El oro y el fango: ¡Vivan las tiendas de discos!

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«Los discos han dejado de tener interés, han perdido su valor y, por tanto, las tiendas que los dispensan van desapareciendo por todo el planeta»

 

El cierre de una tienda de discos madrileña (una más en un flujo constante de cierres en los últimos años), lleva a Juan Puchades a recordar el papel fundamental de estas para los aficionados, y para la propia música.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Hace unos días leíamos la noticia del cierre, a menos de dos años de su apertura, de Espacio UFI, la tienda de discos que la animosa asociación UFI (que agrupa a las discográficas independientes) había abierto en Madrid. Otra más que sumar a la larga lista de tiendas que han cerrado en goteo constante durante los últimos diez años. Espacio UFI solo ha sido la última en hacerlo, y vendrán más. Pero ante cada cierre de una tienda de discos («disquerías» en Latinoamérica, denominación preciosa y sugerente que por desgracia nunca terminó de calar en España), los aficionados sentimos un desgarro, un trocito más de nuestra vida que se va para no regresar, un espacio menos donde la cultura musical pervive en su esencia más imprescindible: la de dar a conocer y comercializar las obras grabadas, aquello esencial que permanece de la música y que puede ser nuestro. Son las «disquerías» lo mismo que las librerías para los libros, lugares vitales para que los corazones de esos trocitos de cultura sigan latiendo.

Los que ya tenemos una edad podemos recordar cuando las tiendas de discos eran algo común (aunque siempre con su puntito levemente extravagante) en el paisaje urbano (incluso llegué a conocer la última época en que las tiendas de electrodomésticos vendían discos, los primeros lugares donde se comercializaron en España: entre lavadoras, televisores y aspiradoras, quedaba un espacio para despachar novedades discográficas): puedo recordar nombres de las que había en mi ciudad (una se llamaba, precisamente, Disquería) y dónde se ubicaban, en un recorrido mental que me lleva por muy diferentes barrios. Como te interesaba la música, tratabas de conocerlas todas, aunque, al final, te quedaras con tus favoritas: aquella que tenía las novedades que más se acercaban a tus preferencias, la mejor surtida en discos de segunda mano, la especializada en saldos, incluso había una donde localizabas miles de casetes casposas (las recopilatorias baratas para bares y gasolineras; una debilidad personal, principalmente por sus diseños). Tiendas que asocio a recorridos por la ciudad, a viernes y sábados por la tarde (también mañanas de domingo en el rastro), a dedos manchados de polvo de tanto pasar vinilos (un arte hacerlo a toda velocidad y detenerte justo donde algo te llama la atención), a cálculos matemáticos para estirar al máximo el dinero disponible, a conversaciones con los vendedores (¡sus útiles recomendaciones!), al diseño de determinadas bolsas (cuando a nadie le importaba un pito el consumo indiscriminado de plásticos contaminantes), a esa mezcla de cansancio físico al regresar a casa (te pegabas buenas palizas de aquí para allá) y alegría ante la escucha que te esperaba. Viendo algunos discos, sé perfectamente dónde los compré, aunque no llego al extremo de ese amigo que los guarda con la etiqueta del precio para recordar cuánto le costaron y dónde los adquirió (si en la pegatina viene rotulado el nombre de la tienda).

Pero también puedo recordar tiendas de discos (y librerías y tiendas de cómics) de otras ciudades, locales de parada obligada en los lugares que más frecuento (Madrid y Barcelona). Siempre solicitando a amigos sugerencias cuando vas a viajar a alguna ciudad que visitas por vez primera. ¡El coñazo que da uno buscando discos cuando viaja!, mucho más interesado en pisar tiendas que en visitar espacios turísticos o monumentales (la teoría es que estos ya salen en las fotos, y para qué: llegas, lo ves, dices «es igual que en la foto», y te haces la tuya, ya está, poco más; de las tiendas de discos siempre regresas con algo nuevo, mucho más interesante y excitante que tu jeta sonriente debajo de una torre, un monolito o un palacio), el cuidado que hay que poner con los vinilos, siempre entre el equipaje de mano para no dañarlos (¡ahora un vinilo puede ser considerado un arma con la que rebanarle el pescuezo a la tripulación y el pasaje de un avión!), lo delirante de ir a comprar una maleta suplementaria para llenarla con cuatrocientos discos (tiempos de cedés: el truco consiste en viajar de origen provisto con fundas de plástico flexibles y, en el hotel, entretenerse en cambiar las cajas de plástico rígidas por estas: en el mismo espacio que ocupa uno, comprimes tres o cuatro discos) y un centenar de libros y revistas mientras tu pareja te observa entre la incredulidad y la conmiseración, consciente de hasta qué punto llega tu enfermedad…

Sin embargo, este anecdotario comienza a formar parte del pasado: los discos han dejado de tener interés, han perdido su valor (económico, sentimental y lo peor, artístico) y, por tanto, las tiendas que los dispensan van desapareciendo por todo el planeta. Quizá yo mismo tenga la culpa, últimamente salgo menos de tiendas y adquiero mucho por internet: compras en cualquier momento y en cualquier lugar, no te ensucias los dedos, no te cansas, en unos pocos clics localizas lo que quieres y solo has de tener algo de paciencia hasta que, unos días después, la ilusionante «mercancía» te llega a casa. No es lo mismo, no conversas con el vendedor (a veces también sucede, aunque por mail), pero siempre apurado de tiempo, es una solución rápida y una manera de comprar a tiro fijo (internet se presta menos a las necesarias, por educativas y reveladoras, compras a ciegas). En todo caso, sigamos adquiriendo discos, que merece la pena, carajo.

Todo esto me recuerda que le debo una visita a mi amigo Vicente en Oldies (sí, mi tienda favorita), que ahí siguen: aguantando como unos campeones vendiendo vinilos, cedés y cachivaches variados con los que hacernos felices a los que nos gusta la música. Un noble y vocacional oficio el suyo.

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Anterior entrega de El oro y el fango: De la carne y el deseo.

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