Cine: «Milagro», de Hirokazu Kore-eda

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«Proyecta una observación al más allá desde lo terrenal, accediendo a la realidad desde el otro lado de la calle, importando una retórica que parte de la utilería propia de la forma documental»

«Milagro»
(«Kiseki», Hirokazu Koreeda AKA Hirokazu Kore-eda, 2011)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.
 

 

Desde la veneración del aficionado y la cogitación profesional, el más cineasta de los escritores contemporáneos atisbaba en el cine de Vittorio de Sica, Jean Renoir, Satyajit Ray y Yasujiro Ozu una querencia fílmica que versaba sobre “la gente corriente” y “las vidas ordinarias”; un honesto empeño por conceder voz a las historias mínimas, localizando la ficción más extraordinaria en los rincones de lo cotidiano, siempre al resguardo del entorno familiar y el amparo de la comunidad. Paul Auster bautizaría a esta voluntad del póker de maestros como “cine del humanismo”, estación donde también termina por citarse el cine de lo real del brillante Hirokazu Kore-eda.

En Kore-eda delatamos ese imperceptible pero constante esfuerzo por aprehender con la mayor naturalidad la tragedia de los que afrontan los reveses existenciales; de quienes adoptan una posición estoica y hawksiana (que viene a ser lo mismo) ante el destino con la asunción de sus fatales desenlaces. En consecuencia dicta su forma y estilo Kore-eda, sin echar mano del cilicio, eligiendo la sobriedad y la economía formal como férreas vías por las que aproximarse al dolor contenido e inexpresivo de la sociedad nipona.

La pérdida del ser querido se inscribe en el arco temático que asienta sus pilares en cada una de las películas que integran la filmografía de Kore-eda. La ausencia, física o espiritual, se manifiesta en la distancia recorrida por el recuerdo de los personajes que habitan el universo del director japonés. En «After life» («Wandafuru raifu», 1998) la separación partía de un componente metafísico para trazar desde la dimensión fantástica una línea discontinua entre la vida y la muerte. En «Nadie sabe» («Dare mo shiranai», 2004) y «Caminando» («Still walking», 2008), Kore-eda prolongaba el curso de sus simpatías temáticas ahondando en la desaparición; motor dramático que empuja a la reconstrucción de los lazos de consanguineidad en el núcleo familiar, reestructurando la vida en nuevas relaciones que finalizan en la regeneración del individuo a través del espíritu de superación.

En «Milagro» asistimos a planteamientos que beben de las mismas aguas. Deslumbra la alquimia con la que los hermanos Koki y Ohshiro Maeda dan vida a sus símiles ficticios Koichi y Ryu refractando los gestos innatos de su incorrupta generación hacia el patio de butacas. Accedemos al relato porque así lo quieren ellos, porque previamente nos han abierto las puertas de su inocencia.

Ni tan siquiera la amenazadora y metafórica fumarola del volcán subyuga el curso del día a día. Sólo Koichi, primogénito, se pregunta confundido al comienzo de la película: “¿Por qué están todos tan tranquilos estando el volcán en erupción?” Quizá forzado por el peso de la responsabilidad tras la ruptura de sus padres se niega a admitir la resolución que impone el mundo; dictamen que previamente ha podado la cepa familiar en dos ramas condenadas a una irreversible bifurcación: “¿Qué es el mundo? … No lo entiendo”.

Kore-eda proyecta una observación al más allá desde lo terrenal, accediendo a la realidad desde el otro lado de la calle, importando una retórica que parte de la utilería propia de la forma documental; huye del intervencionismo para alcanzar el grado de espontaneidad indispensable con el que resolver secuencias con actores de corta edad: las ópticas tele posibilitan la construcción de la fisiología de la imagen a través de la captura de una puesta en escena que pide reducir la mediación del equipo técnico a la mínima expresión. Sin embargo, en «Milagro» también se evidencia el dispositivo cinematográfico con la omnipresencia del montaje, tan subordinado a similares motivaciones (capital para garantizar la fluidez y credibilidad interpretativa en planos cercanos a los niños) como elemental en la organización de la estructura argumental del film. El robusto guion, salpicado de microhistorias, solicita el dominio de la gramática para superar así la diversidad de puestas en escena manteniendo el ritmo y el tono en una convergencia que determina el clímax final, que no es tal.

Al desdeñar la representación de este pico dramático Kore-eda entiende que el verdadero Milagro no expira con el deseo no culminado, sino en las ganas de seguir viviendo a pesar de los infortunios, en la aceptación de unos designios que responden a procesos mucho más simples. Comer, dormir o echar una meada tienen el mismo valor, la misma intensidad que el momento privilegiado con el que reparar la pérdida absoluta. Ahora preguntémonos por qué preferimos el martirio del tío de la peineta de espino.

Anterior entrega de cine: “Cairo time”, de Ruba Nadda.

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