teutón a donde apuntaba Ian Curtis cuando profetizaba que ese era el camino que debían seguir (y lo hicieron: New Order) sus Joy Division. Tampoco le importa insuflar nueva vida al “Getting away with it” de los añorados Electronic (no, su garganta ni siquiera recaba la emotividad de Bernard Sumner) con un sensacional remate haciendo encaje de bolillos con su guitarra. Y que atronase el “Once in a lifetime” de los Talking Heads justo antes de irrumpir con su banda en escena, tampoco parece una casualidad, dado que llegó a formar parte de su nómina.

Obviamente, la parte del león en los conciertos de un músico que permaneció en segundo plano durante más de dos décadas (ya fuera con The The, con Modest Mouse o con The Cribs) y que había pisado nuestro país una sola vez en solitario (en el FIB de hace cinco años, porque hace quince lo hizo al frente de The Healers) se la lleva el colosal repertorio de The Smiths, rescatado anoche hasta en siete ocasiones. En comparación, todo lo que su producción reciente gana en músculo lo pierde en estilización: “Hey angel”, “Easy money” o “The tracers” son canciones competentes pero poco memorables –que diría Nacho Vegas – y apenas la evocadora “Hi hello” merecería sumarse al acopio de mayúsculas caras B de la alianza que formó junto a Morrissey. Más aún cuando el mejor álbum a su nombre, The Messenger (2013), queda tan arrinconado. Está bien que así sea: las probabilidades de una reunión extemporánea de The Smiths son prácticamente nulas (su historia no merece adenda que la emborrone), con lo que esto es lo más cerca que cualquier incondicional experimentará nunca aquel fulgor. Degustar a apenas unos palmos el arsenal de riffs y arpegios de guitarra del hombre que definió – y anoche rescató – los contornos de “Bigmouth strikes again” (descorchada a bote pronto), la febril “The headmaster ritual” y esa maravillosa borrasca concéntrica que es “How soon is now?” no es moco de pavo, hasta el punto de que más de uno estuvo al borde del soponcio cuando Marr se arrancó con los primeros acordes de “This charming man”: «Tranquilos, no os pongáis tan nerviosos, que esto es solo música, y no la voy a tocar», se rió. Ay, el sentido del humor y el saber reírse de sí mismo, otra saludable nota diferencial.

“Last night i dreamt that somebody loved me”, con unos arreglos algo postizos y esa angst hiperbólica que tan extraña resulta en otra voz que no sea la de Morrissey, fue la relectura menos convincente. Pero la grandeza melodramática de “There is a light that never goes out” no destiñó en absoluto, ni el empuje irrefrenable de “You just haven’t earned it yet, baby”, ambas propinadas en el bis. Y nos dejó una perla que prácticamente nadie esperaba, de las que justifican cualquier noche: la delicada “Please, please, please, let me get what i want”. De nudo en la garganta y lagrimilla, claro. Entre la abrasadora nostalgia y un presente digno.

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