Suede: Night thoughts y The blue hour, el díptico del horror adulto

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«Night thoughts alude a lo que sientes cuando son las tres o las cuatro de la mañana y no puedes dormir y el mundo es un lugar opresivo y aterrador»

 

Cuando Suede se reunieron, hace ya diez años, nadie habría vaticinado que, lejos de todo revivalismo, llegarían a alumbrar obras que le aguantaran el pulso a Dog man star, el pináculo de su recorrido por los noventa. En este artículo, Javier de Diego Romero profundiza en Night thoughts y The blue hour, dos álbumes hermanados por su temática —el lado más sombrío de la edad adulta— y por su desbordante ambición musical.

 

Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.

 

Casi tres decenios después de que “The drowners”, su single de debut, los descubriera como legítimos y deslumbrantes herederos del Bowie más glam, Suede continúan en activo, y en magnífica forma. No ha sido un trayecto fácil, en absoluto; la historia de la banda de Brett Anderson se asemeja, en palabras de su cantante y líder, a la de «un cochecito empujado montaña abajo. Siempre ha sido intensa y tempestuosa, y llena de tensión». Ya en una fecha tan temprana como 1994 se asomaron al precipicio cuando, próximos a completar su segundo álbum, Dog man star, Bernard Butler abandonó la nave dando un sonoro portazo. Y es que Butler, además del guitarrista más sobresaliente de su generación, era, nadie lo dudaba, el motor musical de Suede. Muchos predijeron el final del grupo, pero Anderson, orgulloso y tenaz, se empeñó en desmentirlos, y vaya si lo conseguiría: no solo remodeló la formación reclutando a los sobresalientes Richard Oakes (guitarra) y Neil Codling (teclados), sino que el primer largo de los nuevos Suede, Coming up (1996), arrasó en las listas. La banda sobreviviría también a las adicciones de Brett —a finales de los noventa chorreaba cocaína por las orejas—, pero no a la debacle artística y comercial de A new morning (2002). Aunque lo cierto es que Anderson no planteó la disolución como un adiós, sino como un hasta luego. «Habrá otro álbum de Suede… ¡pero todavía no!», anunció en el concierto de despedida de la banda, celebrado en Londres a últimos de 2003; y, en efecto, lo hubo: en 2013, tres años después de reunirse para una actuación benéfica en el Royal Albert Hall, entregaron Bloodsports, el sólido punto de partida de su segunda vida creativa.

 

Outsiders ambiciosos: Night thoughts

Pero a Anderson podía reprochársele algo. En los discos que siguieron a la marcha de Bernard Butler, independientemente de su envergadura artística —del estupendo Coming up al olvidable A new morning, pasando por el irregular Head music (1999)—, se echaba en falta la ambición felizmente desmedida del mayestático Dog man star, el arrojo que desmarcaba al grupo de la plana mayor del britpop. Algo que no cambiaría cuando regresaron a la palestra con Bloodsports. Los londinenses actualizaron su sonido clásico en clave conservadora, reafirmaron sus señas de identidad —estribillos coreables, guitarras afiladas, baladas etéreas— en un trabajo, en fin, tan disfrutable como predecible. Parecía claro que Anderson ya no miraba a las estrellas, que escalar cumbres creativas de la altitud de Dog man star no figuraba en su agenda. Tal vez era mejor así, pues de intentarlo sin Butler se despeñaría, ¿verdad?

Nada de eso. Imbuido de renovada confianza de resultas de la acogida favorable que había encontrado Bloodsports, Anderson se propuso conducir a Suede a un territorio inexplorado: trabajarían en torno a un concepto, el séptimo elepé del grupo estaría integrado por canciones hiladas tanto musical como líricamente, una reivindicación del formato álbum en plena era de las «mixtapes» y los versos sueltos. Y el resultado es un disco profundo, exuberante, subyugador, francamente soberbio. El título, Night thoughts, alude a «lo que sientes cuando son las tres o las cuatro de la mañana y no puedes dormir y el mundo es un lugar opresivo y aterrador. […] Simboliza la paranoia y el abismo que, de alguna manera, atraviesan muchas de las canciones», según explicó Mat Osman, bajista de la banda, en Time Out.

No hablamos ya, como en los jóvenes Suede de los años noventa, de noches de sexo sucio y experimentación química. Estamos ahora, bien al contrario, ante un paseo por el lado salvaje de la mediana edad: por las sombras que se ciernen crecientemente sobre uno, por la añoranza y el vértigo que trae consigo el paso del tiempo, por las responsabilidades que abruman; en definitiva: la noche oscura del alma. Un universo de tribulaciones nocturnas, sombrío y declinante, en cuyo centro se encuentra la familia, muy especialmente la relación entre padres e hijos. Convertirse en padre colmó de felicidad a Anderson, pero también le puso frente a la mayor de las ansiedades, el miedo cerval a perder al hijo, que moldea literariamente en “Pale snow”: «Hay un pequeño zapato fuera, en el pasillo. / […] Cuando el lobo está en tu puerta, / el niño apretado contra tu pecho».

 

 

Con su hijo en mente escribió asimismo “What I’m trying to tell you”, en la que pone voz a un padre carcomido por la inseguridad: desconoce «el significado de casi todo», carece de «los contactos adecuados», así que ¿será capaz de guarecer a su pequeño?, ¿sabrá encauzarle en la vida? Desde el otro lado del telescopio, tener un hijo llevó a Anderson a reconsiderar su relación con su propio padre. Fue entonces cuando comprendió lo desagradecido que había sido al distanciarse de él durante la adolescencia, el daño que le había causado; a este alejamiento se refiere, desde la perspectiva paterna, “I don’t know how to reach you”. Desearía reescribir la historia, haber arropado a un hombre que, por su carácter depresivo, realmente lo necesitaba; exponente del ingenio y la atención al detalle de Brett como letrista, “No tomorrow” versa, precisamente, sobre la lucha con la depresión de su padre: «¿Cuánto tiempo tardaré en romper / los planes que nunca hago. / Demasiado tiempo he estado sentado fuera […], / me sé de memoria los coches de todos los vecinos». Padres, hijos… ¿Y el amor romántico, sobre el que tanto había escrito Anderson hasta entonces? Queda en un segundo plano, pero no por ello pierde trascendencia. Y es que en el enamoramiento reside el punto de fuga del horror adulto imperante en Night thoughts, comporta un pacto con la eterna juventud: «Y quién sabe lo que hemos empezado, / arrojados juntos. / Desde este momento somos jóvenes», canta en “The fur and the feathers”.

 

«Night thoughts fue aplaudido con entusiasmo por lo crítica, lo que impulsó al quinteto a redoblar su ambiciosa apuesta artística con The blue hour»

 

Aliados con su productor de cabecera, Ed Buller, Suede musican con brillantez el perturbador imaginario de Night thoughts. Descorre la cortina “When you are young”, colosalmente cinemática, preludiada por cuerdas aciagas, propulsada por la batería marcial de Simon Gilbert y conducida por un arrollador riff de Richard Oakes. Como en Sgt. Pepper’s lonely hearts club band (1967), el tema reaparece en la penúltima posición —con el título de “When you were young”; ay, el paso del tiempo—, dotando de cohesión al álbum. Y a continuación, a modo de coda del elepé, una auténtica hiperbalada, la elegantemente épica “The fur and the feathers”. Como puede verse, en Night thoughts Suede se mostraron decididamente grandiosos, como no los habíamos escuchado desde Dog man star; audaces, ya no temen mirarse en el espejo de su obra maestra. Como tampoco les amedrenta salir de su zona de confort para desplegar una paleta estilística inusitadamente amplia.

Bien es cierto que el referente principal sigue siendo David Bowie, pero ya no beben solo de su etapa glam: en el brioso groove y los rasgueos funk de “What I’m trying to tell you” (¿Suede haciendo funk? ¡Paren las rotativas!) se reconoce la huella de Station to station (1976) —y de los flirteos con la música disco de The Rolling Stones (“Miss you”) o Pink Floyd (“Another brick in the wall, part. 2”)—; los sintetizadores gélidos y evocadores de la hermosa “Pale snow” bien podrían formar parte de Low (1977). Más allá del Duque Blanco, Brett partió del aroma medioriental del clásico de Tim Buckley “Song to the siren” para trazar la melodía de “The fur and the feathers”; la refinada “I can’t give her what she wants” trae a la memoria el “Lady Jane” de los Stones y otras gemas del pop barroco. Engrandecida por un solo de guitarra sencillamente memorable, la extensa y sinuosa “I don’t know how to reach you” los acerca a aguas progresivas, mientras que en las palpitantes “Outsiders” y “No tomorrow” —las más directas y accesibles del lote, junto con “Like kids”— suenan más post punk que nunca.

 

 

Tocar diestramente tantos palos estilísticos está al alcance de pocos. Suede lo consiguieron en este extraordinario trabajo, que alberga algunos de los mejores temas de su carrera (“Pale snow”, “No tomorrow”, “The fur and the feathers”), pero que, como pretendía Anderson, solo se aprecia en toda su magnitud artística cuando se escucha seguido —de hecho, la mayoría de las canciones están entretejidas, no hay silencios entre ellas—. Y que, por si fuera poco, tuvo un correlato visual: un film de Roger Sargent que ilustra cada uno de los cortes.

 

Melodrama de altos vuelos: The blue hour

Publicado en 2016, Night thoughts fue aplaudido con entusiasmo por lo crítica, lo que impulsó al quinteto a redoblar su ambiciosa apuesta artística con The blue hour (2018). Un álbum conceptual, dijeron algunos, en la medida en que sus canciones cuentan una historia. Pero Anderson rechaza esta categoría: a su juicio, no es aplicable a un disco que, lejos de hacer explícita la narrativa, se limita a sugerirla. Se deja entrever que un niño ha desaparecido al caer la tarde, el indescriptible pánico paterno de Night thoughts hecho realidad. Ha desaparecido, no en uno de los decadentes paisajes urbanos de los que tanto gustaba Brett en los noventa, sino en el campo, un campo, eso sí, tan sórdido como aquellos: seducido por el lado oscuro del condado rural de Somerset —adonde se había mudado poco antes de comenzar a trabajar en el largo—, e inspirándose en la novela distópica de J. G. Ballard La isla de cemento, Anderson vuelca en los surcos de The blue hour un imaginario febril de amenazantes páramos campestres, terrenos recónditos, inhóspitos, salpicados de vertederos, alambradas, árboles desnudos y, en fin, animales muertos, ya sea literalmente («Hoy encontré un pájaro muerto […]. // Yaces triste y desamparado, […] / quebrado en tierra inglesa, / un cadáver para las cornejas», “Roadkill”) o metafóricamente («Soy una liebre en los ojos del gato, / ahora mira cómo una liebre muere», “Cold hands”).

 

 

Acompañados de perros de búsqueda, los aterrorizados familiares del chiquillo gritan su nombre en “As one” y “Don’t be afraid if nobody loves you”. Los focos apuntan directamente al padre en “Cold hands”: «Te sigo hasta el pie de la montaña. / Mi vida está en las manos de un niño, / en las manos de un niño». Entretanto, al pequeño le hallamos con la cabeza entre las manos, hablando con su sombra mientras cuenta el heno (“As one”) allí donde «nadie va, / pero de donde nadie logra salir» (“Don’t be afraid if nobody loves you”). Un melodrama con todas las letras en el que Anderson, por otro lado, se mete en ocasiones en la piel del niño para contagiarse de su vulnerabilidad. Los miedos infantiles ante el mundo de los adultos, como el que aflora cuando descubre que su padre tiene una amante (“Mistress”). ¿Se escapa de casa por ello? El oyente bien puede interpretarlo así, o no: una historia que solo se insinúa admite, por supuesto, múltiples lecturas. Por lo demás, los vínculos de algunos de los cortes con la narrativa son más bien tenues. Es el caso de “Life is golden”, las preciosas palabras de aliento de un padre fallecido a su hijo: «No estás solo, / mira al cielo y cálmate […]. // No estás solo, / cuando el mundo te arroja todo el invierno, / no estás solo, / estoy ahí, en las palabras que usas».

En materia musical, la audacia de Suede los llevó muy lejos en este excepcional álbum producido por Alan Moulder (The Jesus and Mary Chain, Smashing Pumpkins), más lejos que en Night thoughts, más, también, que en Dog man star. Los llevó, por ejemplo, a armar dos piezas tan excéntricas como fascinantes: “Roadkill”, un spoken word disonante reminiscente del Scott Walker más siniestro; y “Chalk circles”, en la que los sintetizadores helados de Codling y las guitarras retumbantes de Oakes hacen causa común con el lúgubre canto ritual de un coro de monjes alucinados para presagiar lo peor.

 

 

El legado del rock progresivo se filtra en el tema que da cierre al elepé, “Flytipping”, una monumental balada de cerca de siete minutos en cuyo tramo final vuelve a sonar el riff de “As one”, el número de apertura del disco; un recurso, por supuesto, para reforzar la sensación de unidad que el grupo quiere provocar en el oyente de The blue hour. “As one”, por cierto, merece mención aparte; y es que en el ya abultado catálogo de la banda no hay nada semejante a este crescendo pavoroso, enseñoreado por un Anderson cautivadoramente teatral. Por otro lado, escolta a Brett y compañía nada menos que la Orquesta Filarmónica de Praga, que ejecuta arreglos de Neil Codling en ocho canciones y del legendario Craig Armstrong en la estremecedora “The invisibles”. Arreglos que se amoldan a las composiciones como un vestido al cuerpo; son suntuosos sin llegar a empachar, en ocasiones grandiosos, nunca grandilocuentes. Destacan en especial las cuerdas que, aleteando inquietantemente, envuelven a Anderson en la grácil y elegantísima “All the wild places”.

 

 

Con todo, quienes prefieran a los Suede más inmediatos no deben temer: los encontrarán en la incisiva “Don’t be afraid if nobody loves you” (¡menudo riff!), en el vertiginoso pop punk de “Cold hands”, en los compases ensoñadores del baladón “Beyond the outskirts”. Y, desde luego, en la bellísima “Life is golden”. El grupo corona la cima de la torre de la canción con este medio tiempo de épica contenida, abundante en guitarras líricas y cuerdas esplendentes y bendecido con un magnífico estribillo extático. Una partitura cuyas notas son, en realidad, estrellas, estrellas que centellean con un resplandor esmeralda: las estrellas del cielo que consuela al hijo que ha perdido al padre; las estrellas, en fin, a las que volvió a mirar Brett Anderson en estos dos maravillosos discos.

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