Final straw, de Snow Patrol

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DISCOS

«No solo vale la pena por todo el material extra, sino por volver a revisar unas canciones que son mucho más que “Run”, el primer sencillo que se extrajo en la época»

 

Snow Patrol
Final straw
UNIVERSAL
, 2023

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Mitad irlandeses por origen, mitad escoceses por residencia, Snow Patrol llevaban desde finales de los noventa editando discos. Eran los tiempos de esplendor del britpop y sus guitarras distorsionadas y adictivas no pasaron desapercibidas, pero toda la atención estaba puesta en los líos de Oasis y los discos de Blur. Fue a mediados de la década del dos mil cuando, previo paso a una compañía de las grandes, su Final straw supuso un zambombazo mayúsculo y les abrió las puertas para un reconocimiento internacional. Su estilo cambió un poco, dejando atrás el indie y adoptando texturas más rockeras y baladas emocionantes.

Pues bien, veinte años después, el disco se ha reeditado en un doble cedé que incluye veintitrés canciones más que el original, entre las que se encuentran demos nunca publicadas, parte de un concierto realizado en el londinense Somerset House, caras B y un descarte, “Tired”.

No solo vale la pena el disco por todo ese material extra, sino por volver a revisar unas canciones que son mucho más que “Run”, el primer sencillo que se extrajo en la época, que viene a ser un ejercicio convencional como el que practicó U2 o el que practican The Killers, bandas con las que han colaborado. Un subidón en el estribillo, los instrumentos que se diluyen y toman consistencia al tiempo, el descenso para encarar la estrofa, cierto tono épico —más épica todavía en el concierto— y el solo de guitarra para cerrar. Nada que no se haya escuchado cientos de veces.

Sin embargo, el disco alienta canciones más personales, no en vano se sostenía en temas surgidos a partir de unas frustrantes experiencias de desamor sufridas por su compositor, Gary Lightbody. Ahí están “Grazed knees”, con su sutil melancolía acrecentada por un violín —un prodigio de sutilidad—, o “Somewhere a clock is ticking”, susurrando y con un falsete a los Bee Gees. “Wow”, por su parte, es una maravilla de andadura melódica y guitarras dulces, pero sólidas.

En este campo se acercan más a otros grupos de calado en la época. “Whatever’s left” se podría incluir en la estética de Tindersticks o The Divine Comedy, pero con arreos más directos, con una melancolía teñida de electricidad. Este camino quizá llega a su culmen en “Chocolate”, donde la voz tiembla y acaricia la canción.“Chocolate” es, por otra parte, una de las demos recogidas, quizá la más alejada del resultado final al ser más sencilla y clara, más folk, en una época en que no le hacían ascos a sonidos más campestres, como demuestra la balada “How to be dead”. En general, las maquetas se mueven por estas coordenadas, sin que la electricidad esté tan marcada, con un grado de depuración.

Por el contrario, las canciones extraídas del concierto se presentan mucho más potentes, más rabiosas. Incluso en alguna de ellas, “Spiting games”, se les nota emocionados. El recital está grabado con un sonido impecable y, tras la energía inicial, se deslizan por un intermedio lleno de suavidad —en el que “Same” acrecienta su sabor a Tindersticks—, para al final, con “Post punk progression” entrar en terrenos mucho más alocados. En definitiva, un disco que necesita todo el que quiera recordar o saber qué fue lo que sucedió en los noventa.

Anterior crítica de discos: Soft landing, de Art School Girlfriend.

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