Diez portadas históricas en blanco y negro

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En ocasiones, la cubierta de un álbum tiene tanta historia como las canciones a las que acompaña. Sara Morales elige diez discos importantes cuyas portadas huyeron del color y acertaron con la estética y el mensaje.

 

Texto y selección: SARA MORALES.



 

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1. «The stranger», de Billy Joel (1977).

Con este quinto disco, el cantante, compositor y pianista neoyorquino se asentó en la antítesis musical y conceptual. Esa con la que estrechó antónimos, acercó rivales y dio forma a un cosmos de contradicciones indultadas por una balanza que, siempre equilibrada, apostó de la misma forma por los claros que por los oscuros. Nueve canciones que suenan a drama poético y a banalidad, a descargas eléctricas en forma de guitarras y a silbidos inofensivos. A un piano que reconforta, pero al mismo tiempo a un halo que turba y excita. Sin embargo, el músico eligió un tono cálido y cercano para este disco, como denota su postura junto al «extraño» que toma forma bajo una máscara de arlequín, y ante el que, vestido de traje y corbata, acorta distancias y se aproxima con los pies descalzos. Un intimismo inquietante patente en el sonido, con la fundamental aportación del productor Phil Ramone, y reflejado ya desde la portada con una instantánea tomada en un estudio por el fotógrafo Jerry Abramowitz bajo la dirección artística de Jim Houghton. Canciones que se dirigen a las mujeres desde la animadversión, la admiración y la dependencia. También a la vida en la ciudad y al espíritu urbanita; a la crítica social, al paso del tiempo y a la frescura juvenil, a la que dedica un guiño estético sumando a la imagen unos guantes de boxeo, la otra gran pasión de su juventud. «The stranger» trajo para Billy Joel el primer número uno de su carrera y su gira más extensa a ambas orillas del Atlántico. Hasta 1985 fue el álbum más vendido de Columbia Records, y es considerado, de forma prácticamente unánime por público y crítica, como su disco definitivo.

 

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2. «Closer», de Joy Division (1980).

Maldito vaticinio el de este segundo y último álbum de los de Manchester. A los sonidos apocalípticos y desoladores que habitan en las letras de un ya abatido Ian Curtis, nada podía irle mejor que la viva imagen de la muerte. El diseñador gráfico Peter Saville, que ya había creado para la banda la que sería su icónica seña de identidad con su anterior disco «Unknown pleasures», eligió junto a ellos esta fotografía de Bernard Pierre Wolff. Este profesional parisino era especialista en el blanco y negro, con una amplia colección de capturas en el cementerio de Staglieno en Génova, entre las que se encontraría la forma de ponerle rostro a la despedida de Joy Division. El disco fue grabado en los estudios Britannia Row de Londres en marzo de 1980 y vio la luz el 18 de Julio de aquel mismo año. Mientras tanto, dio tiempo a que los chicos organizasen la que hubiera sido su primera y prometedora gira por Estados Unidos, pero también, y sin que nadie lo esperara, a que el enigmático Ian se quitara la vida.

Existencias rotas y sueños truncados, que habían representado sin saberlo a través de este entierro neoclásico, a manos de nueve canciones con las que lograron alcanzar el punto más álgido de la tristeza y la desesperación sonora. Producido junto a Martin Hannet, con quien ya habían trabajado en su debut, se alejaron del deje punk de sus inicios y profundizaron en la oscuridad de un background ambiental, con ecos y reverbs que arrastran sin remedio hacia la nada. Allí fueron a parar, y así concluyeron su camino, obligados a cerrarle la puerta al éxito que comenzaba a llegarles. Hoy, con New Order, esa puerta queda entreabierta, pero «Closer» y este sepelio fueron la cara del adiós de Joy Division y de Ian Curtis, al mismo tiempo que lo fue de su infinitud.

 

 

 

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3. «Goo», de Sonic Youth (1990).

El artista norteamericano Raymond Pettibon ya había dibujado cubiertas sonadas en los años 70 para bandas de punk como Black Flag o Minutemen. Pero fue este dibujo de evocación cómic, diseñado para el sexto álbum de Sonic Youth, el que le ha catapultado a la genialidad gráfica.

Los dos protagonistas de la ilustración son la pareja formada por Maureen Hindley y David Smith, hermana y cuñado de Myra Hindley, la asesina en serie británica de los años 60. El dibujo está basado en una fotografía real que protagonizó la prensa de aquellos días, tomada en el momento en que ambos iban en coche a declarar como testigos al juicio de Myra, donde se le acusaba de todos sus crímenes. Esta, junto a su novio Ian Brady, había torturado y asesinado entre 1963 y 1965 en Manchester a tres niños y dos adolescentes, convirtiéndose en uno de los sucesos de la crónica negra más escabrosos de Inglaterra y bautizados mediáticamente como los «Asesinos del Páramo». Una escalofriante historia de pasión, psicopatía y tortura que también inspiró a The Smiths para su canción ‘Suffer little children’, y que terminó con los asesinos en prisión gracias a su delator, el propio David Smith inmortalizado en la portada.

Con este álbum, la banda neoyorquina de noise–rock alternativo quiso explorar los límites de su propio sonido de inspiración velvetiana, y la crudeza y el ruido experimental que lo sustentan fueron el atributo perfecto con el que consiguieron llegar a un público más numeroso en aquellos incipientes 90. Fue su primer disco con una gran compañía y el claro ejemplo del resurgimiento del underground, al que ya se comenzaba a conceder un sitio en la industria.

 

 

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4. «Spiderland», de Slint (1991).

Desde Louisville, Kentucky, esta banda de postrock nunca recibió el trato merecido. Solo el paso de los años les ha devuelto el lugar que les correspondía, situándolos entre las formaciones más representativa e influyente de los 90. Cuatro chavales, a veces cinco, que nacieron de las cenizas de Squirrel Bait y que bebían de la obra de Television, en un punk ya tardío con el que se adentraron en los albores del sadcore. Unas creaciones centradas en la base instrumental con las que allanaban el camino entre lo siniestro y lo desenfadado, por eso esta foto para su segundo y último álbum, «Spiderland». Con ella representan las travesuras de verano de una pandilla de amigos del colegio, como eran varios de ellos, en un tiempo en que todo parecía funcionar. La imagen fue disparada en el lago de una cantera abandonada, aquel agosto de 1990 en el que tuvo lugar la gestación y grabación de las seis canciones que componen el que es, para muchos, el primer disco de postrock de la historia. Un retrato tomado por Will Oldham, amigo del grupo, y conocido posteriormente como Billy Bonnie ‘Prince’, el pseudónimo que tomó para su carrera como cantautor y actor americano.

Aunque el álbum fue recibido positivamente por la crítica, apenas tuvo beneficios comerciales y Slint se separaban unos meses después de su lanzamiento, dejando tras de sí un reguero de esperanza y oportunidades para la cara alternativa de la música de aquella década. Muchos dicen que bandas como Tortoise o Mogwai jamás habrían existido sin Slint y sin este borroso «Spiderland», que lanzaron al mundo con el agua hasta el cuello.

 

 

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5. «Surfer rosa», de Pixies (1988).

Uno de los álbumes más extraños de finales del siglo XX, que se adentró directamente en la psique de Kurt Cobain para idear su incunable «Nevermind», y que decenas de músicos de renombre lo han tildado como una de sus mayores influencias.

La banda de Boston eligió para su estreno en larga duración este conjunto de canciones que quedaron perfectamente representadas en la cubierta, ideada y fotografiada por Vaughan Oliver y Simon Larbalestier, quien acabaría trabajando en todos los discos de los Pixies. Un álbum inclemente y visceral, entre incursiones en el español, referencias bíblicas, voyeurismo, mutilación, guitarras volcánicas y una batería acaparadora que crearon una atmósfera inusual y perturbadora catapultada a la perpetuidad. Muy en buena parte, gracias a la aportación del productor Steve Albini, conocido por si inflexibilidad, su fuerte carácter y su inclinación por los sonidos desconocidos que utilizó para su grabación, desarrollando técnicas alternativas y métodos desconcertantes. Cuentan que Albini solo le concedió un día a la banda para grabar la parte vocal, mientras que utilizaron dos semanas para las guitarras. Pese a todas las rarezas de su concepción, «Surfer rosa» permanece inalterable en el tiempo gracias a una inaudita y críptica corriente eléctrica que lo envuelve, muy alejado (o no) de la mujer en topless con falda de flamenca que nos da la bienvenida desde la portada, junto a un crucifijo y un poster destrozado. Al parecer, Black Francis –alma mater de Pixies– siempre tuvo claro que para plasmar su primer disco quería un desnudo alejado del mal gusto y de lo soez. Y así lo cumplió con este debut de esencia expansiva, para el que siempre defendió alusiones a la cultura surf y que de católico tenía más bien poco.

 

 

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6. «Killing Joke», de Killing Joke (1980).

El desconcierto que generó el debut homónimo de la banda londinense coincidió con los cambios políticos y sociales que se avecinaban en Inglaterra, de la mano de una recién elegida Margaret Thatcher como primera ministra británica. Fueron años de incertidumbre e inquietud que quedaron enaltecidos en los sonidos de estos primerizos Killing Joke, asentados en el post punk, pero a la vez tahúres de la vanguardia instrumental a través del histrionismo y la alienación en sus atmósferas. Un semblante frío el de este disco que lo mismo jugueteaba con el tribalismo funk, que se comedía en la pista de baile o daba lecciones de rock transgresor. El diseño de su cubierta no podía alejarse de estos aires revolucionarios que traían consigo el cantante y teclista Jaz Coleman, el guitarrista Geordie Walker, «Big» Paul Ferguson a la batería y Martin «Youth» Glover al bajo, en unas letras politizadas que hablan de la hipocresía, la naturaleza humana, la contaminación y el exilio. La fotografía realizada por Don McCullin en Derry (Irlanda del Norte) durante los disturbios de julio de 1971, donde unos jóvenes manifestantes católicos intentan escapar de las nubes de gas CS provocadas por el ejército británico, fue la guinda del pastel expresionista que querían retratar Killing Joke con su estreno. El artista Mike Coles tomó estas instantáneas como referencia para realizar el collage que serviría de imagen para el disco, y en cuyo interior encontramos la figura de una especie de Cristo que, alentador, se acerca a unos niños en mitad de un entorno putrefacto y viciado. Un símbolo más en este trabajo de conciencia urbana y alma industrial.

 

 

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7. «The Velvet Underground», de The Velvet Underground (1969).

Una portada moderada y sencilla que retrata un momento distendido compartido por sus protagonistas: Lou Reed, Sterling Morrison, Maureen Tucker y Doug Yule. Un alarde de identidad con el que dejar claro quiénes son los artífices de esta tercera obra, en la que solo el gran líder mira a cámara. El primer disco de la Velvet sin John Cale, el primero también con el que mostraron la otra cara sónica que subyacía escondida en la banda, tras la crudeza experimental y la descarga devastadora de sus dos trabajos anteriores. Intimismo y naturalidad de título homónimo con canciones apaciguadas, cercanas a la balada, un rock tranquilo y melódico refugio de unas letras lejanas a la radicalidad incisiva de otras épocas. Parece que la ausencia de John Cale, obsesionado con el avant-garde instrumental, había hecho mella.

Dick Smith fue el encargado de diseñar la estética del álbum a partir de una fotografía tomada por Billy Linich, conocido para la posteridad bajo el pseudónimo de Billy Name. Fue el fotógrafo profesional encargado de retratar todo lo que acontecía en la Factory de Andy Warhol, aquel espacio artístico del magnate del Pop Art donde iban a parar todas las tendencias creativas del submundo neoyorkino. Este momento de descanso y reunión de los cuatro de The Velvet Underground fue capturado allí mismo, desde el sofá se mostraban satisfechos y seguros del gran cambio experimentado de la mano de estas diez canciones con las que el mundo conoció a otro Lou Reed. Grabado entre noviembre y diciembre de 1968 en los TTG Studios de Hollywood, y producido por la propia banda, es considerado el disco más accesible del grupo en el que en una de sus mezclas se acerca en gran medida al pop.

 

 

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8. «1977», de Ash (1996).

La imagen de la cubierta del álbum con la que dieron el diseñador gráfico Brian Cannon y el bajista de la banda Mark Hamilton se convirtió en icono de muchos adolescentes en la década de los noventa. Un efecto óptico a partir del desdoblamiento de una misma fotografía en rotación tomada por Cannon, donde el suelo de la calle se convierte en el nexo de unión y epicentro visual. La banda de Downpatrick no encontró mejor forma de expresar su arranque juvenil y espíritu urbano que con este retrato infeccioso de una ciudad cualquiera, cuya ubicación nunca evidenciaron con ánimo de conferirle globalidad.

Fue el disco con el que el trío irlandés se presentó en sociedad, arrastrando los elementos más diestros del sonido noventero: el britpop, los azotes del grunge post–Nirvana y un rock callejero que emulaba en actitud al punk de los setenta. Es precisamente esta una de las razones por las que bautizaron el álbum así, «1977». Un año de referencia para la banda por ser en el que nacieron dos de sus miembros fundadores (Tim Wheeler y el propio Mark Hamilton), el año en que la eclosión punk a la que tanto tendían cobró su máxima plenitud y también el año en que se estrenó «La guerra de las galaxias», a la que homenajearon con la base instrumental del inicio del disco y con el tema con el que lo concluyen, ‘Darkside lightside’. El enfoque cinematográfico que adoptaron en estas doce canciones aportó entusiasmo a su sonido y quedó dibujado para siempre en la cubierta. Se movieron siempre entre la instrumentación pesada y el pop ligero, la religión de la calle fue su punto de encuentro y el gris de la ceniza (Ash) su obstinada doctrina, aunque cuenten que su nombre les llegó al azar.

 

 

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9. «Ramones», de Ramones (1976).

Quién les iba a decir a los Ramones, con lo que les costó posar para esta fotografía, que acabaría convirtiéndose en una de las imágenes más versionada e imitada en la historia de la cultura popular. Los 2.000 dólares de presupuesto inicial con el que contaban para el diseño del álbum se agotaron en una sesión de fotos que no convenció ni a la banda ni a Sire Records, la compañía que había decidido apostar por ellos para editar su álbum debut. El objetivo de la cámara les intimidaba, consideraban que posar era algo artificial y ponerle una imagen propia a un sonido, un acto de arrogancia. Johnny Ramone confesó años después: «No nos sentíamos a gusto. No sabíamos si pasarle el brazo por encima a alguno o estar sin hacer nada. Así que nos limitamos a estar quietos».

Finalmente fue Roberta Bayley, fotógrafa de la revista “Punk”, la que consiguió inmortalizar a los cuatro padres del submundo neoyorkino, contra la pared de un espacio comunitario llamado Albert’s Garden muy cercano al CBGB, en el barrio del Bowery. En un principio, la sesión de fotos había sido ideada para ilustrar un artículo sobre la banda que saldría en el número tres de la revista, en su edición de abril. Sin embargo, desde la discográfica consideraron perfectos los retratos y decidieron comprar los rollos de imágenes por 125 dólares. En unos meses, esta estética de pandilleros juveniles, con sus habituales vaqueros rotos, chupas de cuero y zapatillas deportivas claras, presentada en un blanco y negro granulado, se convirtió en el modelo visual para los grupos de la escena que ya comenzaba a azotar la realidad musical. Dieron la vuelta al mundo, y continúan haciéndolo, con esta postura y rostros de desidia, aburridos y deprimidos, pero no hay que olvidar que los Ramones salieron de la calle, y esta no siempre fue fácil.

 

 

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10. «Superfuzz bigmuff», de Mudhoney (1988).

Otra de las grandes apuestas del sello Sub Pop en los ochenta fue la de Mudhoney, cuarteto de Seattle que lanzó este EP debut con nombre de pedales de guitarra: Super Fuzz y Big Muff. La viva imagen del dinamismo y la fuerza arrasadora con la que llegaba la nueva ola de un sonido naciente en la costa noroeste de Estados Unidos, el grunge. Este fue el motivo que les llevó a plasmar en la cubierta una instantánea del líder de la banda Mark Arm (izquierda) y el guitarrista Steve Turner (derecha) en movimiento, realizada por el fotógrafo Charles Peterson durante uno de sus frenéticos conciertos. El grupo se hallaba en plena cresta sonora de un rock sugestivo e inteligente con influencias protopunk de The Stooges. Al mismo tiempo, manaba de ellos un sentido del humor y pragmatismo que los llevó a conquistar a la prensa y al público en su día, cuando publicaron el primer single ‘Touch me I’m sick’, con el que vendieron cerca de 6.000 copias. Respaldados por tal recibimiento, decidieron meterse en los estudios Reciprocal a grabar este trabajo con Jack Endino, el paradigma de la producción grunge. Procedían de bandas locales de renombre y tenían un gran bagaje que les respaldaba, jugaron con maña a la distorsión turbia, a la suciedad melódica y tentaron incluso a la psicodelia, como se refleja en la tipografía de la portada.

Aunque no consiguió el éxito de ventas esperado, este disco les llevó hasta Europa y con su esencia posmoderna ha superado las décadas como uno de los tesoros cardinales del sonido Seattle, en un tiempo en que todavía estaba todo por llegar.

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