Bob Dylan, el cantautor que vino a enterrarlos a todos

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COMBUSTIONES

 

«La avalancha de materiales arqueológicos ha revolucionado algunas de las ideas más consolidadas respecto a Dylan»

 

Medios de todo el mundo descorchan sus botellas para celebrar el ochenta cumpleaños de Bob Dylan, que se celebra el próximo 24 de mayo. Desde Nueva York, Julio Valdeón traza este perfil, a modo de brindis, del siempre indescifrable genio de Duluth.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Ochenta de Bob Dylan. Cumpleaños del cantautor que vino a enterrarlos a todos, mago hechizado con el blues con una carrera tan longeva e irrepetible que agota los adjetivos. Aunque escritos con respeto, los textos de celebración abundan en tópicos. Que si alguien gritó Judas y que si Pete Seeger trató de cortarle el cable del «ampli» con un hacha. Yo, entre tanto, fantaseo con visitar Tulsa el próximo año. El 10 de mayo de 2022 abre sus puertas el museo y centro de interpretación dedicado a su vida, obra y milagros, creado a partir de la venta de su archivo personal y con más de 100.000 artefactos dylanitas, incluidas todas y cada una de las tomas que ha grabado, los manuscritos, los vídeos, etc. Una mina de oro para perderse y no salir más, que dejó joyas incluso en los momentos en que su talento lucía más apagado. Periodos menores, como las giras de mediados de los noventa, contienen directos fascinantes; discos irregulares, digamos buena parte de su producción ochentera, brillan al despojar las canciones de las malditas baterías programadas y los sintetizadores. Vean si no el caso de “Too late”, inédita de Infidels, presuntamente una toma primigenia de “Foot of pride”, aquella maravilla que, por cierto, también fue descartada, y que, vuelvo a “Too late”, sale ahora con un disco que ofrece la revista británica Uncut.

En cuanto a Dylan, retirado de los escenarios durante más de un año, lo imagino con voz de Carusso. Otra forma de festejar el aniversario fue comprar A hungry, restless feeling, el nuevo tocho escrito por Clinton Heylin, su más competente biógrafo. Heylin vuelve en el treinta aniversario de Behind the shades, con otra biografía. Treinta años de Dylan dieron para un par de renacimientos y media docena de discos fenomenales (Time out of mind, Love & Theft, Modern times, Tempest y Rough and rowdy ways, con menciones especiales, de paso, a tres álbumes de versiones: Good as I been to you, World gone wrong y Shadows in the night), la creación de una discografía riquísima y paralela —las Bootleg Series, casi un canon alternativo—, un Pulitzer, un Oscar y un premio Nobel, un par de documentales de Martin Scorsese, etc. En 2011 Heylin amplió su biografía en varios cientos de páginas, Behind the shades, the 20th anniversary edition.

Pero sucede que hace unos años el autor viajó a Tulsa para escribir un volumen monográfico sobre Blood on the tracks, que los archivos son mastodónticos, que guardan pruebas, huellas y trazas de la creación de cientos de canciones desconocidas, horas y más horas de grabaciones inéditas, borradores nunca vistos, etc. La avalancha de materiales arqueológicos ha revolucionado algunas de las ideas más consolidadas respecto a Dylan. De paso obligó a Heylin a recalibrar su criatura y escribir una biografía completamente nueva a partir de los materiales recopilados en Tulsa, o sea, entrevistas desconocidas, cartas de socios, colaboradores, amigos, novias y más, todas las conversaciones en el estudio entre toma y toma, etc.

El primero de los libros ha salido el 19 de mayo. Alcanza hasta el accidente de motocicleta en Woodstock. Sigue al hijo de ferreteros judíos rumbo a NYC, tras las huellas de los beats y Woody Guthrie. Rinde tributo a Dave Van Ronk y otros héroes olvidados y da cuenta de cómo aquel muchacho pálido y enclenque, en el curso de un lustro fulminante, amamantado con jirones de Little Richard, Hank Williams, Robert Johnson, Buddy Holly, Elvis Presley, Son House, Johnny Cash y la Carter Family, revolucionó el folk, detonó la supernova del rock, enseñó a sus contemporáneos que era posible escribir canciones políticas sin caer en lo panfletario u obvio, pasó después de lo político para abrazar lo onírico y surreal, comulgó con las ácidas obleas del fantasma de la electricidad y escapó a los bosques para renacer con nuevas obras maestras que deben de ocupar el segundo volumen.

De momento, esto. Suficiente, si Dylan se hubiera retirado o hubiera muerto de un chungo de opiáceos y anfetas en el 66, para ocupar un lugar central en el panteón rock. Seminal. Apenas ensombrecido por los Beatles. Asombra pensar que solo con las canciones que escribe y graba el año siguiente, 1967, las de las Cintas del Sótano, volvería a garantizarse la inmortalidad y, de paso, patentaría un nuevo género, lo que ahora se denomina «Americana». El viaje a las fuentes le dio para un nuevo terremoto, el maridaje de dos mundos en apariencia tan opuestos como el rock hipster y el country de Nashville. Repito, solo con 1967. Con las Basement tapes y, en una escapada a Nashville, con John Wesley Hardin. Luego llegan Nashville skyline, New morning y Blood on the tracks, y la Rollin thunder y Hurricane, y la trilogía cristiana, etc. En este primer tomo es el momento del Freewhelin’ Bob Dylan, The times they are a-changin’, Another side of Bob Dylan, Bringing it all back home, Highway 61 revisited y Blonde on blonde, o sea, de “Blowin’ in the wind”, “Girl from the North Country”, “Masters of war”, “A hard rain’s a-gonna fall”, “With God on our side”, “The lonesome death of Hattie Carroll”, de “Chimes of freedom”, “To Ramona”, “My back pages”, “Mr. Tambourine man”, “Love minus zero”, “It’s alright ma (I’m only bleeding)”, “It’s all over now”, “Baby blue”, “Like a rolling stone”, “Ballad of a thin man”, “Tombstone blues”, “Visions of Johanna”, “Desolation row”, “I want you”, “Just like a woman”, “Stuck inside of Mobile with the Memphis blues again”, “Sad eyes lady”, etc.

No sé ustedes, en mi caso basta con teclear la retahíla de títulos, con repasar los nombres, para encender la gramola mental y rellenarla con una música tan pegada al misterio, a lo sagrado y lo daimónico, al sexo y la melancolía, que actúa como un ejército de polillas entorno a una bombilla que parpadea en mitad de la noche. La música del siglo XX, por lo menos el rock y afluentes, no dio a un músico comparable. El millonario recluso que actúa para cientos de miles de personas, el misántropo encerrado en un autobús, el joven Rimbaud colgado de las anfetas que chulea a los periodistas y el padre de familia en Big Pink, el que no interpreta la misma canción nunca, el cristiano fundamentalista, agnóstico, ateo y judío creció para contener multitudes, como una matrioska con gafas de sol y piel de leche. Asoma en el siglo XXI igual de indescifrable, irreverente, anarcoide y universal que cuando hace sesenta años saltó de los cafés del Village para quemar y resucitar el mobiliario de la música popular.

Anterior entrega de Combustiones: Las estrellas gemelas de Angel Olsen.

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