Canciones de una noche de verano: ‘Anduriña’, de Juan & Junior

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“Fue la primera vez que tomé conciencia de que una canción puede modelarnos, de que despierta algún misterio sin nombre dentro de nosotros, de que nos ancla a la tierra más firmemente que cualquier otra consigna”

 

En su intensa y breve carrera como dúo, Juan & Junior dejaron unos cuantos clásicos, entre ellos ‘Anduriña’, una canción que emocionó a Pablo Picasso y que recupera hoy César Prieto en su última entrega veraniega.

 

Una sección de CÉSAR PRIETO.

 

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Juan & Junior
‘Anduriña’
“Anduriña / To Girls”
Zafiro, 1968

 

‘Anduriña’ es una canción que se cuela entre mis preferidas seguramente por una suprema casualidad, no por su bondad. Pero la casualidad es siempre más fuerte que las bondades, y el que me haya acompañado en situaciones de intenso cúmulo de felicidad –hoy intensa nostalgia– hace valer su derecho. Fue la primera vez que tomé conciencia de que una canción puede modelarnos, de que despierta algún misterio sin nombre dentro de nosotros, de que nos ancla a la tierra más firmemente que cualquier otra consigna.

En uno de mis cumpleaños preadolescentes mi padre me había regalado un radiocasete portátil, marca Sanyo, vanguardia tecnológica popular en aquellos momentos. Por entonces yo me sentía captado por cualquier sonido melódico que se reprodujera por cualquier medio, entonces la televisión, claro, con una difusión más extensa que las pesadas radios de mueble o los incipientes e imperfectos transistores. El tener un sistema en el que pudiera escoger qué escuchar y además fuera fácilmente transportable me pareció el colmo de una dicha aún infantil.

Mis veranos entonces, y el resto de estaciones también desde el deseo y la ruptura, transcurrían en Galicia. Y ahí iba yo, en el asiento trasero de un R8, pegada la oreja al único altavoz y viendo pasar en un contrapicado cubista los postes de luz en el interminable horizonte que es Castilla. Ya llegados allí, podía pasar también horas de un tiempo elástico apartado en cualquiera de los cuartos de la casona de mis abuelos con el radiocasete.

Mi pequeña aldea fue una cantera de mano de obra para Alemania. En los setenta se mandaron las últimas remesas, y jóvenes apenas mayores que yo escapaban para buscar trabajo. Al llegar el verano coincidíamos y yo podía escuchar entonces las cintas que traían. Así pude acceder en el año 74 a los Rubettes o al Philadelphia Sound de primera mano. Esos recopilatorios teutones populares, visto ahora, representaban tanta vanguardia como Bowie o Kraftwerk, lo que se iba a llevar en los ochenta.

Mi tío también había estado en Alemania –apenas unos meses– hacía pocos años. Y en su habitación encontré una caja con cintas BASF grabadas, sin caja, sin título. Me apresté a escucharlas una a una y en medio de voces que con el tiempo identifiqué, surgió una canción llena de resonancias de algo que ya conocía sin saberlo. Una historia de alguien que se volvía invisible y dejaba en su ausencia un miedo impreciso. Era una historia sencilla y honda a la vez, cantada por un par de voces masculinas que creía poseídas por la magia que tiene lo cercano. Y yo me estaba dejando invadir por ella igual que el Sil invadía el valle y lo trazaba con tiralíneas, igual que las montañas guardaban en los castaños el oro del último sol. No sabía, afortunadamente, quiénes eran esos cantantes. Era solo la canción.

Después conocí y descubrí muchas cosas más, cierto. Quiénes eran Juan & Junior, su dramática salida de los Brincos, la imagen de Picasso –habían estado poco antes con él en su casa de la Costa Azul– que aparecía en la contraportada. Supe también que habían editado en Novola, el subsello que Zafiro creó para dar salida al pop español, que desde luego no era lo más difundido de su catálogo. Almacené que el disco es de los primeros meses del año 68, escuché con agrado su escasa discografía, me hicieron gracia las cuestiones sentimentales que les llevaron a su final como dúo.

Capté que ‘Anduriña’ bebía de la aún reciente música de la costa oeste, que John Phillips hubiera podido copiar la guitarra que la abre o la plácida melodía y pasaría por original suya, que fue la bisagra para esparcir por la península un tipo de canción ligera enxebre de tema gallego que había iniciado la soberbia voz de Pucho Boedo. Me percaté de que era una canción con el mismo tono que le pondría La Buena Vida a las suyas –imagínenla cantada por Irantzu y me darán la razón–. Pude captar el delicado crescendo que convierte una flauta pastoril en unas trompetas que se llevan al punto anterior al desmelene. Valoré la inmensa producción, la de Mike Smith que también llevaba en la época –pásmense– a Georgie Fame.

Pero todo esto, necesario para cualquier reseña, no es lo esencial. Lo esencial es que al escucharla un niño sentía que se le movía algo por dentro. Y mientras, tras de la ventana cuarteada, el paisaje le ofrecía la misma seguridad de la canción, el mismo miedo.

 

Anterior entrega de Canciones de una noche de verano: ‘Hora punta en el metro’, de Mamá.

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