Treinta años sin Camarón

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«El mesías gitano más puro y revolucionario del flamenco, huyendo de la pobreza y persiguiendo la libertad de un sueño»

 

Con motivo del treinta aniversario de la muerte de Camarón, que se cumple el próximo 2 de julio, David Pérez Marín se embarca en un viaje de regreso a su obra y esencia. Las de un artista como pocos, que consiguió revolucionar el género y transgredir el tiempo solo armado de su arte y su naturalidad.

 

Texto: DAVID PÉREZ MARÍN.

 

Quien me conoce sabe que me apasiona la música, en su sinfín de vertientes, pero muy especialmente los estilos con raíz profunda que huelen a tierra mojá, a limonero y romero, a flores del campo, esos que crujen como la leña al rojo vivo en la candela y desprenden pavesas de verdad que se te pegan a la piel y queman, entre penas y alegrías. En mi infancia, en casa de mis padres, aunque no se escuchaba demasiada música, sí que giraban algunos discos de flamenco, coplas, habaneras y rock andaluz. De Lole y Manuel a Triana, pasando por Carlos Cano, El Lebrijano y El Cabrero, entre otros; raíces y alas a cada surco. Pero por encima de todo sonaba un quejío canastero más puro que la mimbre y más libre que la luna y el sol juntos, alguien que, por nuestra zona de Cádiz, era considerado familia y mesías al mismo tiempo: Camarón de la Isla.

Yo tenía casi diez años y recuerdo muy vivamente la noticia de su muerte en televisión, su ataúd con la bandera gitana, repleto de flores y flotando por una multitud de personas que lloraban y lo vitoreaban al mismo tiempo. Hay gente que no debería de morir nunca y, aunque él se fue con tan solo 42 años, su legado es infinito. Se cumplen treinta años de aquel fatídico mes de julio que nos dejó huérfanos de un ser y artista irrepetible. Me propusieron escribir un texto para la ocasión (acompañado de una playlist de treinta canciones al final del mismo) y, repasando su historia vital con dieciséis discos de estudio, rasgando la memoria de aquellos primeros sones suyos que empaparon y calaron mi infancia, tres décadas después de su muerte, he creído comprender por qué su marcha pudo ser el detonante que marcó un antes y un después en casa: mis padres perdieron el interés por la música. No recuerdo exactamente cuándo comenzaron a dejar de girar discos bajo aquellos techos y paredes, pero hoy creo que ese tristísimo vacío que nos dejó el verano de 1992 abrió una herida y duelo inconsciente de silencio musical en nuestro hogar. No sabría decir cuánto duró, pero sí que existió y que también, por suerte, poco a poco y entre todos, conseguimos que la música volviera a estar muy presente en casa de mis padres. Por bulerías en “Na es eterno”: «Quita una pena, otra pena / y un dolor, otro dolor; / un clavo saca otro clavo / y un amor quita otro amor».

Muy pocas cosas llegan a ser eternas, pero, sin lugar a dudas, él, su música y su quejío inmortal, siempre lo serán.

 

La historia del gitano rubio más puro y revolucionario del flamenco

Nació en San Fernando, el 5 de diciembre de 1950, en pleno franquismo. Por entonces, la isla gaditana desarrolla un fuerte crecimiento industrial en los astilleros, pero la riqueza solo agranda las grietas que separan a los que más tienen: por un lado, con las efervescentes avenidas coloniales rebosantes de oficiales marinos, y por otro, los barrios pobres y marginales, con calles sin asfaltar y el eco del hambre pululando por cada rincón. Camarón se crio en “Las callejuelas” y comenzó a mamar flamenco en los patios de vecinos, donde todo se compartía, las tristezas y las alegrías. Se cuidaban los unos a los otros, conviviendo al calor de la familia, la vecindad y la tradición. Allí parió Juana Cruz al gitano rubio más puro y revolucionario del flamenco, a José Monje Cruz, popularmente conocido como Camarón, y a sus dos hermanas y cinco hermanos.

En la década de los cincuenta, el flamenco manaba del pueblo y se respiraba por cada callejuela y patio. Cada vez que Juana Cruz se arrancaba por cantes jondos, todos quedaban prendados por su hechizo y corría la fiesta y el baile. Camarón siempre dijo que su madre fue su mayor maestra flamenca.

Tuvo que dejar pronto el colegio para ayudar a su padre en la fragua. Como canta en “Otra galaxia”: «Cuando los niños en la escuela / estudiaban pa’ el mañana, / mi niñez era la fragua, / yunque, clavo y alcayata». Hierro candente, sudor y sangre, al son del martillo sobre el yunque, esas fueron las lecciones que le enseñó su padre, Luis Monje, que cantaba sin parar de trabajar en la fragua.

Tras la muerte de este, con tan solo doce años, comenzó a cantar en la estación de tranvía de San Fernando y en Tabernas para sacar algo de dinero. Así, las aventuras y desventuras de la niñez de Camarón con el cante comenzaron como una obligación, la de ayudar a su madre a sacar la familia adelante. Su primer compañero de viaje fue su amigo Alonso Núñez “Rancapino”. Los dos aparecían por las fiestas de artistas mayores y cantaban para ellos a cambio de unas propinas. La Venta Vargas fue un punto clave en sus inicios, donde se juntaban los grandes cantaores del momento y donde se fue dando a conocer la prodigiosa voz de aquel gitano rubio, «pequeño y blanquecino como un camarón» (su tío Joseíco lo bautizó con ese nombre artístico). La Venta Vargas fue su segunda casa y los dueños trataron siempre al pequeño Camarón de la Isla como si fuera de la familia.

Así comienza la historia del mesías gitano más puro y revolucionario del flamenco, huyendo de la pobreza y persiguiendo la libertad de un sueño, abriéndose el alma en canal a cada quejío para conseguirlo y evocando en todo momento, con esa voz desgarradora como ninguna, la desolación y sufrimiento de su pueblo. De curtirse en las ventas y en las juergas privadas de los señoritos que venían a empaparse del arte flamenco y pagaban propinas impensables, a triunfar en los tablaos madrileños, como Los Canasteros y Torres Bermejas, donde fue, durante doce años, titular junto al guitarrista Paco Cepero. Antes llegaron los premios en concursos de prestigio, y gracias a Juanito Valderrama, que vio rápidamente su interminable potencial, giró con su compañía por España, Europa y América.

 

«Se convirtió en estrella internacional y tótems como Frank Zappa o Mick Jagger pidieron conocerlo»

 

Es en el Tablao de Torres Bermejas donde se gesta una de las amistades más fructíferas y emocionantes de la historia de la música: Camarón de la Isla y Paco de Lucía se conocen y se hacen uña y carne, grabando nueve discos entre 1969 y 1977, acompañados por la guitarra de Ramón de Algeciras, hermano de Paco, y dirigidos por Antonio Sánchez Pecino, padre de los guitarristas. Esos nueve trabajos ya contenían la pureza y la revolución interna que solo los genios pueden crear y equilibrar con la naturalidad de su propio respirar.

Tras el sobresaliente debut Al verte las flores lloran (1969), donde ya demostraron el dominio total de la tradición a lo largo de más de diez palos flamencos, prosigue con Cada vez que nos miramos (1970), con esos pegadizos tientos finales del “Al Gurugú Guruguero”. Después vendrían Son tus ojos dos estrellas (1971) y Canastera (1972), donde siguieron ahondando en los cantes jondos, con la creación incluso de ese nuevo palo que daba título al álbum, “Canastera”. Volviendo y revolviendo los orígenes del flamenco a su manera, disco a disco, como dos genios que aparecen y conectan una vez en la vida, alineando los astros a su antojo.

Una voz y un sentir del flamenco adelantado a su tiempo, que ya entonces, tras aquellos grandes discos, era incomprendido y tachado de perder la pureza. Pero ya lo decía el propio Camarón: «La pureza no se puede perder nunca cuando uno la lleva dentro de verdad. Lo único que veo es que la gente no comprende como yo canto, mi manera de sentir todavía la gente no la ha entendido. Entonces, yo no les echo cuenta, yo voy a mi aire».

La fusión entre Camarón de la Isla y Paco de Lucía sigue haciendo historia con otro repóquer de discos que marca cátedra flamenca: Caminito de Totana (1973), Soy caminante (1974), Arte y majestad (1975), Rosa María (1976) y Castillo de arena (1977).

Se enamora de Dolores Montoya, “La Chispa”; se casan en La Línea de la Concepción y tienen cuatro hijos (Luis, Gema, Rocío y José). Vientos de libertad soplan más fuertes que nunca tras la muerte de Franco, y la sociedad y la cultura comienzan a volar sin techos, rejas ni paredes. Camarón siente esa brisa fresca, respira hondo y, tras Castillo de arena, deja Madrid y se va al sur con su familia. La amistad no se rompe, pero él y Paco de Lucía toman caminos separados. Con ganas acumuladas de experimentar y ser aún más libre de lo que era, se corta la coleta «de la Isla» y pasa a ser Camarón a secas, se deja la barba y se convierte por momentos en un rockstar flamenco. Influenciado por el vibrante aroma a azahar y modernidad que llegaba de Sevilla (de Smash a Lole y Manuel, Triana o Veneno), con esos aires, nace La leyenda del tiempo (1979). Un trabajo que hizo temblar los cimientos de lo establecido, en el que la jondura flamenca juguetea con el jazz y el rock, con García Lorca como destacado letrista y un elenco estelar de músicos de lo más variopinto, capitaneados por el productor y amigo Ricardo Pachón (que lo acompañaría durante el resto de su carrera) y Kiko Veneno, además de, entre otros grandes artistas, los componentes de Alameda, Raimundo Amador y el guitarrista Tomatito, que desde entonces sería su fiel escudero para siempre.

El disco fue un fracaso comercial y crucificó duramente a Camarón (una vez más, el genio adelantado e incomprendido), pero el tiempo lo pondría todo en su sitio: estábamos ante el disco más rompedor e influyente de la historia de la música en España, un referente indiscutible para todo lo que vendría después. Camarón volvía a dar en el clavo cuando se le preguntaba por La leyenda del tiempo y la reacción de la gente, con esa naturalidad que le caracterizaba: «Los que lo han escuchao, y no les gusta mucho, yo creo que tienen que escucharlo más, porque está muy bien conseguío». Y a la pregunta de hasta qué punto cree que se puede «matrimoniar» la solera antigua del cante con la música moderna, dijo: «Es distinto, porque el flamenco puro es una cosa, y el flamenco pop es otra. El flamenco puro, como yo lo llevo dentro y lo saco cuando quiera, entonces si encuentro posibilidades de hacer otras cosas y de salirme un poco, pues ¿por qué no lo voy a hacer?».

Un día, Paco de Lucía pasaba por el hotel donde estaba Camarón y, aunque no habían hablado desde que tomaron rumbos distintos, se saludaron y todo estaba en su sitio. De nuevo los hermanos en el mismo barco y, junto a Tomatito, otra obra cumbre del flamenco, Como el agua (1981).

Con la reinante desinformación, la droga golpea fuerte en los ochenta y también le llega a Camarón durante toda esa década, así tiene que lidiar con el veneno y seguir creando. En esos años alumbra los magníficos Calle Real (1983) y Viviré (1984), con cimas de su cancionero como “Na es eterno” y “Viviré”, y un trabajo más problemático de grabar, por las enredaderas tóxicas que le rodeaban, Te lo dice Camarón (1986). Con todo, contiene joyas como “Otra galaxia” o “Los inmortales”. Ese mismo año muere su madre y la tristeza lo ahoga y silencia. Se rodea de su familia y pide ayuda profesional y, justo cuando estaba pasando por una mala situación económica, le ofrecen tocar tres noches seguidas en el Cirque D’Hiver, de París. Francia se rinde a sus pies y triunfa en cada recital, acaparando portadas de periódicos de tirada nacional y medios internacionales. Fruto de esas gloriosas noches es el icónico disco en directo París 87.

Camarón recupera la ilusión y de nuevo, junto a Ricardo Pachón a la producción, nos regala otra obra que hace tambalearse a la ortodoxia, un álbum junto a la Royal Philharmonic Orchestra de Londres, Soy gitano (1989), el disco más vendido de la historia del flamenco, con ese himno por tangos y por bandera que abre y le da nombre. Se convierte en estrella internacional y tótems como Frank Zappa o Mick Jagger, entre muchos otros, piden conocerlo. Conquista Nueva York y hasta Quincy Jones se interesa por él y quiere producirlo y encumbrarlo en el mundo entero. Tenía en mente comprar los derechos de los discos de Camarón y lanzarlos en Estados Unidos. Incluso le invitó a tocar en el mítico festival de Jazz de Montreux, donde también dejó una huella imborrable.

Pero el sueño de Quincy Jones, de internacionalizar su arte y convertir a Camarón en una estrella total, se frena en seco por la maldita enfermedad. Y aunque los dolores no le dan tregua, junto a sus compañeros y amigos de siempre, Paco de Lucía y Tomatito, saca fuerzas de donde no la hay y graba su disco final, Potro de rabia y miel (1992). Dio su último concierto ese mismo año en Madrid, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista. Suspenden todos los compromisos menos la grabación de un vídeo promocional para la Expo de Sevilla, donde interpreta “Dicen de mí”: «Dicen de mí, / que me amenaza el tiempo, / dicen de mí, / ay, que si yo estoy vivo o muerto. / Y yo les digo, les digo y digo: / Mientras mi corazoncillo hierva, / yo voy a vencer a mi enemigo».

Llegó julio de 1992 y ocurrió lo inevitable. Y ese fue el triste verano en el que mis padres dejaron de escuchar música durante una larga temporada.

En “Viviré” canta Camarón: «Viviré mientras que el alma me suene». Y sigue sonando hoy, en casa de mis padres y en el mundo entero, y nunca dejará de hacerlo.

 

Playlist “Camarón, 30 años, 30 canciones”:

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