El oro y el fango: El vídeo no mató a la estrella de la radio

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«Los hits llegaban masticados, deglutidos, procesados y eran evacuados sin consideración desde la pantalla del televisor sobre el aficionado. Se abrió una nueva era en la que los oyentes dejaron de serlo para transformarse en telespectadores»

 

Juan Puchades está convencido de que el vídeo no mató a la estrella de la radio, acabó con una manera de aproximarse a la música, con la magia de las canciones y con el misterio de los artistas.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Es 1979 y los británicos del dúo The Buggles publican una canción pegajosa y rabiosamente tonta que responde al nombre de ‘Video killed the radio star’ y que se escucha insistentemente hasta en la discoteca más penosa de la más recóndita aldea. Su mensaje queda para la historia, la MTV, ufana, en 1981 comienza sus emisiones con el videoclip que la ilustra. Nadie es capaz de recordar otra tonadilla de la pareja (Geoff Downes y Trevor Horn) pero, durante años, en la memoria de un par de generaciones de aficionados al pop, se graba a fuego la ingeniosa frasecilla que la titula: el vídeo mató a la estrella de la radio. Fíjense si el asunto alcanzaría dimensión sobrecogedora que ¡hasta nuestros Parchís grabaron una versión en castellano! ¡Para caer y quebrarse la rabadilla!

Lo más gracioso es que la canción dio para que, a comienzos de la década de los ochenta, se especulara sesudamente sobre cómo los videoclips iban a cambiar la música desde la pequeña pantalla y cómo la radio musical entraría en un proceso de fosilización que la llevaría a su completa desaparición incapaz de competir con esas canciones visuales que aportaba el nuevo invento promocional (que de eso se trataba, que nadie se lleve a engaño: de promocionar canciones. Punto). Pero aquello no eran más que teorías ociosas con las que llenar folios o gastar saliva, que en algo hay que entretenerse (más habría valido plantearse lo elegante de las hombreras en las americanas, que eso sí que fue un desastre de primera magnitud para la humanidad: vean películas ambientas en aquellos años, ¡y a ver si son capaces de sobrevivir a tanto horror estético!). Sobre todo, porque, al final, la radio musical siguió adelante como si tal cosa, gozando de excelente salud y si hoy escuchar emisoras musicales resulta una tortura auditiva no es por los efectos perniciosos que sobre ella ejercieron los videoclips, sino exclusivamente por la estulticia de sus directivos, convencidos de que los oyentes son tan idiotas como ellos mismos. Pero ya sabemos que, en general y desde los grandes despachos, a los vulgares humanos nos toman por imbéciles.

En realidad, con lo que acabó el videoclip fue con las canciones y con los artistas. Frivolizó la música hasta extremos nunca antes vistos. Banalizó a los músicos y los expuso como jamás había sucedido. Así de brutales y devastadores resultaron los videoclips, ¿que no? Sigan leyendo.

Las canciones, hasta entonces, eran como los libros, un arte que requería de la complicidad individual del oyente para poner de su parte, para dotarlo de imágenes si lo creía oportuno, para imaginar colores o sensaciones, para identificarlo con determinados momentos. Desde que apareció el videoclip las canciones populares, las que hasta entonces habían servido como temas radiables o editados en single (estos, poco a poco, fueron agonizando hasta terminar por fenecer) acabaron por ser recordadas por las imágenes que las ilustraban, perdiendo gran parte de su encanto y fascinación, de esa magia exenta de otros condicionantes que no fueran los exclusivamente musicales, imperceptibles para la visión. La imaginación se cercenaba y los recuerdos de una canción se uniformaban. Se quebraba de este modo el sentido que históricamente había tenido la canción popular, porque, ¿quién quiere leer un libro y contemplar en paralelo los escenarios y a los protagonistas? Así se fue a tomar por saco esa necesaria complicidad del oyente: los hits llegaban masticados, deglutidos, procesados y eran evacuados sin consideración desde la pantalla del televisor sobre el aficionado. Se abrió una nueva era en la que los oyentes dejaron de serlo para transformarse en telespectadores. Quedaron los elepés, pero la canción que debía permanecer en el recuerdo como representante del mismo (el papel que le correspondía al single), perdía su esencia.

Para rematar la jugada, cuando el nuevo invento echó a andar alentado por la necesidad de la MTV de rellenar veinticuatro horas de incansable e insaciable programación, algún ingenioso realizador de videoclips (o director artístico de discográfica) pensó que unas chicas sexys ayudarían a animar los clips y todos los que vinieron detrás siguieron la senda abierta y así tuvimos toneladas de cinta de vídeo con chicas esculturales correteando de aquí para allá. La frivolización absoluta había aterrizado en el pop (frívolo ya de por sí).

Pero hay más. Si hasta entonces los músicos estaban rodeados de un cierto componente misterioso (los veías en fotos, en directo o en actuaciones televisivas), con la llegada del vídeo comenzaron a ejercer de actores de baratillo en continua exposición rotatoria televisiva. Pero ellos, encantados con el nuevo invento, se subieron (principalmente influidos y pasmados por el tostonazo zómbico del ‘Thriller’ de Michael Jackson) a la ola del más difícil todavía, convencidos de que aquello era arte en tres o cuatro minutos: escuchar estupideces del tipo «mi nuevo vídeo es una película» comenzó a ser moneda frecuente y las superproducciones hicieron su aparición. La canción cada vez importaba menos, lo importante era cómo se ponía en imágenes (para destacar, para vender; no perdamos el hilo). Pocos se dieron cuenta (quizá los más adustos) de que tanta sobreexposición finiquitaba todo el halo enigmático y mitológico que hubiera podido tener el músico hasta entonces, esa distancia tan necesaria entre artista y público se recortó: conectabas con un canal de vídeos y ahí los tenías constantemente, solo debías de esperar un rato para que se dejase caer delante del sofá uno que fuera de tu agrado. El efecto, a la larga fue pernicioso: los niños y los jovencitos no quieren ser músicos atrapados en un videoclip, prefieren jugar al fútbol, que parece mucho más heroico, y además contarán con el rendido aplauso de sus progenitores.

Hoy, con la MTV transformada en algo lejano a lo que fue su origen y con el videoclip campando a sus anchas por internet (San Youtube que todo lo reproduce) y conviviendo con vídeos de toda condición (incluyendo creaciones caseras y anónimas) me pregunto si la gente, en realidad, sigue viéndolos como en los ochenta y noventa o si hemos retrocedido en el tiempo y lo que se busca es escuchar canciones que a uno le gusten, al margen del contenido visual, aunque la imagen sea una foto fija.

Personalmente, en la música me sobran las imágenes en movimiento. No las necesito para nada.

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