Descampados, de Manuel Calderón

Autor:

LIBROS

«Un hermoso texto en el que los descampados no son más que un reflejo anímico de la desolación»

 

Manuel Calderón
Descampados
TUSQUETS EDITORES, 2023

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

No hay palabra que mejor defina en castellano su esencia que «descampado», aquello a lo que se le ha sustraído su condición de campo. Un descampado ni siquiera es un no lugar, aquellos espacios en los que la gente no reside, en que a determinadas horas, cuando acaba su actividad, quedan vacíos y solitarios. Por un descampado pueden pasar caminantes a cualquier hora de la noche, incluso pueden reunirse allí, hasta levantar chabolas se puede. Los descampados, espacios que solo adquieren su sentido en la ciudad, son los fragmentos en que esta se resiste a ser ciudad, en que aún quiere ser rural. Los que crecimos en los sesenta y los setenta los conocemos bien, jugamos en ellos. Eran el espacio de la libertad, un descampado no se rige por normas.

Manuel Calderón, periodista y narrador, creció en ellos en una Hospitalet que los tenía —y los tiene aún— a montones. Su pulso descriptivo los retrata en cuadros a veces luminosos, a veces crepusculares, marcados siempre por ese momento en que llegó a Barcelona y desborda su pluma con la ciudad que se le abrió tras aterrizar en la Estación de Francia. La descripción de las calles es precisa hasta llegar a su destino: Collblanch, un barrio fronterizo, feudo de inmigrantes, esos xarnegos a los que dedica unas páginas. Las descripciones de la ciudad, cuando ya es suya, son frecuentes, en paseos azarosos y llenos de provecho, lo que le sirve para construir un elogio a la Barcelona que desapareció, a su pasado, que coincide con el pasado de su familia. Conocerlo, es conocerse a sí mismo, así que Calderón actúa en sus propósitos —y en su estilo, en los fragmentos en que los evoca— a la manera de Javier Pérez Andújar.

Porque no solamente es una visión de los descampados la que nos ofrece. De sus estudios en la Facultad de Filosofía recuerda a algunos profesores, y desgrana también citas de pintores, escritores, fotógrafos o arquitectos. Gran parte de las páginas las destina también a sus viajes, con lúcidas reflexiones sobre su sentido y sobre las ciudades que visita. Así Venecia, Berlín o el Sarajevo posbélico se organizan en forma de diario y nos ofrecen vistas panorámicas y mentales.

Conscientemente, reserva páginas finales para una elegía brindada a sus amigos muertos. Certero final porque, en parte, un descampado también es una elegía, porque mueren al morir nuestra infancia. El urbanismo de suburbio los hace aún más suburbiales. En los juegos de los niños en descampados nadie vigila, no hay normas ni reglas, nadie cuida de ellos. No hay principios, no hay finales ni tiempo.

Con hilo invisible, Calderón liga todas estas ideas. La vida, ciertas vidas, también son un descampado. Y superpuestas estas telas, consigue crear un hermoso texto, un texto en el que los descampados no son más que un reflejo anímico de la desolación.

Anterior crítica de libros: Meditaciones de cine, de Quentin Tarantino.

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