Territorio de delirio, de Emilia y Pablo

Autor:

DISCOS

«Once canciones que trepan como una enredadera de luces y sombras cargada de vida y magia a raudales»

 

Emilia y Pablo
Territorio de delirio
MADAME VODEVIL, 2021

 

Texto: DAVID PÉREZ MARÍN.

 

En Territorio de delirio la poesía baila, se hace carne y la música vuela libre hacia el misterio, sin perder nunca el contacto con la tierra, dejando que transpiren por cada aleteo salvaje las raíces y latidos del folklore latinoamericano.

En este viaje, el dúo chileno Emilia y Pablo parte de la poesía y la funde con lo escénico, lugar primordial que los une en lo artístico (se conocieron como actores). Surcos donde las estrofas se ahogan y reflotan en el sudor de los cuerpos, en el zigzagueo del desvelo poético y trascendente que crea un magnético imaginario común, entre el hechizo y el rito. Once canciones que trepan como una enredadera de luces y sombras cargada de vida y magia a raudales.

El punto de partida de este genuino trabajo nace del encargo de musicar unos poemas para el festival Ellas Crean. Con ese impulso abren para siempre la jaula de este Territorio de delirio y vuela “Pájaro-expansión”, bellísimo poema de la colombiana Irina Henríquez que Emilia y Pablo cocinan a fuego lento, meciéndonos y atrapándonos con una suave brisa crepuscular en forma de bolero. La pasión y trascendencia de este proyecto interdisciplinar sigue fluyendo con naturalidad, como el agua clara que baja del monte, completando muchas de las piezas con cuidadísimos videoclips en los que Emilia y Pablo comparten pasiones, danzas y rituales con otros artistas.

Antes de «posarnos en esa rama que ignora si es viento», ya habíamos caído en sus redes con el primer adelanto y pieza titular que abre el disco, “Territorio de delirio-zona cero”. Versos prestados de la también poetisa colombiana Patricia Iriarte, donde, con un brillante vídeo de nuevo, vuelven a converger diferentes lenguajes artísticos: de la música al teatro, pasando por la expresión corporal, el cine y otras artes visuales. Esta “Zona cero” deja las bases claras, planteando el delirio como indiscutible cimiento y concepto clave en el que crece este hechizante álbum. Los siguientes subtítulos que acompañan a cada canción son verbos en acción, pistas para adentrarnos físicamente en cada uno de sus universos y ensoñaciones.

Emilia Lazo y Pablo Cáceres, como personajes mágicos que se escapan de páginas de Cortázar, podrían hacer suya esa frase de «andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». Así se conocieron en Chile y sus pasos volvieron a unirlos en España, donde comenzaron a fraguar el proceso de composición y alquimia que ha quedado reflejado en este largo con aroma a debut del año.

Las palabras gorgotean como la propia sangre, como el día y la noche, siguen su curso poético de la mano de sones que guardan amaneceres, enigmas y delirios íntimos. De ese “Sonrío-convulsión”, que espanta a toda pena en medio de una balacera de luminosas cuerdas y cánticos entrelazados, joropo y taconeo mexicano incluido, al merengue venezolano (única versión) “La negra Atilia-rito” o “Temblor-enajenación”, donde los cantos a capela y percusiones zigzaguean y aceleran el pulso, entre palmas, panderos cuadrados y parpadeos electrónicos procesados. Todo con regusto a ritual primitivo que nos acerca a un trance y ligero levitar sin pausa.

Ha nacido un campo de “Flores muertas” y el quejío eléctrico de Niño de Elche sobrevuela como un «pájaro blanco» en llamas que despierta su último palpitar, rasgando la oscuridad y dejando entrar un fino hilo de esperanzadora luz y futuro florecer. El dúo se convierte en trío perfecto, para bordar junto al exflamenco más jondo una pieza sobrecogedora que deja huella y atrapa una y otra vez.

La telaraña onírica sigue expandiéndose en la chamánica “Oda a la voz-sublimación”, con el canto repleto de matices y colores de Emilia orbitando resplandeciente entre las atmósferas y mares de guitarras de Pablo, eléctricas, acústicas y cuatros venezolanos por igual, para desembocar en el cálido y sanador atardecer de «entrega del dolor y llanto de flores amarillas» de “Belleza antigua-distensión”, hermosa tonada chilena en la que «amansan el tiempo entre amores que pasan volando y risas perdidas…».

En la recta final nos quedamos sin aliento en la intensidad desnuda de “Canto desierto -contestación”, para terminar como Ícaros empapados en gasolina y saltar por los aires en “El sol quema-explosión”, dulce nana de inicio que estalla con percusiones y guitarras como fuegos artificiales.

Diego Galaz, a los mandos de la producción, aporta empaque y saca brillo al puzle instrumental de la obra, de sus violines, al charango omnipresente y vibrante de Pablo.

Emilia y Pablo, Pablo y Emilia, en el lado de acá y de allá del espejo, entre el telón telúrico de la extrañeza de vivir y del sueño, con la artística valentía libérrima de trazar su propio camino como única bandera y brújula posible. Bajo las alas los ecos de Sílvia Pérez Cruz, María Arnal i Marcel Bagés o Jorge Drexler, pasando por Chavela, Caetano Veloso, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Quilapayún, Los Jaivas o Simón Díaz.

Ya lo cantó otra de sus referentes, la gran Cesária Évora, en ese colosal “Tiempo y silencio” que versionaron Emilia y Pablo, y aunque quedó fuera de este disco, sus versos esconden y resumen parte del enigma insondable de esta suerte de viaje que no puedes quedarte sin experimentar: «Tiempo y silencio, / gritos y cantos. / Cielos y besos, / voz y quebranto. / Nacer en tu risa, / crecer en tu llanto. / Vivir en tu espalda, / morir en tus brazos».

Anterior crítica de discos: Downhill from everywhere, de Jackson Browne.

 

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