El regreso del perro andaluz, de Albertucho

Autor:

DISCOS

«Once canciones modélicas, vivas, grandiosas. Hijas de un trabajo descomunal»

 

Albertucho
El regreso del perro andaluz

El Dromedario Records, 2023

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Albertucho, Alberto Romero, sigue vivo. Llevaba diez años sin editar un disco y, ahora, con El regreso del perro andaluz, llena todo ese vacío de sobra con once canciones modélicas, vivas, grandiosas. Hijas de un trabajo descomunal, pero también del duende, se erigen como verdaderos monumentos sonoros a la alegría y al dolor.

El primer minuto y cuarto es básico, y definidor de lo que va a venir después. La intro de apertura a “El perro andaluz” —título expresiva y tópicamente lorquiano— intenta asentar los sonidos, casi flamencos, cuando de golpe entra el torrente de guitarras y batería. Aquí está el rock andaluz, Leiva, Rosendo, Robe Iniesta y Triana. Un caudal de nombres al que se pueden añadir Los Chorbos y su “Vuelvo a casa”, a la que la melodía de la canción se parece extrañamente. Todo suena a potencia y, la letra, a declaración de individualismo total.

Hay, pues, dos direcciones, aunque la que domina es la que se complace en la electricidad. “El faisán de hojalata” está cerca de Veneno. Aún más, de Pata Negra, excepto por la ligereza del estribillo, una ligereza que también se observa en “Acostumbro”, más pimpante, con una guitarra detrás que marca ritmos y puntea como si no hubiese un mañana.

En “Pajarillo cantor” es capaz de la mayor delicadeza, incluso campestre, y se convierte en un remedo de “El adiós”, las sevillanas que ustedes conocerán como “Algo se muere en el alma”, que trata con artimañas rock. “Luces de neón” también rasca en lo popular y también lo hace con un fondo rockero. Estas dos direcciones incluso se bifurcan en las letras, más duras a veces o, como en “Luces de neón”, buscando más la lírica. La que cierra el disco, “El rey de los afortunados”, cierra también este camino, llena de optimismo, de coros tabernarios y de alegría de vivir.

A veces, los dos caminos, siempre presentes, se escoran hacia la potencia y la densidad, como en “Respirar”, donde siglos de tradición popular se confían a una guitarra correosa que se ajusta perfectamente a las hechuras de esas raíces. En “Todo será verdad” se actúa de manera diferente, a la guitarra flamenca se le van añadiendo instrumentos y electricidad, hasta que todo estalla en un jardín sonoro, colorista y bien florido, y en mensaje de armonía universal. En la inmensa y pulida “Escuece” se nota, incluso, un tono visceral y un placer especial en meter melodías que calientan el ánimo.

Incluso en un par de cortes resulta mucho más pop. “Uróboros” —esas serpientes que se muerden la cola—, con Kutxi Romero, lo es desde un aire flamenco, y “La manzana prohibida”, canto al desamor que llega desde el pop al espíritu y las tonalidades punk, con una melodía saltarina y efectiva y un estribillo adictivo.

Uno se da cuenta, tras escuchar el disco, de todo el trabajo que hay detrás, de su precisión y medida en la que cada segundo está estudiado para que sea natural. El rock urbano, el sur no mitificado, sino empapado, y un espíritu de cantautor son los puntales que sostienen un disco soberbio, adictivo, pero que uno, tras escuchar de primeras, siente que debe volver a escuchar y escuchar porque se ha perdido algo, que convertir los aires flamencos en rock duro es un fundamento de buenas canciones, básicamente.

Anterior crítica de discos: Copas de yate (Vol.1), de Quique González.

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