Rubén Pozo: «Estoy cansado de no perdonarme cosas»

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«Vamos con el resuello en la boca intentando llegar a todo»

 

Acaba de lanzar al mundo Vampiro (Sony, 2022). El cuarto disco de su carrera en solitario, con el que pone sobre la mesa la entereza y las flaquezas del individuo y de una sociedad herida. Un repertorio de diez canciones en latido acústico, más orgánico y exorcista, pero con su habitual acento en el rock and roll.

 

Texto: ÁFRICA EGIDO.
Fotos: TITÁN POZO.

 

Canta que vive «de noche como un vampiro», pero la última propuesta de Rubén Pozo es una travesía hacia la luz. Tras su anterior trabajo como solista, Habrá que vivir, y su proyecto con Lichis, Mesa para dos, el madrileño ha publicado Vampiro, un álbum con diez canciones tan luminosas como balsámicas. Porque su habitual crudeza sonora se ha convertido, con este disco, en una caricia que hace más transitable el mundo postpandémico.

Pese a acumular tres décadas en la música y fundar bandas tan mediáticas como Buenas Noches Rose y Pereza, el cantante de la Alameda de Osuna no ha perdido la timidez. Tampoco la autocrítica, ni esa voz crepitante que recita ídolos, miedos o aspiraciones. Es difícil no empatizar con su mirada cálida, su indisimulada humanidad y sus palabras sin filtros. Quizá por eso, Rubén se comparte con tanta facilidad al conversar como lo hace en sus canciones. Como lo hacen quienes viven con las cartas bocarriba.

 

Es agradable escuchar el giro del Rubén con el ceño fruncido que cantaba “Habrá que vivir”, a este más amable que parece habitar dentro de Vampiro. ¿De dónde viene este cambio?
Es verdad que este disco es sónicamente más suave. Yo quería hacer un disco acústico, con instrumentos que no hiciera falta enchufar a la red, pero al final las canciones me han pedido alguna eléctrica, algún hammond…

 

Y aun así el álbum tiene aroma a «desenchufado».
Esa era mi intención, pero ahora me alegro de haberme saltado mi plan de no incluir nada enchufable, porque habría sido más rollo. El disco tiene de todo: hay canciones bonitas y también muy cabronas. No soy Metallica, tampoco lo soy cuando hago un álbum guitarrero, pero es un disco de rock.

 

En ese rock tuyo siempre espolvoreas expresiones costumbristas, como si conversases en alto contigo mismo. Por ejemplo, en “Me pareces increíble”, exclamas: «¡Qué hostia tengo!».
Cuando se me ocurrió lo de «¡qué idiota soy, qué hostia tengo!» me reí hasta yo. Pensé: ¡Esto va a ser bueno! [ríe].

 

Es fácil imaginarte hablándote en voz alta.
Creo que todos nos hablamos en alto. Yo me estoy volviendo un poco loco porque me hablo mucho solo.

 

¿No dicen que es saludable hacerlo?
Eso me dijo un amigo hace poco, que es sano. Yo voy conduciendo y me hago unos soliloquios… Hablo conmigo, con el otro, sobre lo que dije, lo que no dije, lo que debería haber dicho…Creo que hablándonos nos decimos mucho: «¡Qué hostia tengo!».

 

Entre tu anterior disco como solista y este compartiste con Lichis el proyecto Mesa para dos, donde los dos estabais especialmente inspirados. ¿Nacieron en esa etapa estas canciones?
No, qué va. Paramos y empecé a componer, pero no salía nada hasta que surgió “Mañana es lunes” y sentí que eso tenía que estar en un disco. A partir de ahí empezaron a salir canciones. Es como el calostro que sale antes de amamantar. Me salió el calostro y luego empezó a salir leche.

 

«Componiendo una canción, el ego tiene que estar fuera»

 

Durante los peores meses de la pandemia muchos artistas parecían estar en ebullición creativa. ¿Fue tu caso?
Durante el confinamiento, no; lo mío fue después. Tampoco me preocupó. Había una presión para los artistas, como si nos dijeran: «¡Eh, creadores, creadoras, aprovechad para hacer obras maestras!». Pero yo ahí me cohíbo, eso me agarrota. Es como la obligación de divertirte el día de Año Nuevo. Hay demasiada diversión. Dadme un miércoles por la noche que no estaba planeado y va a ser más fácil que me divierta. Cuando está estipulado que hay que divertirse, me cuesta. Para componer me pasa igual.

 

Llamas al disco Vampiro y dicen que por la noche se presentan todos los fantasmas. ¿Cómo es tu relación con ella?
La canción dice [tararea]: «Vivo de noche como un vampiro, cuando todos duermen estoy mejor». Es una manera de reconocer que, si te gusta estar por la noche solo a tus cosas, significa que algo te pasa, porque somos animales sociales. He sido noctámbulo toda mi vida, me ha costado dormir desde que era un chaval. Si tengo que madrugar mucho, directamente no me duermo. Me pongo nervioso, cuento las horas de sueño que me quedan y es imposible dormir. No es nada grave, nunca he tenido que tomar pastillas.

 

¿Compones por la noche?
Este disco es de mañana, de tarde y de noche. Cuando era más joven sí prefería hacerlo por la noche, aunque por la mañana lo intentaba. Me decía: «¡Venga, a trabajar!». Pero eso a mí…

 

¿…no te funciona?
[Piensa] Es que me tiene que gustar. A mí me encanta tocar y me salen las cosas sin querer. Si me levanto y pienso que tengo que componer, no me suele salir nada.

 

Entonces, no predispone tanto la noche como el momento en que te dejas llevar…
Sí. Es verdad que por la noche no suena el teléfono y eso lo hace más fácil, pero creo que se compone cuando se puede. Si tienes un curro de ocho a seis y tienes que componer al llegar a casa, pues compones a las siete. Lo hemos hecho todos. A veces, más tiempo no significa mejor, porque puedes tener tiempo para componer e igual eso te bloquea. Tampoco creo que echarle más horas a una canción quiera decir que sea mejor. Puede ser que sí, pero a veces hay que saber dejarlo ir.

 

¿Tienes muchas canciones de esas que salen de «vomitona»?
Vampiro es así. Es el disco al que menos horas le he echado. Siempre he tardado muchísimo en componer. Alguna vez me ha salido una vomitona, pero lo habitual era dedicarle mucho trabajo: que si a esta estrofa o este acorde no le encuentro el rollo, que si doy vueltas a un estribillo durante meses… ¡He tenido alguna canción años en el dique porque no sabía cómo terminarla! En Vampiro, con ninguna he estado más de un día; me refiero al esqueleto, el armazón, una letra, una melodía y unos acordes de guitarra. Luego con José [Nortes] probaba cosas y jugamos a vestirla. He hecho ese experimento, y me puedo equivocar, pero hay veces que he tardado tanto en hacer una canción que al final se me ha olvidado por qué empecé a hacerla. Con este disco no me ha pasado. En el cuaderno que tengo con letras, cada canción apenas tiene un tachón o dos. He jugado a eso, mi apuesta ha sido esa.

 

«Me he enamorado del formato de voz y guitarra, y ahora voy a seguir tocando así»

 

¿Así de sencillo? ¿Todas esas canciones que salían del tirón entraban en el disco?
Han entrado las que, al día siguiente, me apetecía tocar. Por ejemplo, cuando compuse “Gente”, pensé: «qué tontería, qué canción más sencilla; pero bueno, he hecho una canción y como ejercicio está bien». Al día siguiente, la toqué y dije: «¡Joder, qué gustito me da tocarla!». Me levanto de mala leche, odiando todo, cojo la guitarra y canto [tararea]: «Hace más feliz un sí que un no». Y me calma. Y me digo: «pues igual es muy sencilla pero me encanta, me cura y va a abrir el disco». Porque quería empezar el disco tranqui y de buen rollo. Luego se complica la cosa y acaba con “Vampiro”, que es melancólica y nocturna. Las canciones que he seguido tocando los días siguientes han entrado en el disco. Mira, hoy me he levantado y he tocado “Gente” porque me hace bien por la mañana, con el café.

 

¿Esa canción es como un mantra?
Sí, es un mantra. Será sencilla, será tonta, pero me salió del tirón y me sirve de plegaria. No soy creyente pero esa es mi plegaria personal.

 

Suenas un poco duro contigo mismo. ¿Por qué el hecho de que sea sencilla significa que sea tonta?
Bueno, sí, a la gente le está gustando. Quiero decir, que si alguna vez he merecido el Pulitzer será por otras canciones de otros discos, pero estas me dan gustito y creo que en la grabación he cantado mejor que nunca. A día de hoy es mi disco preferido, porque creía que iba a ser peor.

 

¿Por qué pensabas eso?
Supongo que por las dudas sobre si habría que haber trabajado más alguna cosa. Pero cuando me llegó el disco y lo escuché, pensé: «¡Qué bien!¡Qué equilibrado todo!». A la segunda vuelta me parecía mejor y a la tercera era mi disco favorito. A la cuarta ya me abrí una cerveza para celebrarlo. Me encanta. Es un disco de diez canciones, muy manejable, no es un ladrillo. Nunca había hecho solo diez canciones y pensé: «¡Me voy a morir y no he hecho el disco de diez!». Creo que está bien hacer un ejercicio de criba.

 

Después de Habrá que vivir, que sonaba a resignación, empezar con “Gente” parece que es una manera de apostar por la luz.
Me molaba que el disco empezara… [se queda pensativo]. Como esos sábados por la mañana en que te levantas, no saliste ayer, hace sol, no sabes qué disco poner y piensas: «¡Ay, voy a escuchar esto!». Esos discos que apetecen porque empiezan de buen rollo. Como me pasa a mí con Jack Johnson o el Violente Femmes [Rubén tararea el luminoso arranque de “Blister in the sun”]. Yo quería eso. Además, la primera canción avisa de que es un disco casi acústico, empiezo con la guitarra, me hago una vuelta entera, sin prisa.

 

¿Es una llamada a tomárnoslo todo con calma?
Sí, es como decir: «Eh, calma, no empiezo a cantar todavía, va a dar una vuelta entera, pasan treinta segundos, relájate, está todo bien, entra el sol por la ventana, no te duele la cabeza, podría ser todo mejor, pero no está mal. Móntate aquí en este disco y vámonos de viaje».

 

¿Te consideras una persona positiva?
No, la verdad es que no. Pero quiero cambiar. He empezado con esta canción, con “Gente”. Al principio me decía: «¡Este no soy yo!». [Ríe]

 

Pero si te salió de forma tan natural, es que sí eres tú, ¿no?
¡Claro! Quiero cambiar y estoy cambiando. Yo me autoflagelo mucho, y estoy cansado de eso, de no perdonarme cosas que sé que he hecho o dicho mal. «¡Lo hice mal, ya está, perdónate!». No he matado a nadie, he podido hacer daño porque la vida es así: haces daño y te hacen daño. Creo que todos queremos hacerlo lo mejor posible, a no ser que seas un psicópata. Y lo que está hecho mal, ya está. La vida es a una toma, es a tiempo real, no puedes rebobinar. Pues, tío, trata de mejorar. Está bien un flagelillo, pero solo para mejorar, para madurar, pero que no te amargue la vida.

 

La canción “Mañana es lunes” también tiene una carga luminosa cuando cantas: «Todo vuelve a arrancar, qué hay ahí fuera bueno». Pero te he escuchado decir que quizá no era esa la premisa…
La canción está hecha al final del confinamiento. Se acababa eso y me entró el síndrome de la caverna. Me apetecía salir, pero… ¡otra vez empieza todo! Tenía ganas de que eso acabase, pero…

 

… no de volver al bullicio y la velocidad.
Eso es, pensé que habíamos parado tres meses y tenía ganas de salir, pero volvía todo: el fin de mes, correr de acá para allá, la locura de la vida, ese frenesí, el capitalismo salvaje que nos devora, todos vamos con el resuello en la boca intentando llegar a todo. Sentía que llegó un gran lunes a la humanidad, se acabó este fin de semana largo con todo lo malo también, claro.

 

A mí me gustan los lunes y me transmitió energía para empezar, es como apostar por una especie de reseteo.
Por eso no me gusta explicar las canciones, para no condicionar a nadie, pero me alegra que te transmita eso. Para mí un lunes también está bien. Dejémoslo en la metáfora y que cada uno se lo lleve a su terreno.

 

Has repetido con José Nortes en la producción. Parece que ha respetado maravillosamente a los dos rubenes, al del disco anterior y al de este, que buscaban atmósferas muy diferentes. ¿Cómo funcionas con él?
Estoy muy cómodo. Es la única persona con la que me puedo encerrar en un estudio para grabar un disco y no me sale un eccema por la cara. Siempre me ha pasado cuando grabo.

 

¿Por los nervios?
Los nervios, la tensión, la presión… José se ríe porque le digo que, con él, no me sale todo eso por aquí [se señala la zona alrededor de la nariz], como una psoriasis.

 

¿Ayuda la confianza que tienes en él para trabajar tus canciones?
Sí, puede ser, él es muy easygoing [tranquilo] y nos entendemos bien. Él me tiene pillado el punto; sabe que si, por ejemplo, grabamos dos o tres tomas y no sale bien, es que pasa algo a la canción. Creo que tienes que tener química con tu productor.

 

Has grabado casi todo menos las baterías, algún teclado…
Sí, Mariana [Pérez] ha grabado todas las baterías menos la de “Gente”, que la ha tocado mi hijo Leo, con 15 años.

 

«Miguel Ríos es el mejor cantante de rock nacional. Canta cada vez mejor»

 

¿Cómo ha resultado la experiencia con Leo?
Muy bien, lo hizo a primera toma. Lo grabó enseguida. Me dijo: «¡Joder, esto está tirado!». A él le gusta el metal, el doble bombo y todo eso. “Gente” es un medio tiempo, pero hay que tener groove. Lo difícil es tocar lo fácil, pero cuando eres un chaval quieres demostrar y enseñar tu redoble estratosférico catorce veces. Lo de tocar poco es algo más de madurez, pero él lo hizo genial.

 

¿Fue durante el proceso de grabación cuando decidiste cambiar tu plan y electrificar el disco?
Sí, surgió según lo íbamos construyendo. Por ejemplo, en “Ya no eres mi problema” teníamos la base y sentí que hacía falta fuego en la canción, que necesitaba tocar la eléctrica, ponerla al diez y soltar los caballos.

 

En esa canción, me dejó enganchada el teclado del final.
Eso también lo grabé yo, quedaba genial esa nota de piano. Bueno… es que es muy fácil.

 

¡Es como un martilleo!
Es verdad, a José le recordaba a la película Eyes wide shut, porque cuando había mal rollo sonaba una notita de piano. Ese martillo le da truculencia. Es solo una notita.

 

A veces algo tan simple como una sola nota parece ser justo lo que necesitaba la canción.
Sí, funcionaba. Luego, en medio del solo, hice: ruuiuinnngg [Rubén mueve los dedos en el aire, deslizándolos sobre un teclado imaginario]. Me metí a grabar la nota del final y, en el solo, me puse a tocar eso. Cuando acabamos, José me dijo: «¿Qué cojones has hecho?». Le contesté avergonzado: «¡Yo qué sé, psicodelia! ¡Me he dejado llevar!». Él me contestó: «¡Ah, Mike Garson, el pianista de Bowie!».

 

¿Te comparó con Mike Garson?
Se refería a la canción de “Aladdin sane”, en la que el pianista hizo una locura maravillosa.

 

No es habitual en ti que, además de guitarras, toques bajo, teclado… ¿Por qué ahora?
El anterior disco lo grabé con banda y este me apetecía hacerlo así. Toco, sobre todo, cosas de cuerda, el bajo me encanta y no deja de ser un instrumento de cuerda. Lo que hay de piano es sencillo, si había algo más complicado lo tocaba José. También he tocado el órgano y un solo de Hammond, del que estoy orgulloso, en “Escorzo”.

 

Tocas también un talk box, ¿lo habías tocado antes?
¡No lo había tocado nunca! He disfrutado un montón. Si no supiera qué es un talk box, al escucharlo creería que es un wah-wah. Es lo que toca Richie Sambora en “Livin’ on a prayer”, Slash también tiene alguna canción en que lo utiliza…

 

Es tu boca la que genera el sonido, ¿no?
Sí, el sonido del ampli pasa por un tubo, entra en tu boca y un micrófono recoge el eco que haces en la boca. Tú modulas el sonido abriendo la boca, moviendo la lengua para conseguir otra textura… [Rubén mueve la boca elaborando sonidos cavernosos]. Es una paranoia [ríe].

 

Has incorporado, además, un melotrón, que es un instrumento ya vintage.
Es que yo solo quería sintes si sonaban como los de The Cars, que me encantan, y para mí ellos meten el sinte exacto. Pero me dio miedo y no quería desviarme de la idea de disco acústico. Me gusta cómo suena el melotrón con acústicas e incluso españolas.

 

En tu etapa como solista no sueles incorporar duetos, pero en este disco cantas con Miguel Ríos. ¿Cómo surgió la colaboración?
Estábamos grabando “Abel y Caín” y llegó Miguel [Ríos] para hablar con José y surgió. A mí me hacía mucha ilusión y a él le gustó la canción. Miguel Ríos es el mejor cantante de rock nacional, con permiso de Carlos Tarque y quien se me olvide, aunque solo sea por el poso, porque lleva más años, porque fue el primero y porque canta cada vez mejor. Ha catapultado la canción. Además, es un encanto de persona. Le propuse el videoclip y fue todo corazón, todo predisposición, todo p’alante.

 

Parece que todo ha fluido muy fácil con este álbum.
Así ha sido. También me he dado cuenta de que si me pongo nervioso es que algo está mal. Si me sale la cosa por la cara es que hay algo que no funciona. Me gusta que sea un disco sencillo, hemos sabido cuándo no tocar más las cosas. Si algo me ponía nervioso, significaba que no. En lo posible, no me he puesto casi nervioso.

 

¿El cuerpo te habla alto y claro?
Sí, es como una alarma. Y quiero mantener esa tranquilidad.

 

Miguel Ríos se retiró, aunque haya vuelto; pero últimamente varios artistas se están despidiendo de los escenarios: Bunbury, Siniestro Total, Joan Manuel Serrat… ¿Alguna vez piensas en tu retirada?
[Rubén se queda pensativo y aparta la mirada] Joder, me encanta el escenario, espero que nunca…

 

¿Necesitas el aplauso?
No sé, el aplauso… ¡Es que somos tan tontos…! El aplauso lo quieres oír. Un concierto bueno es un gozo. Cuando sale todo bien, has estado fino, ocurrente, has cantado bien, lo notas ahí…

 

¿Notas cuando el show le está llegando el público?
Sí. Notas que estás cabalgando, que está pasando algo especial, que está siendo bueno. Cuando no conectas también lo notas, sientes que está farragoso, que tienes que hacer algo, buscas por aquí, por allá, si me pido una birra o no…

 

A propósito de los aplausos, en “Siempre saludaba” cantas que has estado «enfermo de ego». ¿Es posible escapar del ego si eres artista?
Componiendo una canción el ego tiene que estar fuera, pero para subirte al escenario o para elegir una carrera de ponerte ante el público, algo tiene que haber. Yo soy muy tímido, así que supongo que debo de tener un ego grande para que se coma al tímido y pueda ponerme ante la gente.

 

Puede ser el ego o… las ganas. Como canta Fito Cabrales, «a veces el hambre puede quitarte el miedo».
Sí, es verdad, porque también te dices: «Oye, tío, échale huevos, estás orgulloso de tus canciones, defiéndelas».

 

«No soy creyente pero “Gente” es mi plegaria personal»

 

¿Alguna vez te han dado toques de atención por el ego?
Ya me los he dado yo [sonríe]. Supongo que a todos se nos ha ido la olla alguna vez, pero te aseguro que yo me acuerdo más que nadie.

 

Volviendo a la canción “Caín y Abel”, en ella enumeras todo lo que no te gusta de este planeta, aunque hablar de temas políticos y sociales no está en tu ADN musical.
Sí, siempre he sido de hablar de lo que me ocurría dentro, más que de la situación social; pero ahí lo metí todo. Al principio me parecía un cliché. Cuando grabé la maqueta, mi hijo estaba haciendo los deberes al lado. Terminé, la escuché bajita y le dije: «Bueno, hijo, a veces se hacen mierdas como un piano». ¡Me daba vergüenza! Pero al día siguiente me gustaba. Puede tener lugares comunes, pero me gusta la canción.

 

¿Todo cambia cuando tomamos distancia de aquello que hemos creado?
Claro, es que hay que dejarlo reposar. Según lo has escrito, leerlo no siempre es bueno. Hay que tomar distancia con lo de uno mismo. Es importante olvidarte un poco, parar y alejarte. Mañana volverás a ello.

 

Una guitarra protagoniza la portada del disco. Creo que siempre compones con una guitarra que tienes desde el colegio. ¿Es esa?
No, no es esa. La guitarra que dices es la curranta, pero se me ha roto y tengo que llevarla a arreglar.

 

¿Cómo resiste más de treinta años después?
No lo sé, pero esa guitarra tiene mucho significado para mí. Me la compró mi madre porque aprobé la EGB y, al día siguiente, se separaron mis padres. Hay mil historias mezcladas alrededor de esa guitarra y es la que peor trato. Siempre la tengo ahí, no me importa que se caiga, que se manche…

 

En el libreto hay una foto de tu padre en una hamaca. ¿Cuál es su historia?
Yo he empezado el año muy mal. Terminé el disco, me llegó masterizado y se lo iba a mandar a mi padre, pero enfermó de Covid, le sedaron y le entubaron. El arte lo estaba haciendo mi hermano y decidimos dedicarle el disco. Un día, mi hermano sacó un libro y justo se cayó esa foto. Sale mi padre con mi edad, en el año 1992, con 46 años. Pensamos que, cuando se despertase, vería que el disco estaba dedicado a él, pero no se despertó.

 

¿Guardas muchos recuerdos musicales de tu padre?
Él era muy musiquero. He tenido la suerte de tener un padre que tenía muchos vinilos y cuando se fue de casa me los dejó. A mediados de los ochenta, cuando no había internet, tuve la oportunidad de empezar a escuchar mucha música: Led Zeppelin, los Rolling Stones, los Beatles… Tuve una discografía enorme.

 

Ahora que el disco ya está en la calle y que acabas de vaciarte de canciones… ¿Cómo se encuentra tu inspiración?
Tengo un par de cosas que voy trabajando.

 

¿Está el grifo abierto?
Sí, bueno, con cuidadillo. Estoy entre eso y sacar guitarras de Jimmy Page. Porque para mí es Dios.

 

Creía que tu dios era Keith Richards…
¡Y Rosendo! Rosendo me ha enseñado mucho a tocar la guitarra.

 

¿Cómo te planteas la gira?
Me he enamorado del formato de voz y guitarra, y ahora voy a seguir tocando así. Si saco el disco, e inmediatamente tengo que montar una superpresentación, me pongo nervioso. No quiero eso. Después del verano haré una transición tranquila y montaré algo con banda en Madrid, Valencia, Sevilla… Pero me voy a dar tiempo para llegar a eso. Las salidas de disco me ponen muy nervioso y con este quiero hacerlo todo de tranqui.

 

Esto me recuerda a una canción de Leonard Cohen llamada “Slow”, que se refiere a esa necesidad de apostar por otro ritmo. «No quiero correr, llegaré cuando llegue», canta Cohen.
Me gusta, yo estoy también en ese slow. Ahora la vida corre tanto, todo es tan fugaz, que slow me parece un buen camino. Como en aquel Slowly, de Aute.

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