“Terciopelo azul” (1986), de David Lynch

Autor:

EL CINE QUE HAY QUE VER

 

 

“Las líneas que los cuatro personajes trazan entre sí son las que tejen un incómodo viaje de la luz a la oscuridad”

 

Dirigida por David Lynch en 1986, “Terciopelo azul” obtuvo el aplauso del público y de la crítica, que le nominó a la categoría de mejor director en los Oscar. Jordi Revert se sumerge en el clima perturbador de la cinta.

 

 

“Terciopelo azul” (“Blue velvet”)
David Lynch, 1986

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Antes de hablar de David Lynch, recordemos aquellas célebres palabras en las que el poeta Paul Éluard constataba que había otros mundos, pero que se encontraban en este. Es escasa la nómina de directores que se han consagrado a descifrar ese misterio que esconde aquello que hemos convenido en llamar realidad. Ante el menor cuestionamiento, esa gigantesca ilusión muestra sus grietas y amenaza con quebrarse ante nuestros ojos, reduciendo a la nada cualquier certeza. Donde otros se dedicaban a señalar ese camino hacia lo inenarrable, Lynch transitaba cómodamente esa madriguera como un Caroll contemporáneo, empujando al espectador a asomarse a los abismos sobre los que camina sin saberlo. Ya desde su epatante debut “Cabeza borradora” (“Eraserhead”, 1977), el cineasta se postulaba como ese explorador de mundos que habitaban en nosotros mismos, una tarea a la que su cine se iba a consagrar hasta alcanzar la abstracción pesadillesca de “Inland empire” (2006).

A mediados de la década de los 80, David Lynch se enfrentaba al mayor revés de su carrera. La tortuosa producción de “Dune” (1984) había resultado en un fracaso de taquilla y crítica que dejaría muy tocada a la compañía de Dino de Laurentiis –dos años después, el fiasco de otra superproducción, “Tai-Pan” (Daryl Duke, 1986), acabaría por llevarla a la bancarrota−. Curiosamente, el contrato que Lynch había firmado con De Laurentiis comprometía al director a realizar otra película para el productor. La posibilidad de realizar una secuela de “Dune” se había esfumado rápidamente a la vista de los números recaudados en taquilla, y Lynch vio la oportunidad de llevar a cabo un proyecto más personal. “Terciopelo azul” sería la película que marcaría un punto de inflexión en su carrera: tras su coqueteo con el mainstream en “El hombre elefante” (“The elephant man”, 1980) y su fallida candidatura al blockbuster de Hollywood en “Dune”, Lynch encararía desde entonces su trayectoria desde temas particulares y una caligrafía incómoda que ya habían irrumpido con fuerte personalidad en su ópera prima. Su importancia no reside únicamente en su estratégica presentación de constantes personales a un público mayoritario al que “Cabeza borradora” no podía aspirar. También descansa en su carácter de viaje iniciático a unas profundidades lynchianas de las que el realizador ya no saldrá en las décadas siguientes.

 

 

 

Neo-noir retorcido, brillante ensayo de lo que será “Twin peaks” (David Lynch y Mark Frost, ABC: 1990-1991), “Terciopelo azul” se presenta como una actualización maliciosa de los tipos clásicos del cine negro. El héroe –un Kyle Maclachlan que desde “Dune” se había convertido en actor de referencia para Lynch− lejos de la madurez y la experimentación del detective hard-boiled tantas veces encarnado por Bogart, es un adolescente curioso e inconsciente de los peligros a los que se enfrenta. La femme fatale, explicitada en el personaje de Isabella Rossellini, no es la figura sobre la que descargar la culpa y un castigo moralizante acorde a los cánones, sino una esclava sexual atrapada en el mundo de las pulsiones, deseosa de acceder a una luz ya muy lejana en la que por oposición define la pura e inocente Sandy (Laura Dern). Por último, el villano despeja cualquier configuración meramente funcional y se construye como elemento pesadillesco surgido de lo más hondo de la psique, un Dennis Hopper salvaje y explosivo, imprevisible a cada segundo que devora la pantalla.

Las líneas que los cuatro personajes trazan entre sí son las que tejen un incómodo viaje de la luz a la oscuridad, de una superficie normalizada al ingobernable dominio de nuestros deseos más recónditos. La estructura de la película sin duda alimenta esa idea de tránsito. En su apertura, asistimos a postales idílicas de la pequeña población de Lumberton: suena el tema titular cantado por Bobby Vinton y las flores lucen perfectas contra la valla blanca del jardín, los bomberos pasan a cámara lenta y saludan a la cámara, los niños cruzan la calle para llegar a la escuela bajo las indicaciones de una afable anciana. En medio de ese desfile de imágenes, el padre de Jeffrey riega el césped y su madre ve la tele en el interior de la casa. Un primer plano en el televisor de una pistola anuncia el género que Lynch va a pervertir. En el exterior, el padre de Jeffrey sufre una apoplejía y cae al suelo mientras un bebé camina tambaleante y un perro intenta beber del agua que expulsa la manguera. La cámara desciende al subsuelo, donde multitud de insectos se agolpan emitiendo un insoportable estridor. Ese descenso avanza el que desempeñará la película con Jeffrey como guía y Sandy como acompañante. El descubrimiento de una oreja cercenada entre el césped será el de su propio acceso a lo desconocido, mientras que un travelling desde su propia oreja en los últimos compases del relato se identificará como la salida.

 

 

 

Lo que sucede entre un momento y otro es un casi improvisado paseo por el infierno en el que su protagonista verá corrompida su inocencia. Su encuentro con Dorothy Vallens (Rossellini) supone su iniciación sexual de una manera violenta. Su encuentro, casi inmediato, con Frank Booth (Dennis Hopper), descubre ante sus ojos la existencia de un mal irracional y desatado. Ambos desgarran, siempre con nocturnidad, la realidad cotidiana que marcan Sandy y la tranquila vida residencial de Lumberton, que siempre se ofrece de día. En ese submundo, como una suerte de Alicia, Jeffrey es conducido por Frank a través de una serie de sórdidos secundarios que le forzarán a un traumático paso a la adultez. El episodio más crítico tiene lugar en una salida nocturna. Jeffrey intenta rebelarse ante la violencia sexual de Frank con Dorothy. Este, ido de ira, inhala oxígeno de su máscara, se pinta los labios y comienza a besar impulsivamente a Jeffrey hasta dejarle la cara llena de carmín. Acto seguido, uno de los secuaces de Frank enciende la radio del coche y suena ‘In dreams’, de Roy Orbison. Ambos rostros, manchados de carmín, se enfrentan en la oscuridad iluminados solo por una tenue luz. Frank recita, con la mirada perdida en los ojos de su antagonista, la letra de Orbison: “In dreams… you’re mine”. Una chica baila sobre el coche con movimientos pesados, sin gracia. Por un instante, los rostros se abstraen en su enfrentamiento, parecen intercambiar el miedo y el reconocimiento en el otro, hasta que Frank estalla de nuevo y comienza a propinar sucesivos golpes a Jeffrey. La secuencia narra la colisión pero también la identificación en la bruma onírica de una prolongada pesadilla, y supondrá el punto de no retorno a partir del cual Jeffrey se destapará como improbable héroe.

Cuando ese mal quede al fin erradicado –como no puede ser de otro modo, de una manera brutal− y la cámara regrese a la superficie, Lynch culminará su obra con un escalofriante epílogo en el que las postales idílicas del principio se repiten sin que podamos contemplarlas ya desde la misma perspectiva. En el final feliz de “Terciopelo azul” suena la música angelical de Angelo Badalamenti, las flores vuelven a acariciar el cielo y los bomberos vuelven a pasar frente a la cámara, pero los espectadores ya no podemos asistir a esas imágenes radiantes sin olvidar lo que esconden bajo de ellas. En la casa de los Beaumont, Jeffrey, Sandy y la tía de Jeffrey (Frances Bay) observan un pájaro que se ha posado sobre el marco de la ventana y que esconde en su pico un insecto. La imagen comulga con la felicidad exultante que desprende la secuencia y concreta la victoria de la luz sobre la oscuridad. Sin embargo, la consciencia de ese otro mundo está más presente que nunca, y Sandy recuerda a Jeffrey entre sonrisas lo que él le dijo una vez: es un mundo extraño. Jeffrey asiente con la cabeza.

 

 

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “The master”, de Paul Thomas Anderson.

 

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