El Columpio Asesino y su perpetuo balanceo

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Albaro Arizaleta: «No es suficiente el buen rollo y el amor que pueda haber en una banda para seguir en esta profesión, cuando sientes que la creatividad te ha abandonado»

 

La pasada semana, la banda pamplonesa lanzaba un comunicado para anunciar su adiós dejando conmocionado al público y a la industria. Después, con algo más de aliento, llegó el anuncio de una gira de despedida que arrancará el 15 de septiembre en Bilbao y de la que aún quedan fechas por confirmar. Hoy, en vísperas del lanzamiento de una nueva versión de su canción “Perlas”, junto a Pucho, de Vetusta Morla, Sara Morales recorre la historia de la banda, ensalzando su trascendencia en la configuración de la escena musical de nuestro país. Además, Albaro Arizaleta se ha lanzado a explicar cuáles son los motivos de tan desalentadora noticia.

 

Texto: SARA MORALES
Fotos: KATXOBITXO (foto 1) y PEIOLZCUE (foto 2).

 

Dos días después de que El Columpio Asesino anunciaran su disolución y su gira de despedida, Amarga baja, su capo, Albaro Arizaleta, se prestó a contestarme a la pregunta que rondaba en el ambiente desde que saltó la noticia: ¿Por qué? Esta fue su respuesta: «Siempre hemos admirado y entendido a las bandas que se han retirado, cuando han sentido que el camino por el que transitaban había acabado: The Clash, Pixies, Velvet Underground, Beatles… No es suficiente el buen rollo y el amor que pueda haber en una banda para seguir en esta profesión, cuando sientes que la creatividad te ha abandonado.  Antes de convertirnos en una banda de caminantes blancos recorriendo escenarios, preferimos despedirnos con el corazón caliente».

Maravilloso alegato, de una coherencia y honradez elevadas. También teñido de crudeza pero, sobre todo, de una generosidad para consigo mismo, con sus compañeros de banda, con la entidad de El Columpio Asesino y con el propio oficio de crear, que no queda más remedio que acatar y, una vez más, volver a aplaudir. Sin embargo, eso no nos exime a los de este lado del desánimo de la despedida, porque esto sí que no lo vimos venir. Tenían que haber roto su silencio para anunciar nuevo disco, el que continuara a Ataque celeste (2020), pero no para decirnos adiós. La sorpresa ha sido tan mayúscula como compungida porque, aunque ellos se despiden con una sonrisa —a juzgar por el comunicado que han lanzado en sus redes y por estas palabras de Albaro—, nuestra música pierde con ellos uno de los grandes baluartes de esa escena underground que, hace tiempo ya, terminó devorando al mainstream y a la radiofórmula para aprender a convivir. De eso que hoy se llama indie, El Columpio Asesino fueron padres creadores; una de aquellas bandas de finales de los noventa que alimentó la corriente alternativa con propuestas inusitadas, para auparla al estatus de movimiento cultural. Y aunque hace ya una eternidad de aquello, tanto que la etiqueta en cuestión atendía a un modelo de gestión y no a un género estilístico, su efigie ha figurado desde entonces, siempre, como la de un grupo respetable y respetado.

La fuerza identitaria de su propuesta se agudizó por el uso de una fórmula que poco se había transitado por entonces en España: la alianza de rock y electrónica con chispazos de punk. Una coalición sonora que comenzó como un riesgo enfocado solo a minorías y terminó convirtiéndose en referente musical, en la demostración de que había otra forma de tratar al arte, a la melodía, otro modo de hacer las cosas y de expresarlas. Todavía hoy, siguen sin venirme a la cabeza muchas bandas en las que el batería, en este caso el propio Albaro Arizaleta, sea también su voz. Aquello tan inaudito marcó la diferencia en su momento, nos dejó sin habla al tiempo que él agitaba sus baquetas encolerizado, acertando a entonar perfecto. Los directos de El Columpio Asesino, además, nunca han sido un remanso de paz, precisamente; sí han sido, sin embargo, y en el recuerdo permanecen, auténticas experiencias sensoriales, un cañonazo de estímulos para el cuerpo, para la mente y para el alma. Con sus arranques coléricos de rock atestado de electricidad —gracias a las guitarras de Raúl Arizaleta y Cristina Martínez, al bajo de Daniel Ulecia y los sintes de Iñigo “Sable” Sola (más todos los que han pasado por la formación)—, con la actitud del punk oscuro que combate aunque lleve las de perder, con la voz de Cristina acompañando a Albaro y dotando de luz el rictus lírico, y con ese espíritu experimental de laboratorio, tan característico en ellos, sobrevolando permanentemente la escena.

Así en las salas y así en los festivales. Recuerdo, de hecho, en aquellos primeros años del milenio cuando la saturación festivalera era solo una ilusión, cómo sus conciertos se programaban para el final del día, para cuando arrancaba la noche y tras los pesos pesados del cartel nos encaminábamos a la sesión after. Solo ellos, solo El Columpio Asesino, eran capaces de ejercer de nexo entre un mundo y otro de una manera tan lúcida y sagaz, sin que doliera, atrapándonos y envolviéndonos en su galimatías, llevándonos de la mano hacia la oscuridad para brillar ellos y hacernos brillar a los demás. Aquellos trances, casi siempre, tenían un nombre: “Vamos”.

Esta canción desató la locura en 2003, el año en que los de Pamplona debutaban discográficamente con su álbum homónimo compuesto, además, por otros temas imborrables como “Ye ye yee”, “La muerte de un trompetista” o “Your man is dead”. Subversivos, hipnóticos, sorprendentes… No hizo falta mucho más para que pasaran a formar parte inefable de una escena que se prestaba a propuestas de toda índole; y la suya, la de El Columpio Asesino, caló y, como no podía ser de otra manera, lo hizo arrolladora.

Tres años después, repitieron con Astros Discos para levantar su segunda entrega, De mi sangre a tus cuchillas. El elepé con el que, además de por su sonido ya adherente desde los inicios de la banda, se la jugaron con unas letras tremendamente sugerentes a medio camino entre lo críptico y lo crítico, entre lo intuitivo y lo persuasivo, demostrando que, además de enganchar por su ímpetu instrumental, delirante y sintético, también podían conseguirlo haciéndonos pensar y descifrar. Inspirados en una frase que el artista chileno Alejandro Jodorowsky les dejó escrita en la dedicatoria de uno de sus libros, bautizaron el álbum y crearon toda una fábula inquietante que nos hablaba de sexo, soledad y liberación, a través de canciones como “Lucas 44-48”, “La perra del hortelano”, “Zorra”, “No llores más” o “La caja de música”.

Y después llegó La gallina, ya en 2008, aquel disco verde y rosa chicle con el que nos sorprendieron a base de su habitual tensión sonora, pero también de coros coloristas y una provocación llevada, todavía más, hasta los confines del entendimiento melódico. De aquel elepé quedarán para siempre en nuestra memoria “La marca en nuestra frente es la de Caín”, “Moscas” y una Cristina imponente desde “Dolores tres pinos”. Diamantes, en 2011, y ya con el respaldo de Mushroom Pillow, siempre será el disco de “Toro”, el single con el que se acercaron definitivamente al grueso mortal descubriéndose ante él, conquistándolo e incitándolo a la pista de baile en su versión más electropop, más democrática y transversal. El mundo, por fin, comenzaba a mirar hacia ellos; demasiado se había perdido hasta entonces.

Tampoco hay que pasar por alto piezas de gran calado en aquel trabajo, como la que lo abre —”Perlas”, que mañana, 9 de marzo, ve la luz en una nueva versión junto a Pucho, de Vetusta Morla—, la que lo cierra, —”MDMA”—, “Corazón anguloso” o la propia “Diamantes”, un pasaje inquietante y oscurantista con la aterciopelada voz de Albaro al frente de versos chamánicos: «Vuelvo al punto del que partí, otra derrota cae sobre mí, es el perro que vuelve a subir, pide carne no quiere morir (…) El diablo da las llaves del cielo». Vello de punta.

 

«La fuerza de su propuesta se agudizó por el uso de una fórmula que poco se había transitado por entonces en España: la alianza de rock y electrónica con chispazos de punk»

 

En 2014 plasmaron el desasosiego social, la decepción, la frustración ante el sistema, la pérdida de valores y la decadencia del sentido colectivo, con Ballenas muertas en San Sebastián. Un álbum visionario cuyas sensaciones durante la concepción, inherentes después en la recepción de los oyentes, supieron ver lo que vendría unos años después. Insinuaron el ánimo supremacista del ser humano frente a la naturaleza, el egoísmo del hombre y el aislamiento al que conduce todo ello. ¿Se adelantaron a la llegada del Covid, el confinamiento y todas sus consecuencias? Diría que sí. Y lo hicieron más crudos que de costumbre, tirando de reminiscencias kraut, mostrando su faceta más industrial y ejerciendo de líderes conmovedores al tiempo que perturbadores, de la mano de temas como “Babel” o la propia “Ballenas muertas en San Sebastián”.

Y tras el declive anímico con golpe de realidad incluido, llegó el Ataque celeste (Oso Polita, 2020); el que ahora sabemos que es su último disco. El álbum que redondeó el año en que por desgracia se cumplieron todos sus vaticinios personales y sociales, recordándonos que las crisis de identidad continuaban, que la devastación del individuo seguía su camino y que la ansiedad y el vacío existencial se mantendrían como nuestros mayores males. De nuevo, acertaron de lleno: tan solo unos días después de la publicación de este elepé, estalló la pandemia. Siempre recordaré que fueron ellos los últimos músicos a los que entrevisté presencialmente antes de que el mundo se parara, y no olvidaré tampoco todo lo que hablamos off the record aquel día. Enredados en las canciones de este repertorio, como la pop “Preparada”, la violenta “Lechuzas, cúters y somníferos”, la instrumental “Ataque celeste” o la psicótica “Sirenas de mediodía”, me dieron el gran titular: «Supuestamente lo tenemos todo y sin embargo estamos vacíos». Directo a la diana.

Ahora, ese vacío del que hablaban se personaliza todavía un poco más con su adiós. Con el silencio que dejan y que quedará suspendido en el espacio en su honor, perpetuados en la memoria popular como el columpio al que subimos inocentes un día de finales de los noventa y del que nunca hubiéramos querido bajarnos. Y, como niños, seguiremos dejándonos llevar por su vaivén, por sus canciones, por lo que fueron ellos y lo que consiguieron que fuéramos nosotros en su perpetuo y consciente balanceo.

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