Un gusano en la Gran Manzana: El libro de Johnny Cash que debes leer sí o sí

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«Quema las hagiografías y resígnate a que el Hombre de Negro fuera tan imbécil como cualquier estrella, todo el santo día mamándose el ombligo»

 

Robert Hilburn, leyenda del periodismo musical, acaba de publicar una biografía de Johnny Cash en la que analiza la obra, al artista y al hombre sin contemplaciones. Julio Valdeón Blanco nos la recomienda encarecidamente.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Como dicen en Slate, de Johnny Cash creemos saberlo todo. Que se metió pastillas hasta quedar grogui y que trató a patadas a Vivian Liberto, su primera esposa. Fue dios con una guitarra y como el ave fénix sobrevivió a sí mismo y a los imbéciles de CBS para volver con un ramillete de discos canónicos, el paradigma de cómo resucitar a un mito sin ensuciarlo. Volteó las ruletas del rock and roll en Sun. Renació como galeote del country tocado por la llama del diablo. Grabó conciertos históricos en la trena; mantuvo a principios de los setenta un programa de televisión que arrampló con el racismo de Nashville e invitó a tocar a los fumetas y colgados de Sausalito, West Saugerties y Topanga Canyon. Tocó la guitarra junto a la trompeta de oro de Louis Armstrong. Perdió la estrella polar en los ochenta con grabaciones inanes. Se marcó un tango atómico en aquellas «American recordings».

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Ahora, Robert Hilburn publica su biografía, y hay que leerla. Primero por respeto. Hilburn fue el sheriff de la crítica musical de «Los Ángeles Times» entre 1970 y 2005, cuando los periódicos no eran todavía una chalupa rumbo al sumidero. Durante ese tiempo mágico conoció a los más grandes. Trató con ellos e intercambió secretos y paranoias, alcohol y tertulias, noches y discos. Su periplo no arranca en Wikipedia y termina en el corta/pega, no, aunque si visitan la enciclopedia asamblearia comprobarán que fue el único periodista en asistir al concierto de Folsom. Estuvo con Elton John en Rusia y con Paul Simon en Zimbabwe cuando «Graceland». Hilburn conoce de primera mano a sus criaturas, y fue amigo de Cash y June durante décadas. Los Cash, sus hijas, su hijo, se fían de Hilburn. Le han concedido acceso total a los archivos familiares, y a ratos asoma un Cash con un humor de cuchilla herrumbrosa, de patada en la boca y dolor de estómago, que hace contrición y sonríe culpable ante el altar de sus pecados.

Nuestro biógrafo sabe escribir. No deja single sin levantar ni letra sin desnudar. Tampoco duda en explicar lo muy subnormal, vanidoso, egoísta y egotista que podía ser nuestro héroe. Si creías que Cash fue Cash porque era un bendito, loco pero bendito, lo tienes chungo. Quema las hagiografías y resígnate a que el Hombre de Negro fuera tan imbécil como cualquier estrella, todo el santo día mamándose el ombligo. Teme a los demonios que bailaban descalzos, como Delia, alrededor de su cama, sus visiones apocalípticas. Sufre con sus trabajosos intentos de redimirse como padre y esposo y amigo, su atroz dependencia de los barbitúricos y los estimulantes, sus tribulaciones de cristiano fundamentalista y arrepentido.

Como Little Richard, como Jerry Lee Lewis, fue una contradicción andante. El niño puritano sediento de coños, dinero y gloria temía condenarse con aquella música infernal y sin embargo vivía por y para ella. Y no, no todo es terrible. Casi arrasa con el cóndor de California al quemar una reserva natural una tarde de pedo particularmente venenoso, pero fue también generoso hasta el delirio, profesional de vocación irreductible y genio sin arteroesclerosis ni condimentos. Al final, sin amansarse del todo, fuma la pipa de la paz con Vivian y disfruta de unos años felices junto a June.

Hilburn no olvida que Cash es Cash por los discos. Dedica una atención meticulosa a cada lanzamiento. Como debe de ser. Porque el contexto, la cama y la sala de urgencias explican al artista, pero no lo comprenderás si no diseccionas los frutos de su arte, las ambiciones que lo impulsaron, los asuntos que recorre, los volantazos, los desastres y los aciertos, muchos y luminosos en el caso de este fulano irrepetible, visceral, tempestuoso y arrollador, que incluso a pesar de sus debilidades siempre fue de frente. Apoyó a los hundidos, a los náufragos del sistema y a los grumetes del show-business. Incluso en sus horas más bajas le tuvo ley a su oficio. Trabajó como un animal. Picó en todos los géneros, sacros y profanos, de la gran tradición musical estadounidense y se pasó por el puente de la Gibson las convenciones del mainstream y las habladurías de ejecutivos y contables. «Hello, I’m Johnny Cash». Y nosotros en pie, maestro.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Lou Reed, la magia y la pérdida.

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