A hombros de gigantes

Autor:

COMBUSTIONES

«De Raphael y Joaquín Sabina, al lanzamiento internacional de Julio Iglesias, no hay monstruo sagrado que no trabajara con Muñoz. Fue decisivo para proyectar a los artistas españoles en el mundo»


Julio Valdeón recuerda a Tomás Muñoz. Figura fundamental de nuestra música en su papel de ejecutivo discográfico que trabajó con los más grandes e, instalado en Nueva York, vivió su jubilación con discreción y una gran historia a cuestas sin contar.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Allá por 2012, entre la falta de artículos y los precios de alquiler, caníbales en Nueva York, ejercí durante unos meses como secretario, más o menos patoso, de Tomás Muñoz, el gran ejecutivo discográfico, entonces ya jubilado. ¿Secretario, dije? Bueno, iba un par de mañanas a su casa y le ayudaba con el correo electrónico. El resto del tiempo lo dedicamos a conversar de sus años dorados, que son los de la modernización de la industria musical española, que tanto le debe.

No voy a escribir ahora, con retraso, su obituario. Baste decir que su nombre estará asociado a un asombroso naipe de luminarias. De Raphael y Joaquín Sabina, a los que descubre, al lanzamiento internacional de Julio Iglesias, no hay monstruo sagrado que no trabajara con Muñoz. Por no hablar de su papel como maestro de la siguiente generación de ejecutivos discográficos. O su impagable trabajo con tótems del flamenco y la rumba como las Grecas, El Luis o Manzanita, siempre junto al gran productor José Luis de Carlos (busquen la extraordinaria entrevista que le hizo Juan Puchades, publicada en el número 21 de Cuadernos de Efe Eme). Trabajó con Roberto Carlos y con Mocedades, y también con Javier Krahe y Víctor Manuel y Ana Belén. Fue decisivo para proyectar a los artistas españoles en el mundo, e impulsó, a principios de los setenta, la normalización de nuestro mercado discográfico.

Mi mayor frustración, andando el tiempo, fue no haberle convencido para montar un libro de memorias. Imagino que el formato era incompatible con su pudorosa elegancia. Contar en público los chascarrillos de los artistas, los caprichos de las estrellas, no figuraba entre las inclinaciones de un gentleman cordobés que hizo de Manhattan su hogar y del restaurante Le Cirque un refugio donde compartir el cuchillo helado de los dry martinis y el calor de las tertulias con amigos. La cuestión es que ha muerto Tomás Muñoz, que cuesta explicar la historia de nuestra música sin su concurso y que, lejos de cuadrarse, el público y los medios no acusaron recibo. Desaparecen los protagonistas de un mundo inconcebible en la era de las redes. Lo peor no es solo que esté por escribirse su historia, sino que no hay forma de crear, o mejor, seamos humildes, de recrear, sin saber de dónde venimos ni quiénes son los gigantes sobre cuyos hombros caminamos.

Anterior entrega de Combustiones: Bustamante, maestro insobornable.

Artículos relacionados