Andévalo, de Beladrone

Autor:

DISCOS

«Perviven el misterio, la sugestión y la profundidad de campo de una maniobra solvente»

 

Beladrone
Andévalo
EL GENIO EQUIVOCADO, 2020

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Servidor es cada vez más amante de algunos lugares comunes. Sí, nadie está a salvo del perogrullismo de los tópicos, lo que ocurre es que muchas veces toca acabar dando la razón a alguno que otro. Es una forma (también) de simplificar una realidad cada vez más compleja, que en el plano musical se atomiza en direcciones tan múltiples que harían falta tres o cuatro vidas para asimilar con exhaustividad, por mucho que vayamos cumpliendo años y a quienes nos dedicamos a esto de escribir se nos (pre)suponga un cierto bagaje. El primero de esos asertos es el de que, a mayor cultura musical que albergue un músico (valga la redundancia), más rica será su propuesta. El segundo es que las tres primeras canciones de un álbum bastan para dar la medida de su enjundia: para oficiar de carta de presentación, o de mano de naipes, a partir de la cual se van desarrollando el resto de sus argumentos.

Ambos lugares comunes se cumplen con los sevillanos Beladrone. Los galones los llevan de fábrica: Manuel Begines y Paco Arenas militaron en los insustituibles Blacanova (Arenas también en una de las bandas surgidas de sus cenizas, Martes Niebla), mientras que Iñaki García y Eduardo Escobar provienen de Tannhäuser, otra célula creativa de espíritu inquieto. Hay bagaje, desde luego. Y respecto a esa triada que abre el álbum cual declaración de intenciones, conviene decir que “La flecha” es un fogonazo de pop ensoñador que conjuga herencia shoegaze con noise rock, que “Andévalo” se encamina más hacia bifurcaciones del primer estilo, tipo Catherine Wheel, Pale Saints o Kitchens of Distinction, y que “Astro muerto” empatiza con la vertiente más atmosférica y etérea del asunto, la de Slowdive o Cocteau Twins. Mimbres nobles que no llevarían al producto a buen puerto si no fuera porque todas enlazan con cierta imaginaría sureña y prolongan sus propiedades, sin tomar atajos ni vías de servicio (es cierto que a medida que avanza su metraje, el factor sorpresa decae y se advierte cierto monocromatismo, aunque ahí está también el post punk obsesivo de “Quema” para desmentirlo) hasta el final de sus algo más de cuarenta minutos.

Perviven, en cualquier caso, el misterio, la sugestión y la profundidad de campo de una maniobra solvente, que parece retomar el testigo que han ido dejando los estupendos Cómo Vivir en el Campo —más enredados ahora en otra frecuencia— y sintonizar con otros audaces exploradores como los zamoranos El Lado Oscuro de la Broca.

Otro eslabón de una saga más que nutritiva.

Anterior crítica de discos: Ciencia ficción, de Todo el Largo Verano.

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